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Ojalá todas las jornadas de rugby fueran como la que decidió el Seis Naciones

La última jornada del torneo Seis Naciones del 2015 lo tuvo todo: emoción, drama y polémica. ¿Por qué no podrían todas las jornadas de rugby ser así?
Wikimedia Commons

El torneo Seis Naciones de 2015 ofreció uno de los días con más drama y emoción del año no ya en el rugby, sino en el deporte en general. Fue una jornada que ofreció giros inesperados a mansalva y restauró nuestra fe tanto en la Humanidad como en el rugby del hemisferio norte. Bueno, quizás solo en lo segundo.

Antes de esta final memorable, el torneo había sido dominado por el juego flojo y unidimensional que por desgracia parece haber invadido el mundo del rugby en los últimos años. A pesar de todas las historias sobre rivalidades intensas y cuasitribales –que existen, por supuesto–, el espectáculo sobre el césped había sido, siendo generosos, similar al de una película de serie B.

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Pero todo esto estaba a punto de cambiar.

El día empezó en Roma, donde los galeses esperaban conseguir un 'Italian Job' bastante más complicado que los que protagonizaron Michael Caine y Mark Wahlberg. Gales empezó el día en tercera posición, con las mismas victorias que los líderes, los ingleses, pero 25 puntos por detrás en el 'average'. Solo les servía un resultado de baloncesto (y con una victoria abultada).

A la media parte, el título parecía muy lejano para los galeses. Ganaban solo por un punto (13-14) y su pateador estrella Leigh Halfpenny había tenido que abandonar el campo tras intentar placar al italiano Samuela Vunisa con la cabeza, en vez de hacerlo con los brazos o los hombros como la mayoría de seres humanos.

La segunda parte, no obstante, ofreció los 40 minutos de rugby más completos que podáis desear. Gales anotó la burrada de siete ensayos; sin embargo, y de forma crucial como se vio posteriormente, perdieron la oportunidad de sumar el octavo y concedieron uno justo al final del partido. Cuando el árbitro pitó el final, con victoria galesa por 20-61 y una diferencia de +53 puntos en la tabla, los visitantes sintieron que habían hecho un buen trabajo. Poco podían imaginar cómo serían de importantes los puntos tardíos anotados por los italianos.

Cuando la tinta apenas se había secado en las crónicas del partido (tinta metafórica, por supuesto, en estos días de dominio digital), el foco de atención se desplazó al Murrayfield de Edimburgo, donde Escocia recibía a Irlanda. La contundente victoria en suelo italiano había aupado a Gales al primer puesto de la clasificación; los irlandeses debían enfrentarse a un déficit de 20 puntos para recuperar el liderato.

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A la media hora de partido, sin embargo, Irlanda dominaba por 3-17 y daba toda la impresión de que el resultado final no solo eclipsaría a Gales sino que además pondría a Inglaterra en un serio aprieto de cara al partido que les tocaba disputar ese mismo día contra Francia. Sin embargo, un ensayo de Finn Russell para los escoceses redujo la ventaja irlandesa –y aumentó las pulsaciones de los aficionados.

Estar en el bar en estadio de Twickenham en ese momento era una experiencia surrealista. El ensayo de Russell, retransmitido en directo por todas las pantallas del local, fue celebrado con el mayor rugido de ánimo para los escoceses que probablemente se oirá jamás en el hogar del rugby inglés.

El partido, además, terminó con controversia. El escocés Stuart Hogg consiguió que el balón superase la línea en una embrollada última jugada e Irlanda ganó por 10-40. En Twickenham, los vasos de cerveza cedieron momentáneamente el protagonismo a los iPhones, que emergieron de las chaquetas Barbour en masa; en las pantallas, las calculadoras empezaron a sacar humo mientras los aficionados ingleses se dirigían con el ceño fruncido a sus asientos. Inglaterra debía vencer a Francia por 26 puntos para ganar el título.

Tras acumular 131 puntos en los dos primeros partidos, nadie esperaba que el último encuentro estuviese a la misma altura. Pero esa no era una jornada de rugby ordinaria.

Ben Youngs anotó en los primeros cinco minutos y los ingleses se atrevieron a soñar. Francia devolvió el golpe con dos ensayos y desinfló a los fans. Este patrón se repitió a lo largo del partido y el nivel de sonido dentro de Twickenham nunca bajó de una alocada cacofonía.

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Inglaterra se dedicó a anotar ensayos brillantes que le acercaban al título… y seguidamente a olvidar que defender también era parte del juego y a tirar por el suelo su buen trabajo a base de dejar que Francia sumara puntos uno tras otro.

Inglaterra ganó 55-35, a seis puntos del margen de victoria que necesitaban para ganar el título. Los fans abandonaron el estadio en un estadio de aturdimiento y con una cierta sensación de paradoja: sabían que habían sido testigos de uno de los mejores partidos de rugby que Twickenham hubiera acogido jamás y al mismo tiempo querían olvidar que ese encuentro había tenido lugar.

Fue un día de récords que se recordará siempre por los 'what ifs': ¿y si Gales no hubiera concedido ese último ensayo? ¿Y si Stuart Hogg hubiese logrado anotar su último intento contra Irlanda? ¿Y si el polémico ensayo de Noa Nakaitaci para Francia hubiese sido anulado?

Y, por supuesto: ¿y si todas las jornadas de rugby pudiesen ser como la que decidió el Seis Naciones del 2015? Oh, ojalá.