FYI.

This story is over 5 years old.

Uganda ama este número

Cuando las armas son más fuertes que las palabras

Los chantajes, las amenazas y el miedo son algunas de las herramientas usadas para destruir la libertad de expresión, y lo están logrando.

Ilustraciones por Jacob Everett.

Nos vemos en la próxima masacre. Nos vemos la próxima vez que una matanza nos junte. Toda la atención y cercanía que siguió al tiroteo de Charlie Hebdo ya ha empezado a desvanecerse y pronto nos encontraremos en el siguiente ataque, abrazándonos el uno al otro y diciendo que la libertad de expresión debe ser defendida, ya que es el cimiento del resto de nuestros derechos. ¿Pero dónde estaban todos antes de la masacre?

Publicidad

Quien esté leyendo este artículo tal vez viva en Estados Unidos. Tal vez considere que la libertad de expresión es su derecho por nacimiento. Puede ser que sea incapaz de imaginar la posibilidad de morir debido a un libro o a un artículo, o incluso a una frase. Por supuesto que varios periodistas estadunidenses han muerto recientemente por haber dicho la verdad: Steven Sotloff, James Foley, Daniel Pearl, Luke Somers, entre otros. Pero ellos murieron en Siria, Pakistán y Yemen y no en Nueva York ni Texas. Tal riesgo siempre ha estado asociado con zonas en guerra. No obstante, la libertad de expresión se encuentra en estado de sitio en todo el mundo.

Sergei Dolgov, editor de un periódico ucraniano en ruso, desapareció desde junio del año pasado y algunos dicen que está muerto. El fotoperiodista Andrei Stenin fue asesinado en Rusia en 2014, lo mismo que Andrea Rocchelli, una fotógrafa italiana. Sedef Kabas, un escritor turco, actualmente enfrenta cinco años de prisión por haber tuiteado críticas al gobierno de Erdogan. La lista sigue y sigue. En Estados Unidos, las demandas por difamación son el instrumento más confiable para desmovilizar a un periodista; en otros lados las herramientas son las balas y las cárceles.

Me horroricé con la declaración profética del difunto editor de Charlie, Stéphane Charbonnier, quien era mi amigo: "No temo las represalias. No tengo hijos, esposa, coche ni créditos. Tal vez suene ostentoso, pero preferiría morir de pie que vivir arrodillado". Charbonnier, o Charb, era caricaturista y director editorial de una sátira semanal. Aún así, sus palabras parecían la declaración de un monje guerrero, un agitador consciente de que cada una de sus decisiones tendrá efectos en aquellos que lo rodean.

Publicidad

El chantaje y el miedo son herramientas utilizadas para destruir la libertad de expresión, y tengamos cuidado, porque ya está siendo destruida. Yo no creo en la posición idealista de la gente que dice: "Ahora que su mensaje ha llegado a todos lados, esos periodistas ya ganaron". No, no y no. La vida es más preciada que un derecho que sólo puede defenderse al sacrificarla. Y, sin embargo, ese riesgo está subestimado.

La protección de Charbonnier no era un asunto real de seguridad, pues sólo tenía un chofer y un hombre armado. Además, cuando sus colegas se cambiaron de oficina perdieron a los guardias que tenían en la entrada y se les asignó una patrulla de seguridad que hacía rondas ocasionales para revisar que todo estuviera bien, lo que resulta poco efectivo en estos casos. El público rara vez toma en serio a los escritores, artistas y editores que están en peligro a menos que su sangre esté corriendo en el asfalto; de hecho, el público más bien desconfía de ellos. Piensa en Salman Rushdie, a quien los escritores británicos le han dicho tantas veces las palabras que me son tan familiares: "Deberías llevar flores a la tumba de Jomeini porque sin él no habrías podido ser así de famoso". Las amenazas contra alguien casi nunca crean solidaridad con el amenazado, sino sospechas de que esa persona ha encontrado una manera ingeniosa de destacarse. Sin embargo, la libertad de expresión no es un derecho adquirido que debe ejercerse sólo en los periódicos y en las cortes. Es un principio que trasciende todos los documentos legales y que encarna la característica sustancial que hace libre al mundo occidental.

Publicidad

Yo estaba en Nueva York cuando ocurrió el ataque. Casi todos los asistentes al homenaje celebrado en Washington Square para recordar a las víctimas del atentado terrorista en París, eran franceses. Pocas personas en Estados Unidos entendían que el hecho de que se les hubiera disparado a caricaturistas y a otras personas en realidad también limitaba su propia libertad de expresión. En Estados Unidos, la mayoría de los periódicos censuraron los cartones. El respeto a la libertad de religión era en realidad miedo camuflado —miedo de que al publicar un cartón podrían ser víctimas de una venganza—. Yo entiendo que un cartón pueda ofender, pero cuando nos encontramos frente a una sentencia de muerte ocasionada por una caricatura, la necesidad de defender el derecho de blasfemia es mucho más importante que ser cortés.

A pesar de que Francia respondió mucho mejor que otros gobiernos europeos (que se encuentran en situaciones similares) ante las amenazas y al subsecuente ataque al declarar que cualquiera que alegara haber sido ofendido por su trabajo enfrentaría acciones legales, al final del día la violencia llovió sobre los franceses. Las quejas en contra de Charlie no fueron archivadas en forma de demandas legales o como solicitudes de daños y perjuicios, sino sólo en la única corte que estos fanáticos conocen y frecuentan: el pelotón de fusilamiento.

En todos lados las críticas de los cartones se dieron en forma de susurros y a veces en forma de gritos. La revista fue acusada de forzar los límites para salir del apuro. No obstante, cuando surgen ciertas cuestiones de principios, la blasfemia se convierte en un derecho e incluso en una obligación. Tenemos que recordar que algunos de los periódicos que consideraron el sacrilegio de Charlie como indecoroso, en realidad han publicado todo tipo de fotos de chismes y violado la privacidad sin reserva alguna, algo que los editores de Charlie nunca hicieron. La razón por la que no publicaron los cartones no fue por piedad, sino por cobardía. Nadie debería silenciar ni censurar una práctica por miedo a ser asesinado, amenazado, chantajeado o simplemente odiado.

Publicidad

En estos días, en los meses antes y después del ataque, Europa ha olvidado el derecho a la libertad de expresión. Europa no ha erradicado ese derecho, pero sí ha hecho que defenderlo se vuelva un hábito, lo ha descuidado y seguirá descuidándolo hasta que alguien vuelva a intentar enterrarlo en una montaña de balas. Además del terrorismo islámico, la complacencia también se refleja en el caso de las mafias. De experiencia propia sé que los gobiernos son vacilantes y que las cortes raramente consideran que las amenazas sean crímenes en sí mismos: creen que son solamente corolarios, o las reconocen sólo si hay presencia de sangre. Me pregunto: ¿sabes cuántos periodistas murieron el año pasado en todo el mundo? Sesenta y seis fueron asesinados y 221 encarcelados.

¿Cómo es posible olvidar que en Turquía, candidata a la adhesión a la Unión Europea, 23 miembros de diferentes medios de comunicación fueron encarcelados por haber criticado al gobierno? ¿Cómo es que hemos ignorado a Raif Badawi, el blogger a quien Arabia Saudita —aliado de Estados Unidos y su cliente más lucrativo en la venta de armas— sentenció a recibir miles de latigazos por haber abierto un foro de discusión en línea acerca del Islam y la democracia? En Italia, muchos reporteros, incluyéndome, estamos forzados a vivir bajo protección policíaca las 24 horas del día, mientras que la mafia florece con impunidad. En Dinamarca los fanáticos han intentado varias veces asesinar al caricaturista Kurt Westergaard por haber hecho un cartón del profeta Mahoma. Su situación se ha convertido en apenas una nota al pie, aun cuando encabeza la lista de los más buscados por Al Qaeda. ¿Acaso ya olvidamos al director holandés Theo Van Gogh, asesinado en 2004 tras lanzar Submission, una película que habla de la violencia hacia las mujeres musulmanas? Hace varios meses, María del Rosario Fuentes Rubio fue asesinada en México por denunciar en Twitter la violencia de la guerra contra el narcotráfico —y decenas de estudiantes tuvieron el mismo destino por participar en protestas—, pero a nadie de los medios, mucho menos del gobierno, parece importarle. El hecho de que estas cosas no ocurrieran en París o Berlín parece ser razón suficiente para ignorarlas. Seamos Charlie Hebdo o no, marchamos en solidaridad siempre y cuando haya sangre derramada. Y eso sólo a veces.

Charlie ha sido incapaz de llegar a millones de personas: siempre está en crisis y en riesgo de cerrar. No estamos hablando de un ataque a CNN o al periódico más importante de Francia, pero lo más grande no es necesariamente lo que más asuste a los extremistas. Por el contrario, ellos desataron sus furia en una de las publicaciones más honestas de Francia, una revista que creó maneras nuevas, intensamente legibles, que satirizan las contradicciones del fanatismo. En vez de atacar una base militar o una oficina de gobierno, cada vez es más frecuente que los terroristas asesinen a artistas, intelectuales y bloggers en un esfuerzo por erradicar el pensamiento. Los narcotraficantes y los regímenes tiranos están igualmente inmersos en la guerra contra las ideas. Esto se traduce en intimidar a cualquiera, lo cual crea una inmediata identificación entre la opinión pública y la persona asesinada.

No estamos enfrentando un atentado a oficinas o instituciones, sino una agresión a lo último que separa a Occidente de sus detractores: la libertad de expresión. Durante los últimos diez años yo he vivido bajo protección de la policía debido a amenazas de la Mafia Napolitana, y hay muchos otros como yo en todo el mundo. Se pueden escuchar ecos de la indiferencia frente a estos riesgos en cualquier junta policial a la que asisto. Cualquiera que esté leyendo esto puede hacer la diferencia al escuchar y dar voz a aquellos que son condenados a muerte por sus palabras: aquellos como María del Rosario Fuentes Rubio y los miles de estudiantes valientes que la siguieron a la tumba. Los gobiernos deberían establecer la libertad de expresión como un requisito para el intercambio comercial; sin embargo, el petróleo árabe y el bajo costo de la mano de obra china evitarán que esto llegue a suceder. En donde el gobierno falla, la sociedad puede hacer bastante: abrir noticiarios para mantener estas historias en circulación y dedicarles el tiempo y espacio que merecen. Mi propia historia muestra cuán importante es la respuesta de los lectores y del público en general. Yo habría sido olvidado por completo si no fuera por toda la atención que recibí por parte del público. El corrompido Estado italiano nunca me habría defendido si no hubiera habido presión de fuera.

Hemos hablado de la libertad de prensa mientras las calles de París se llenan con millones de personas. Pero, si no actuamos, pronto volverá el silencio, el cual reinará y se convertirá en el más perfecto.