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El número de las estafas

El rey de los carteristas

El Caracol es una leyenda viviente entre los delincuentes de Juárez, México.

José, alias "el Caracol", alias "el rey de los carteristas", delante del comedor social en el que trabaja actualmente.

El Caracol es el mejor carterista de Ciudad Juárez. Ha sustraído sigilosamente carteras y dinero a políticos en Sonora, policías federales en Durango y policías de paisano en Mexicali encargados de su arresto. Si la mitad de las historias son reales, es el mejor que hay en México, pero es difícil decirlo con seguridad. En el mundo de la pequeña delincuencia no hay forma de cuantificar logros y hazañas, no existe un Salón de la Fama de los Carteristas, pero si tenemos que creerle, hubo una época en que la policía respetaba tanto al Caracol que le dejaba practicar su oficio sin molestarle.

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Supe del Caracol cuando empecé a interesarme por los carteristas: sus historias, su ética, su arte de robar sin ejercer la violencia. Pregunté a gente con vínculos con el mundo criminal con quién tendría que hablar y todo el mundo, desde antiguos policías de barrio a vendedores callejeros de DVDs pirateados, me dijeron que tenía que encontrar al Caracol, a quien se referían como “el rey de los carteristas”.

Le seguí la pista y descubrí que el Caracol, un hombre de piel oscura de unos cincuenta y tantos años, se había retirado y regentaba ahora un comedor de beneficencia en la frontera de El Paso. Sigue recibiendo regalos de viejos amigos -tanto policías como hampones- y siempre tiene a un puñado de aduladores a su alrededor con ganas de estar hombro con hombro con la grandeza y recibir algunos trucos y consejos. No hace mucho conduje una tarde hacia el comedor para conocerle.

Nos sentamos ante una larga mesa de plástico, el único mobilia­rioque había en el comedor. El lugar sale adelante a duras penas gracias a donaciones y a lo que pueden rescatar de las basuras, y la pobreza está presente en todas partes; huele a comida rancia y la puerta principal se cae de vieja. En invierno la tapan con mantas para que no entre el frío. Mientras el Caracol hablaba conmigo, un puñado de hombres que se sentaban a la mesa se acercó con cautela a escuchar de tapadillo.

El Caracol se llama realmente José (habló conmigo con la condición de que omitiera su apellido). El apodo lo recibió por su padre, otro ladrón de pelo rizado con un mechón parecido a un montón de caracoles. José heredó el peinado de su viejo y su talento para sustraer hábilmente objetos de valor de las carteras y bolsos de la gente.

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José me contó que empezó a robar a mediados de los años 70, siendo él un adolescente, a menudo trabajando en equipo. “A veces trabajábamos solos, en parejas o en ocasiones siendo cuatro, dependiendo del trabajo que se tuviera que hacer”, me explicó. “Uno de nosotros hacía de distracción, la persona que estratégicamente embauca [al objetivo]. Otra persona era la sombra, el que está a cargo de tapar la operación para que la policía no se percate. Otra era la que se encargaba de la acción directa, de robar. Y la que quedaba hacía de apoyo del grupo y de la operación”.

Me contó que en un día podía robar hasta 10.000 pesos (unos 560 euros), pero que no empleaba el dinero en celebrar sus éxitos: botellas de whisky o artículos electrónicos también podían robarse con facilidad y, cuando tienes las manos rápidas, prácticamente todo es gratis. En aquellas ocasiones en que le sorprendían con las manos en la masa, José devolvía el dinero o los bienes a su víctima y huía antes de que se presentara la policía.

No hay honor entre ladrones, no al menos entre aquellos con los que él trabajaba. De tener la oportunidad, José se embolsaba más de la mitad de la parte que le correspondía y después dividía el resto entre sus compañeros a la hora de repartir. “No existe la honestidad entre nosotros”, dijo. “Nos engañamos unos a otros, y por eso nos peleamos y nos matamos”.

José muestra el contenido de su cartera, que guarda bien asegurada en el bolsillo posterior derecho de sus pantalones.

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Un grupo de curiosos, Caracoles en ciernes, se nos aproxi­mó mientras José rememoraba sus historias. Les dijo que se largaran, pero uno de ellos le pidió que contara la “historia de los cuatro botones”.

José se rió un poquito. “Una vez, en una estación de autobu­ses, tuve que abrir el abrigo de un hombre, meter la mano por debajo del abrigo hasta llegar al jersey, desabotonar los cuatro botones de su bolsillo y sacar el dinero”. Me contó que, por supuesto, se marchó con el dinero. En todas sus historias sale siempre de rositas.

En otra ocasión le detuvieron por, al parecer, robar la pistola de un capitán de la policía de Juárez. El agente le preguntó cómo lo había hecho. “Le dije, ‘No se lo puedo decir’. Entonces intentó esposarme. Yo me escabullí, y tenía su cartera en la mano. Le dije, ‘Comandante, aquí está su cartera. Así es como lo hacemos, no hay forma de que se lo pueda explicar’”.

José siempre tuvo una relación simbiótica con la policía. Le arrestaban de vez en cuando -ha perdido la cuenta de las veces que ha estado en la cárcel- pero cuando llegaron a conocerle pudo comprar su libertad a cambio de una pulsera de oro o un reloj. La policía local es probable que estuviera más preocupada por la astronómica tasa de asesinatos en Ciudad Juárez, las violentas guerras entre cárteles de la droga y la epidemia de secuestros que por la pequeña delincuencia.

Juárez había sido la base de operaciones de José, pero había viajado trabajando por todo México. Los ladrones que no son capturados tienden a moverse mucho.

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“Nos íbamos desde aquí hasta Chihuahua, nos quedába­mos por allí dos días, de ahí a Durango y de allí a Mazatlán, y de Mazatlán a Guadalajara”, dijo. “Entonces nos íbamos a Mexicali, donde nos quedábamos una semana, ganando nuestro buen dinero robando pasaportes”.

La esposa de José le acompañaba en estos viajes. También era ladrona; entraban en las tiendas y robaban, escondiéndose ella los artículos debajo de la falda. Una vez estaban en plena ronda en Mexicali cuando se fijaron en que un hombre joven les estaba siguiendo. Cuando se montó con ellos en un autobús público, José sugirió a su esposa robarle la cartera para ver si era un policía.

José y su grupo se pusieron en posición. Hicieron como que iban a robar a otro pasajero, y cuando el agente se movió para atraparlos, José le quitó la cartera a él. “Pobre poli. Estaba confundido, esperando a que hiciéramos algo, pero ya le te­níamos a él y ni se dio cuenta. Hizo ademán de levantarse y sacar su placa, pero ya no estaba allí. Se marchó a toda prisa del autobús, avergonzado”.

El talento de José le hizo un hombre rico. Poseía propieda­des en Juárez y contrató sirvientes para que atendieran todas sus necesidades, pero no era feliz. Se convirtió en adicto a las drogas y era susceptible de sufrir arranques violentos, durante los cuales trataba de apuñalar a su esposa con “cualquier cosa que tuviera a mano. Tenedores, cuchillos, lápices. Pobre mujer, pero es que mi vida era un desorden”, me dijo, mirándose los zapatos como un niño arrepentido.

A finales de los 80 tocó fondo. “Un día ella me abandonó, y yo lo perdí todo: mi mujer, mis dos casas y mi hija. Acabé durmiendo en las calles, no tenía fuerzas ni para volver a robar carteras. Vivía a base de drogas; heroína, para ser concreto”. José vivió en las calles cerca de una década, hasta que conoció al sacerdote que posee el comedor de beneficencia local. “Me salvó la vida”, dijo José. “Él me dio a Jesús”.

Ahora José está reformado. Un delincuente legendario que encontró al Señor, como en una historia con moraleja sacada directamente de un sermón dominical sobre el perdón de Dios. Lo cual no quiere decir que en los ojos de José no asome cierto brillo cuando habla de los viejos y malos tiempos.

“¿Te he contado que le quité la cartera a un concejal en un mitin político, junto a las de otras diez personas que también estaban allí? Es más fácil cuando hay mucha gente alrededor. El concejal solo llevaba un billete de 50 pesos, varias tarjetas de crédito y documentos de identidad. ¡Tanto trabajo para nada! Me acerqué a él y le dije, ‘¿Esto es suyo?’. Dijo que sí, y le respondí, ‘Hágame el favor de llevar más dinero encima’. Él no contestó nada”.