Barbería Nueva York: Un portal a otra época
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crónica

Barbería Nueva York: Un portal a otra época

Fundada en 1930, New York es una de las barberías más longevas y con más tradición de la Ciudad de México; un lugar donde el tiempo no pasa, pese a todos los cambios que la capital y sus habitantes han sufrido.
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fotografías de Ana Hop

Esta nota es presentada por Nivea for Men

Es cualidad del interior de los edificios de paredes gruesas: parece que uno entró a una dimensión distinta. El clima es más fresco, el aire un látigo frío en los pulmones y los colores están subidos de contraste. Sin duda les ha pasado, ese tránsito, nomás cruzar la puerta, a otro dominio; como entrar a un paisaje retocado por un filtro fotogénico. Edificios de paredes gruesas y, sobretodo, viejas. Ahí dentro el tiempo también pasa de otra manera.

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Cerca del cuadrante especializado en ajuares de novia y quinceañera, una calle arriba de Donceles, entre una papelería apenas abastecida y un local de impresos, existe uno de estos portales a una dimensión paralela. La peluquería no precisa anuncio porque exhibe los inconfundibles cilindros azul, rojo y blanco. En una de las puertas cuelga la pizarra negra con el tarifario y el nombre del lugar: Peluquería Nueva York. Tras las paredes gruesas pintadas de azul cielo y manoseadas por el bullicio del centro de la ciudad, usted accede a un establecimiento que lleva realizando la misma función desde hace 88 años. En 1930, cuando el tranvía pasaba por todas las calles aledañas menos por República de Cuba, ya había ahí un negocio dedicado al recorte de melenas y el estilizado de vello facial. Pase usted.

Las sillas de barbero, en esta anónima tarde entre semana, están desocupadas. Las cuatro y cuarto p.m. es una hora ingrata. La modorra digestiva da al saludo casi un tono hosco y renuencia a los movimientos. Ya acostumbradas las pupilas al cambio de luz, el espacio es engañoso. Los espejos que recubren las tres paredes ensanchan el local, lo multiplican –¿eran tres o seis o doce las sillas rojas? El retrato del dueño original y alguna otra fotografía enmarcada acumula una morriña que se confunde con el polvo. Los instrumentos del oficio –en el gratificante desorden de lo que está en uso– pueblan las repisas alargadas. Es evidente que nada es ocioso: aquí se corta el pelo, se ajustan patillas indóciles, se le regresa dignidad al bigote. Aparte del bullicio externo nada se escucha más que las voces agudas de la televisión encendida en una esquina.

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En la ciudad abundan las peluquerías. No falta oferta en las colonias. Haga el cálculo y descubrirá que encuentra una sin haber cruzado más que unas cuantas cuadras. Peluquería, como designación genérica, incluye muchas especialidades. Están las que atienden casi exclusivamente a mujeres, o las que prefieren intercalar algún tratamiento cuticular con el estilizado del pelaje. Las que cortan con premura al transeúnte apresurado. También está esa otra variante que pareció haberse ausentado –si no se fue, por lo menos cedió protagonismo en especial en los noventa– y ahora ha vuelto con impulso recio: la que privilegia el corte y poda de bigote, patilla y barba.
Estas barberías de última generación suelen equiparse en imitación de alguna antigüedad inalcanzable. Quieren, a fuerza de cuero, madera entintada y pomadas con perfume al estilo siglo XIX, evocar ese ideario masculino y europeo de acicalamiento personal. Quieren, en otras palabras, ser de hace ochenta años. Y logran, merced a una utilería específica, al uso bien consciente del neón y la pieza de antigüedad, transmitir alguna sensación en ese tono. Pero, y este es el interés mayor de cualquier excursión a la peluquería con navajas rectas y aftershave: ¿qué produce esta tensión entre la novedad y lo antiguo?, ¿qué queda del encontronazo entre un oficio de hace décadas y la profusión ultramoderna de parafernalia barberista? En la Peluquería Nueva York, me parece, hay una respuesta.

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El maestro Julio –custodio, emblema y veterano del negocio– no está hoy en el local. Más tarde, cuando se asoma uno de los clientes regulares –pantalón de vestir, frente amplia, bigote que sugiere servicio público o burocracia privada– le informan que está enfermo. No pregunto qué tiene por pudor. Como todo, este portal de un tiempo antiguo da pudor: como si cualquier pregunta fuera a quebrar el equilibrio, como si un gesto de entusiasmo desmedido diera lugar a la clausura, traspaso y refundación como una Barbería de Barrio. Da pudor.

Quizá equivoqué la solicitud. Para medir las habilidades debí haber pedido un mandala en el moflete y una patilla calcada del animé. Elegí, sin embargo, rasurada completa. El preparativo venía acompañado de explicación sucinta del proceso. Explicación no pedida acusación manifiesta, dice el dicho. Y en este caso, más que acusación, lo manifiesto es el compromiso con un oficio, la silenciosa práctica de una actividad que ya no les pertenece solo a ellos, que comparten con la modernidad y que eventualmente los engullirá. Ahora viene la toalla caliente, me dicen. Y aquí, un detalle desdeñable salvo para quienes pretendan entender la respuesta que oculta esta peluquería: la toalla no es parte de un juego de toallas blancas, compradas en paquete. Extremadamente caliente, casi retadora, me envuelve una toalla amarilla.

La Peluquería Nueva York es producto de su entorno y persiste pese a las sacudidas telúricas de la gentrificación. Dicho de otra manera: aquí la experiencia no es entrecomillada, no es la “experiencia” del turista o del local que quiere simular tratos de antaño. Dicho de otra manera: la Peluquería Nueva York es un portal al tiempo más real de todos. Dicho de otra manera: es un portal a un sitio con carencias, con presupuestos limitados. Dicho de otra manera: aquí las toallas son de colores varios sin ironía. Sin duda les ha pasado, hallarse en un sitio que sirve de modelo pero que, sin embargo, parece menos logrado que la copia. Dicho de otra manera: La Nueva York es una peluquería de costumbre.

Todo el proceso de rasurado fue supervisado desde la altura de un mueble por tres figuras de lladró. O de cerámica blanca, tres mujeres, musas griegas o alguna interpretación manierista del campo que ya no se ve en ningún sitio en este código postal. Un último detalle, muy obvio, que enmarca a la Peluquería Nueva York como la joya antigua incrustada en un edificio de paredes gruesas: por un servicio esmerado y detallado, sin grandes exageraciones, usted desembolsará setenta pesos moneda nacional. El tiempo ahí dentro pasa distinto.