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Marca España

Ricardo Darín y las burbujas: ¿el peor anuncio del mundo?

Familia, amor, felicidad, emoción y un infinito conglomerado de tópicos.

Hace años que esa costumbre de generar expectativas con los anuncios ha dejado de importar. El “mítico” anuncio de verano de Estrella Damm solamente lo deben estar esperando los publicistas que cobran por hacerlo. Lo mismo pasa con el de la Lotería de Navidad y el de los cavas catalanes (o ya no tan catalanes).

Aun así, Freixenet sigue en ese intento de consolidar la mística alrededor de “EL ANUNCIO DE NAVIDAD DE FREIXENET”, presentándolo como un gran acontecimiento que debe comprimir todos los conceptos positivos de la Navidad: familia, amor, felicidad, emoción y un infinito conglomerado de tópicos que se antojan indigeribles.

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Han intentado que las “populares” burbujas de Freixenet —esas chicas vestidas con bañadores de oro— sean un símbolo para la marca pero en este último anuncio, el de 2017, estas extrañas criaturillas se han visto absolutamente relegadas a un segundo —o tercer, incluso cuarto— plano. Y es que en el nuevo anuncio ya casi ni salen (solo las podemos ver al principio y al final del anuncio), quizás porque la compañía ha visto que quizás no sea el mejor siglo para seguir objetizando el cuerpo de las mujeres.

El anuncio de este año es sencillo y se aleja de los lienzos coloridos de otros años, mostrándonos una cena familiar en la que un nuevo invitado —el reciente novio de la hija pequeña de la familia— se ve obligado a hacer un discurso antes de brindar.

El discurso, previéndose insulso, recibe el inesperado apoyo léxico y emocional de Ricardo Darín, quien penetra en el cuerpo del joven en una especie de posesión espiritual. En ese momento el argentino blande su magistral arte de vender sentimientos totalmente vacuos, en una especie de metáfora del propio anuncio.


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El actor empieza a vender humo mediante el uso de los sentimientos más baratos que podía encontrar en el mercadillo de las emociones (“me han tratado como un hijo más”), repartiendo ternura y diversión —esos chistes que no falten— a partes iguales. Incluso aparece un perro haciendo el tonto, cosa que siempre hace gracia.

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Se podría esperar algo mejor del discurso, de ese momento en el que un pequeño catalán —o lo que sea— necesita la labia y los sentimientos de un argentino para salir del paso. Freixenet podría habernos sorprendido con un parlamento digno de Un cuento de Navidad de Arnaud Desplechin o Celebración de Thomas Vinterberg, en los que las cenas familiares se inundan de terribles secretos y valientes verdades. Pero no, el tipo sale con las mierdas de siempre. Es la banalización de las celebraciones, el cliché, la apatía de la felicidad fingida.

De hecho esto es lo que es el cava: fingir que se celebra algo mientras el mundo se destruye a nuestro alrededor.

Pero no importa. El anuncio está teñido por completo de grandes mentiras.

Si nos fijamos, la mesa de los comensales está impoluta, con unas servilletas y un mantel totalmente blancos. Es como se nadie hubiera manchado absolutamente nada durante la cena. ¿Qué cena? Básicamente no hay manchas ni restos de migas porque esta noche nadie ha comido. Es todo una farsa, una ejercicio de teatro.

Nos encontramos de nuevo con esa “negra honra” de El lazarillo de Tormes, ese honor falso de la nobleza que se pretende rica pero no puede permitirse ni un mendrugo de pan para comer. Esa nobleza que, por fingirse de alta clase, se gasta sus pocas monedas de bronce en un cava que le otorga un supuesto nivel social. Fijaros en esas esculturas que adornan la casa —abstractas, frías, herméticas—, no son nada más que un intento desesperado de otorgar cierto nivel económico y cultural a esa familia.

Mirad, la casa está vacía, esta peña se ha tenido que vender la mitad de los muebles. De hecho, hacia el final del metraje, cuando Michelle Jenner y el argentino se alejan, vemos un pasillo totalmente desahuciado, la completa nada, la negrura más profunda.

Esta gran bola de hipocresía se vertebra perfectamente con la principal cualidad de los anuncios de Freixenet, son una celebración de la nada. Esas burbujas hace años que bailan solas y que nadie las mira y puede que este anuncio sea el primer atisbo de que la marca de cava ha empezado a entenderlo.