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Cultură

La cirugía plástica arruinó mi vida a los 13 años

"Mi noción de cirugía plástica era como un cuento de hadas: una máquina que arreglaba todo, sin dolor, sin preocupaciones, sin consecuencias aparte de despertar y lucir mejor".

Este artículo fue publicado originalmente en Broadly, nuestra plataforma dedicada a las mujeres.

Según un artículo publicado en The New York Times el 6 de noviembre de 2013, había tantas mujeres en Valencia, Venezuela, sometiéndose a cirugía plástica que el dueño de la fábrica de maniquís, Eliezer Alvarez, tuvo que rediseñar sus maniquís para que tuvieran unos pechos grandes, nalgas firmes, cintura de avista y piernas largas, una fantasía de fibra de vidrio". La cirugía plástica se volvió popular en Venezuela durante la década de los 70 y 80, cuando las ya famosas reinas de belleza ganaron la corona de Miss Universo. El empresario venezolano Osmel Sousa —conocido como "El zar de la belleza"— le sugirió a la primera Miss Universo que se operara la nariz. "La belleza interior no existe", dijo Sousa. "Es un invento de las feas para justificarse".

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Hace 20 años —tenía trece años y vivía en Inglaterra, mi país natal— me sometí a una cirugía plástica y, paradójicamente, empecé a convencerme de que era fea, de que no me veía como una mujer debía verse. A veces aún lo creo y me escondo atrás de mi cabello o de un libro. La lectura fue el primer lugar en donde me sentí hermosa. En vez de sostener un espejo frente a mi rostro, sostenía libros y palabras. Leía hasta llegar a un lugar seguro y distante llamado olvido.

Pero antes, he aquí: mi rostro. Ojos cuyos párpados no cierran por completo. Nariz grande. Labios abiertos de forma permanente; asimétricos, inmóviles aún cuando hablo. Dientes chuecos y encimados. Piel dispareja por el acné de la adolescencia. Y pómulos altos y esculpidos. En el contexto de mi rostro, mis pómulos son perfectos. Atrapan la luz, son simétricos y tienen una curva delicada. Mienten. Los odio y los amo. Se supone que con ellos me iba a ver más normal.

Tengo una parálisis facial congénita que se llama Síndrome de Moebius y el síntoma más notorio es que no puedo sonreír. Esta característica de mi enfermedad es lo que más impresiona a la gente: "Oh por dios. ¿En serio no puedes sonreír?" Lo que horroriza a la gente no es que no pueda sonreír, es lo que representa la sonrisa. Las mujeres deben sonreír. Cuando sonríen, las mujeres son bonitas, y las bonitas ganan. Sonreír trae beneficios. La sonrisa aplaca o seduce, engaña a los adversarios; gana tiempo.

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Antes.

Mi infancia fue normal en muchos sentidos. Estuvo llena de regalos y aventuras, desayunos familiares todos los domingos en casa de los abuelos, paseos familiares, peleas y viajes para acampar. También tuve muchas mascotas. Soñaba con ser veterinaria. Más que eso, cuando era niña, me sentía normal. No me había dado cuenta que no podía sonreír hasta que cumplí siete años, cuando una amiga de la primaria me preguntó qué tenía mi rostro. Antes de esto, la sensación interna de estar feliz, de sonreír, era tan fuerte que estaba totalmente segura de que todos podían ver la sonrisa que imaginaba en mi propio rostro. Si cambiaba la posición de mis pies, si me ponía un vestido diferente, si tragaba de cierta forma, si pensaba algo feliz, entonces la gente podría ver mi sonrisa.

Quería que me vieran. Pero la niña que imaginaba que la gente veía estaba atrapada en un cuerpo que no era mío. Había una gran brecha entre la perfección femenina que deseaba para mí misma y el cuerpo dañado en el que vivía. En mi fantasía, me subía a una banda transportadora que me llevaba a una máquina mágica que arreglaba todo. En cuestión de minutos, la máquina me bañaba, me vestía con la ropa más bonita y me daba un rostro normal y animado. Era una fantasía agradable. Casi siempre regresaba con adornos, como una tiara, zapatos de seda, cabello cobrizo y rizado en vez del lacio al que estaba acostumbrada. Aún así, no tenía idea del papel que iba a jugar la belleza en mi futuro. Lo que más me importaba era qué libro iba a leer o el bienestar de mi rata.

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Las mujeres deben sonreír. Cuando sonríen, las mujeres son bonitas, y las bonitas ganan.

Afuera del teatro de la ciudad de Manchester, bajo la luz naranja de los postes de luz, conocí a un hombre indigente que guardaba una rata blanca en el bolsillo de su poncho y me pasé meses molestando a mi madre para que me comprara una. Esa Navidad, encontré a Ratty —una rata blanca con ojos rosas y nariz de chocolate— en una jaula atrás de nuestro arbolito de navidad, con su cola larga asomándose desde un nido hecho de periódico. Yo tenía apenas diez años de edad. Ratty vagaba libre por mi recámara y se acercaba cuando lo llamaba por su nombre. Las ratas son seres indefensos y a la survivalista que llevaba dentro le encantaba ignorar su estatus inferior. Ratty iba conmigo a todos lados, en la manga de mi sudadera y su cola colgaba por debajo de mi muñeca como una cinta fea.

Dos años después, Ratty murió y como otro regalo mágico de Navidad, mi mamá me llevó a ver al cirujano plástico.

El Síndrome de Moebius no tiene cura como tal. La parálisis bilateral del rostro provocada por el daño a los nervios craneales sexto y séptimo es permanente. Naces con una extraña inmovilidad. Cuando te das cuenta que esta inmovilidad marca tu rostro, entras a un sueño del que nunca despiertas que es una incertidumbre surreal para los niños y una pesadilla práctica para los padres.

El cirujano del Servicio Nacional de Salud (NHS, por sus siglas en inglés) que me llevó a ver mi mamá quería trasplantar músculo de mis muslos a mi rostro para darme una sonrisa leve a cambio de unas cicatrices en el centro de mi rostro. Yo, a pesar de ser una niña ingenua de 12 años, tenía mis dudas y por lo visto mi madre también. Este cirujano vio mi rostro pero no me vio a mí —la machorra que no podía dejar de leer—. Para él, mi cuerpo no era más que un rostro defectuoso y el bisturí era la solución más simple. Y la sangre, el pie de página que nadie tenía que leer.

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Poco después, mi mamá y yo fuimos a ver a un cirujano plástico privado para tener una segunda opinión. El cirujano dijo que lo que había propuesto el cirujano del NHS era una carnicería imperdonable y nos recomendó una alternativa cosmética que no iba a dejar cicatrices visibles. En vez de tratar de imponer una sonrisa a mi rostro por medio de una cirugía, quería insertar implantes malares para imitar las almohadillas de músculo que faltaban en mis pómulos por medio de incisiones dentro de mi boca, donde se juntan las encías y el interior de las mejillas. Lo raro fue que no me mostró los implantes. Lo único que me enseñó fue una fotografía que, según yo, parecían unos riñones blancos de cera.

"Como eres pequeña, usaríamos los implantes más chicos disponibles".

Mis padres programaron la cirugía para seis semanas antes de mudarnos a EU y cambiar la ciudad conflictiva de Manchester por la parte norte montañosa y con aroma a pino de Nueva York. Aunque nadie lo dijo, asumí que mi rostro estaba en la lista de cosas pendientes por resolver antes de dejar Inglaterra. Supongo que también tenía que ver con mi edad —era una niña larguirucha y tímida que acababa de cumplir 13 años—. ¿Qué no mi camino hacia la femineidad sería más fácil con el rostro arreglado?

Quería que me vieran. Pero la niña que imaginaba que la gente veía estaba atrapada en un cuerpo que no era mío.

Recuerdo que antes de que la cirugía se convirtiera en un tema de conversación entre mis padres y yo, cuando veía mis propios ojos en el espejo, me inclinaba para acercarme lo más posible y veía pixeles diminutos de color verde, oro, rojizo, azul y negro. También recuerdo que, para mí, estos pixeles reflejaban que los ojos de las niñas son enormes, quizá porque aún estaban aprendiendo a ver. En esa época no me importaba mucho qué opinaban los demás sobre mí. Veía el exterior con hambre de un mundo donde, según yo, nacían los libros. Ahora, cuando veo mis ojos en el espejo, aún veo colores, pupilas, irises y blancos pero también veo el rostro que rodea las partes de mí que veo. La máscara de su historia es visible, incluso en mis ojos.

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Podría contarles sobre el día de mi cirugía de implantes malores, el hospital privado, el cirujano amable y las enfermeras vestidas de un blanco impecable. Podría decirles que los detalles de lo que pasó me afectaron más de los normal. Podría decirles que dolió, que dejó de doler y que volvió a doler. Podría decirles que estaba lista. Podría hablarles de cómo me adapté, de la fuerza que necesité y de cómo mejoré. Podría reducirlo todo a un suspiro. Pero la verdad fundamental es que era una niña pequeña que cometió un gran error sin darse cuenta que ella tenía la decisión.

Al mismo tiempo, mi esteticista innato aprecia estos pómulos plásticos. Se ven bien. En ocasiones etéreos y siempre engañosamente naturales. No obstante, lo que me atormenta es la sensación de objetos externos alojados de forma permanente en mi rostro. Como la primera experiencia de una intrusión física, son imposibles de imitar. Alguien más entró a mi cuerpo antes que yo. Confié en el hombre amable que metió implantes en mis mejillas porque elogió mi cabello largo y mi piel blanca; apeló a mi vanidad y confié en él. Por supuesto, en ese entonces, como aun no era una mujer, es más, ni una adolescente, mi noción de cirugía plástica era como un cuento de hadas. Era la máquina que arreglaba todo en mis fantasías de la infancia, sin dolor, sin preocupaciones, sin consecuencias aparte de despertar y lucir mejor.

Cuatro días después de la cirugía, acostada en la cama, me quedé viendo al muro blanco y liso, con la cara adolorida y caliente. Mi madre estaba sentada junto a mí en la orilla de la cama y decía cosas para tranquilizarme. Que el analgésico que me acababa de tomar no iba a tardar en hacer efecto, que el sufrimiento es temporal y que no quería que me doliera. Sin embargo, su incertidumbre era tan palpable como el ardor en mi rostro.

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Después.

En mis recuerdos, aquellas primeras semanas de recuperación se empalman con las preparaciones para salir de Inglaterra; los días en que mi familia se la pasó vaciando la casa y empacando sirvieron para distraerme del rostro nuevo que no quería conocer. Ayudaba a mi mamá a doblar la ropa y meterla a las cajas, a decidir que íbamos a regalar y qué nos íbamos a quedar. Solía descansar en la hamaca del jardín con una compresa de hielo en mi rostro mientras escuchaba los cantos de los pájaros y el sonido de los camiones.

Después del vuelo a EU, me encerré como una refugiada. Hablaba lo menos posible y trataba de estar sola todo el tiempo. A lo largo de mi adolescencia, me encerré en una parálisis emocional; la barrera de mi rostro mejorado y eternamente paralizado parecía tener control de la persona que mostraba al mundo. En otras palabras, nunca dejé entrar a nadie. No podía. Si dejaba que alguien entrara, ya no iba a tener dónde esconderme.

En retrospectiva, la imagen de la niña postrada en la cama tras la cirugía que buscaba a su madre para que le diera un consuelo escurridizo fue un parteaguas. Sin decir mucho, mi madre me hizo saber lo mucho que duele convertirse en mujer y lo poco que podía hacer ella para evitarlo. Esas son las transacciones con las que sobreviven las mujeres. Ternura después de la violencia. Para ellas, eso es el tacto.

Casi al final de la preparatoria, me preocupaba mucho mi retrato académico. Me daba pavor. Los estudios fotográficos locales me enviaban correos con retratos de muestra: chicas de mi edad con rayitos en el cabello, sonriendo de oreja a oreja, mostrando una dentadura blanca, abrazando osos de peluche o un ramos de rosas, recargadas sobre plataformas de colores neutrales y fondos texturizados color gris agrietados por la luz. "Puedes traer objeto personales importantes para ti", decía el anuncio del estudio, "¡Deja que tu retrato académico exprese tu verdadero yo!". No dejé que mis padres vieran los volantes porque estaba decidida a no aparecer en las páginas del anuario. ¿Quién era la "verdadera yo"? ¿Existió esa persona?

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Lo que me atormenta es la sensación de objetos externos alojados de forma permanente en mi rostro.

Creí que me iba a tomar años desacreditar la fealdad. No todo tenía que ver con mi rostro. En realidad, todo giraba entorno a la tiranía de la imagen. Ser o no ser vista se volvió mi obsesión. Enterré todos los sentimientos relacionados con esta dicotomía de visibilidad e invisibilidad. Los sentimientos construyeron un estrato sedimentario, año tras año, hasta que mi máscara se rompió. Una ruptura de esa magnitud nunca es limpia pero deja que las toxinas salgan y que entre la luz. El drama griego buscaba la catarsis, la purgación o limpieza de las emociones. Medea mata a sus tres hijos para vengarse de la infidelidad de su esposo; Edipo, después de casarse con su madre, se saca los ojos. Al ver el espectáculo, la audiencia recuerda momentos de venganza y se identifica con el hombre ciego. Quizá piensa "Estamos juntos en esto".

Mi escenario era un espejo. Aún le hablo y aún represento historias antiguas.

Hace un par de años, entré a una tienda departamental para comprarme unos shorts. La luz pálida y fluorescente competía con la tarde soleada afuera de la tienda. Como no había muchos clientes, mi merodeo a través de un espacio vacío a excepción de los exhibidores de playeras, vestidos y jeans adquirió el entusiasmo lacónico de un sueño. Al dar vuelta en una esquina, me topé con un montón de maniquís desnudos, con senos y nalgas de plástico blanco perfectas como las de una muñeca Barbie. No tenían cabeza ni pies y su desnudez, al lado de tantas pilas de ropa nueva y colorida, me resultó irónica. Eran cuerpos despojados de una identidad. Su perfección dañada daba un tono fantasmal. Aparté la mirada, encontré unos shorts de algodón color rojo, pagué y regresé a la calle.

Cuando tenía 16 años, ponía mucha atención en cómo me vestía. Como mi hermana de nueve años de edad y yo compartíamos recámara, a veces me veía vestirme desde su cama al otro lado de la habitación. Era verano. Odiaba la preparatoria y me encantaba estar de vacaciones, nadar y escalar con mi familia siempre unida y despreocupada. Ese día me puse una falda de mezclilla y una blusa de tirantes con flores blancas bordadas y con los tirantes cosidos con hilo blanco. Debajo de esa blusa me puse un bra color negro para darle un toque atrevido. En nuestra habitación solo había un espejo angosto que colgaba a la altura de los ojos y yo estaba estudiando la mitad superior del reflejo de mi cuerpo cuando mi hermana se recargó en sus codos. Su expresión pensativa y dulce llamó mi atención.

"Te ves bien", dijo, "del cuello para abajo".

El comentario despreocupado me dejó paralizada. Solo tiré de mi blusa y dije "Oh".

Por un momento, los maniquís desnudos y sin cabeza de la tienda me recordaron este intercambio. En los 15 años que siguieron, perdoné el comentario de mi hermana y lo tomé como un tropiezo característico de un niño ya que lo dijo sin saber el daño que me causó. Fui a la universidad, me mudé a Nueva York, tuve un colapso nervioso, regresé a casa, encontré un terapeuta, conseguí un trabajo y un gato. Sin embargo, ahí estaba otra vez, la niña de 16 años de edad, decapitada por un comentario casual, o de 18 años de edad, hojeando el anuario y preguntándose si sus compañeros verían con curiosidad el cuadro en banco sobre mi nombre, o de 13 años de edad, anestesiada, a punto de dormir.

Seguí en mi camino hacia Broadway, sin aliento, una mano apretando las asas delgadas de mi bolsa azul marino para ir de compras y la otra tocando mi garganta de forma involuntaria.