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Archivo Vice: Mi viaje al barco de guerra

Lo único que cae sobre la isla de Hashima es la mierda de las gaviotas.

Lo único que cae sobre la isla de Hashima es la mierda de las gaviotas. A una hora del puerto de Nagasaki, la isla abandonada se cae a pedazos en silencio. En algún momento albergó las oficinas de una mina de carbón de Mitsubishi Motors, y llegó a ser el lugar más densamente poblado en la Tierra, con 13 mil personas por kilómetro cuadrado en sus edificios residenciales. Estuvo en operación desde 1887 hasta 1974, año en el que la industria del carbón empezó su declive y las minas empezaron a cerrar. Desempleados, y sin razón alguna para seguir viviendo en esta pesadilla urbana, todo mundo salió de la isla de la noche a la mañana, dejando todas su cosas atrás.

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Después del éxodo, quedó prohibido acercarse al lugar ya que nunca se restauró y era muy peligroso. Al gobierno japonés no le gusta llamar la atención sobre este símbolo de la difícil revolución industrial por la que atravesó el país durante la posguerra; el castigo por visitar la isla de Hashima son 30 días en prisión, y la deportación inmediata. Pero el otro día, al amanecer y después de haber hecho un trato con un pescador de la zona, fui a visitar el lugar con unos amigos.

El puerto de Nagasaki es internacional, así que es más probable encontrar cruceros repletos de abuelitos, y buques petroleros, que pescadores dientones dispuestos a romper la ley por una lana extra. Así que tomamos el transborador de la mañana a Takashima, la isla más cercana. Después de preguntar un rato, y ser ignorados amablemente cada que mencionábamos Hashima, encontramos a nuestro hombre. Un antiguo empleado de seguridad de la isla, al que seguro le caímos bien, o pensó que eramos tan estúpidos que merecíamos ser aplastados por un edificio. Según nos dijo, todavía hay electricidad en la isla, sólo es cuestión de que decidan reactivarla.

A pesar de que estábamos cometiendo un crimen, sabíamos que la posibilidad de que nos atraparan, o nos levantaran cargos, era muy baja, y realmente no lo pensamos mucho. En general, los japoneses no son muy desmadrosos, así que no sienten la necesidad de tener a alguien que vigile la isla ni nada por el estilo. Después de todo, ¿por qué querría alguien ir a ese lugar?

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En Japón, las reglas de conducta te impiden pedir directamente lo que quieres, así que incluso después de subir al barco, no estábamos muy seguros de poder poner un pie en Hashima; sólo habíamos acordado acercarnos lo más que se pudiera para ver el lugar.

Tierra a la vista. El dique artificial de la isla le da una forma de barco de guerra, por eso es conocida en japón con el nombre mitológico de "Gunkanjima".

Mientras nos acercábamos, la "negociación" con el pescador seguía sin dar resultado; fue hasta que nos pudimos bajar del barco que aceptó darnos un par de horas para explorar el lugar antes de regresar a recogernos.

En algunos lugares, las fachadas completas habían colapsado. Se podían ver los interiores de esta red de hogares, con sus televisores setenteros destruidos porque los estantes habían explotado. Era difícil imaginar cómo debe haber sido la vida en este lugar, aunque juzgando por la falta de zonas de recreación al aire libre, y el dique que rodea el lugar, debió haber sido una experiencia claustrofóbica, incómoda, y como vivir en una granja de hormigas.

Había objetos personales tirados por todos lados: zapatos, botellas de champú, periódicos, hasta pósters colgados todavía en las paredes.

Exploramos los salones vacíos de la enorme escuela de la isla. Escritorios y sillas oxidadas frente a pizarrones empolvados con los restos de la última clase impartida hace 30 años.

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Desde el último piso del gimnasio se podía ver el auditorio, el techo había colapsado hace mucho tiempo. Era claro que era una estructura poco segura, estábamos caminando sobre pedazos de concreto que habían caído del techo.

Más o menos en un noveno piso, entré a una de las habitaciones para admirar la vista del mar. Había un tatami tejido en el piso, el cual no había sido tocado en años. Me paré sobre él. El piso se estremció y hubo un crujido estrenduoso. Caí…

…un metro, pero fue suficiente para asustarnos. Después de eso tuvimos más cuidado con lo que pisábamos.

La isla es diminuta, mide menos de dos kilómetros cuadrados, pero pierdes noción de ello mientras escalas los edificos deteriorados. Para tener una mejor vista del lugar, escalamos la torre de vigilancia principal, una aventura precaria porque el acceso estaba cubierto de plantas y el lugar no era muy estable. Nunca se nos ocurrió la posibilidad de que el pescador no regresara. Estábamos más preocupados por las dos horas que teníamos para ver la isla, algo que mi amiga decidió de forma arbitraria cuando nos dieron luz verde con el transporte. Había suficientes cosas para mantenernos ocupados durante todo el día, así que pasamos las dos horas corriendo como locos, conscientes de que esta sería una experiencia única en la vida, y que el tiempo se agotaba demasiado rápido para poder absorberlo todo…

Hace unos días reabrieron el lugar al público.