Coronavirus

La importancia de una casa: romantizar la cuarentena es un privilegio de clase

Las casas en las que hay menos metros y menos luz son también en las que más miedo hay. Por el padre que sigue teniendo que coger la Renfe para ir a currar y por la cifra que marcará el cajero cuando esto pase.
PANCARTA
Imagen vía Twitter arturoayala_4. Montaje por VICE

Hoy Rafael van der Vaart colgaba un vídeo en Twitter donde nos enseñaba cómo está pasando la cuarentena: dándole toques con la cabeza a un balón en su piscina climatizada. Ayer Jesé hizo lo propio con la suya. Nos animaba a seguir entrenando y nos instaba a no olvidar que no estamos de vacaciones. En su vídeo aparecía corriendo por un jardín más grande que mi casa, que a su vez es probablemente más grande que la casa de muchos españoles.

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En otra situación ver a dos futbolistas en sus entornos naturales -aviones privados con asientos de cuero color crema, casoplones con encimeras de mármol decorados con un gusto cuanto menos cuestionable- no habría generado este revuelo. Que los futbolistas, como tantos otros profesionales y no tan profesionales de distintos ámbitos pueden enterrarnos en pasta si les apetece era algo que ya sabíamos.

Pero esta cuarentena nos está haciendo darnos cuenta, entre otras cosas, de que las clases sociales además de existir, importan; que no es lo mismo pasarla en mansiones de lujo con enormes jardines que en minúsculos pisos de protección oficial donde las ventanas son tan pequeñas que por ellas apenas entra luz. Que hay quien la pasa en la calle. "Romantizar la cuarentena es un privilegio de clase" decía un viralizado cartel que pendía de un balcón estos días. Y lo es.

Es paradójico que precisamente cuando nos vemos obligados a aislarnos sea cuando nos damos cuenta de que lo que dice el meme es cierto: VIVIMOS EN UNA SOCIEDAD. En una sociedad liberal y capitalista, concretamente. Y nos damos cuenta porque la calle nos iguala. Cuando cerramos a nuestra espalda la puerta de casa parecemos, mal que bien, todos iguales. Hacemos más o menos las mismas cosas, llevamos más o menos la misma ropa, hablamos de más o menos las mismas series de mierda y nuestra vida es, más o menos, una concatenación de hacer tupers e ir al curro e ir al curro y hacer tupers.

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Pero las videollamadas y los Stories, las publicaciones de la encerrona nos están haciendo ser quizá más conscientes que nunca desde hace tiempo de la importancia de una casa. De cómo las diferencias de clase quedan patentes en la luz que entra en ellas, en lo llenos que están los estantes de neveras y bibliotecas, en sus metros cuadrados, en la decoración de sus paredes e incluso en las vajillas de los cajones. La clase obrera es duralex marrón y cuchillos y tenedores desparejados de alguna promoción de supermercado, pero hay quien tiene incluso cucharas específicas para el café.

Desde que nací hace 28 años y hasta el día de hoy he vivido en 13 casas. 12 mudanzas, cada una de ellas por una razón distinta. He tenido cuartos con balcón y chalés con patio y he compartido habitación con mi hermano y mis padres cuando, tras su divorcio, tuvimos que aprender a vivir separados y con la mitad. Pero nunca había pensado tanto como hasta ahora en la importancia de una casa, de un hogar, y en que ni lo alineada que está nuestra dentadura ni nuestra manera de hablar o vestir refleja tanto de dónde venimos y qué somos.

Hace ya una semana que me puse en cuarentena en mi piso compartido de Malasaña, que tiene dos baños y unas habitaciones considerablemente grandes con ventanas aún más considerablemente grandes. Y desde entonces no he parado de pensar en mi familia y en mis amigos, en si están bien o no y, muy a menudo, en sus casas. Pienso en mi madre y su bajo interior, me imagino a mi padre echándose cigarros en el balcón y hablando con la vecina de enfrente y a mi abuelo en su corral lleno de flores cagándose "en Dios y en todos los santos en hilera" porque le hayan cerrado el hogar del jubilado. Pienso en Cynthia, que convive con su pareja en un piso minúsculo por 800 euros y en mi prima Marta y en Sara, que tienen una terraza casi más grande que su piso.

El domingo un amigo me mandó una foto en la que aparecían él y su hermana en el jardín con piscina de su casa familiar en el norte de Madrid, haciendo deporte sobre dos esterillas extendidas. Y me acordé del Hangouts que había hecho diez minutos antes con otros amigos para hacer cardio y de Cynthia en su salón, que da a una corrala y es de esos en los que apenas tienes espacio para hacer una plancha de abdominales entre el sofá y la mesa. Se la pillaron plegable para poder ver la tele, que solo podían colocar justo detrás. Me acordé también de cuando en 2008 despidieron a su padre del bar en el que curraba. Y del día que me dijo, con 18 años, que se había preocupado más por el dinero de lo que se preocuparía mucha gente en toda su vida. Y era verdad.

En esta cuarentena nos estamos dando cuenta de la importancia de una casa, de un hogar, por la diferencia que supone pasar un mes encerrado en 40 metros a hacerlo en 100. Nos estamos haciendo conscientes de hasta qué punto nos marcan y a la vez reflejan lo que somos las paredes entre las que vivimos. Y estamos empezando a reparar, también, en que hay una relación inversamente proporcional entre la luz, los metros y el miedo estos días. A casas con menos metros y menos luz, más miedo. Miedo por el padre que tiene que seguir cogiendo la Renfe para ir a la fábrica. Miedo por la cifra que marcará la aplicación del banco cuando todo esto pase.

Sigue a Ana Iris Simón en @anairissimon.

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