Arte de Michelle Thompson
Arte por Michelle Thompson. 

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Un año del #MeToo dejó exhaustas a las mujeres; y renovó nuestra esperanza colectiva

Si no podemos nombrar nuestra opresión —​si no podemos articular la violencia que ha sido efectuada en nosotras—​ va a ser imposible luchar contra ella, o prevenir que suceda de nuevo. ​

Artículo publicado originalmente por Broadly Estados Unidos.

La semana pasada, Bloomberg publicó una estadística extraña. Según sus cuentas, al menos 452 personas —casi todos hombres— habían sido acusadas de conducta sexual inapropiada desde la publicación de las denuncias de agresión sexual y violación en contra de Harvey Weinstein en The New York Times hace un año. Bloomberg se refirió a la cifra como "conservadora", aclarando que solo hace referencia a las acusaciones descritas en los medios de comunicación en contra de personas "prominentes" (su análisis se basa en los titulares de noticias que reportan a las personas acusadas). Lo que es más interesante es que el cálculo—acompañado por gráficos en el reporte de Bloomberg que muestra la popularidad del hashtag “#MeToo” y la frecuencia de las historias de agresiones sexuales en los últimos 12 meses (ignorando los orígenes previos del movimiento, cuando fue iniciado por Tarana Burke en 2006)— refleja un entendimiento preciso de los eventos del año pasado. A la vista de Bloomberg, el movimiento #MeToo que ha expuesto números masivos de agresión sexual y acusaciones de hostigamiento puede ser visto como una tendencia cuantificable, capaz de ser capturada como un grupo de datos y documentada en un cuadro de puntuación del poder masculino perdido.

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El enfoque en los una vez invulnerables hombres derribados dentro de industrias de grandes cheques por la ventilación pública de su propio comportamiento—crea una historia atractiva y convincente: esa de la dramática caída del pedestal de los hombres. Para los sobrevivientes de violencia sexual, este año que ha pasado ha significado algo muy diferente. En el despertar de las denuncias a Weinstein, muchos de esos sobrevivientes, quienes son abrumadoramente mujeres, sintieron una licencia renovada y una urgencia para discutir sus propias experiencias de acoso sexual, agresión sexual, y violaciones, al servicio de cambio social positivo.

Yo presencié íntimamente las ansias de las mujeres de contar sus propias historias el pasado octubre, cuando creé una hoja de cálculo de Google que titulé “Shitty Media Men” y la puse disponible para que las mujeres en mi industria pudieran documentar anónimamente sus experiencias de violaciones, agresiones, y acoso. El documento provocó controversia, y eventualmente fui obligada a hacer pública mi identidad en un ensayo para The Cut, por amenaza de doxxing.

Esto es lo que pasa cuando uno escucha una gran cantidad de historias sobre agresión sexual: los traumas de otras personas se convierten en los de uno.

Mientras el movimiento del #MeToo llevó a ajuste de cuentas en varias industrias de alto perfil, como lo indica la historia de Bloomberg, también resonó en trabajadores de cuello azul que no son objetos típicos de la atención mediática, incluyendo en las plantas de la Compañía Ford Motor en Chicago, donde las trabajadoras encendieron las alarmas acerca de conducta dominante inadecuada, y los trabajadores de comida rápida en los restaurantes de McDonald’s de todo el país entraron en paro exigiendo un fin a las agresiones sexuales a las que se enfrentan.

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Esto no ha sido precisamente fácil para las muchas personas que han decidido declarar, ni para quienes soportaron en privado el ciclo noticioso constante arraigado en la violación y acoso y agresión sexual. El exceso de historias de agresiones y los traumas relatados ha causado sobrecargas tanto en los recursos de los sobrevivientes como en las energías de los partidarios. "Básicamente tuve un vídeo de mi violación reproduciéndose repetidamente en mi cabeza durante todo el año que pasó", me dijo una amiga, haciendo eco a un sentimiento que he escuchado de parte de muchos sobrevivientes tanto en mi vida personal como en mi trabajo de reportera. "Esa parte no se siente fortalecedora. Se siente opresiva". A lo largo del año que pasó, la Línea Directa Nacional para Agresiones Sexuales, una línea telefónica de crisis para los sobrevivientes de violencia sexual, ha visto un incremento del 30 por ciento en las llamadas. La línea directa tuvo el día más ocupado en sus 24 años de historia el 28 de septiembre, el día después del testimonio de la Dra. Christine Blasey Ford ante el Comité Judicial del Senado.

Para muchos que trabajan como organizadores, activistas, proveedores de recursos para las víctimas, o comentadores públicos, el enfoque público continuo en los testimonios de agresión sexual ha sido en ocasiones irritante, re-traumatizante, y si no, difícil de soportar. Cuando hablé con una cantidad de activistas públicas feministas, escritoras, y voces del #MeToo por teléfono este fin de semana, una palabra que siempre utilizaron fue "exhausta". Estaban exhaustas, me dijeron, por la continúa incredulidad sexista hacia los sobrevivientes, y la indiferencia de los hombres poderosos hacia el dolor de los sobrevivientes. Pero sobre todo, estaban exhaustas del calvario de escuchar a las historias de sobrevivientes: escuchar y pensar sobre agresión sexual constantemente por un año. Muchas de las mujeres con las que hablé eran sobrevivientes que habían reconocido incómodamente elementos de sus propias violaciones y agresiones en las historias, usualmente detalladas, que son compartidas con ellas por amigos y fuentes, o que leen en los medios. Esto es lo que pasa cuando uno escucha una gran cantidad de historias sobre agresión sexual: los traumas de otras personas se convierten en los de uno.

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Jessica Valenti, la autora y fundadora del sitio mediático feminista, Feministing, me dijo que está lidiando con el bombardeo de historias de agresión sexual cultivando una especie de insensibilidad selectiva. "Es una sobrecarga de dolor, y estoy en un punto en el que mi cerebro ha ejecutado este tipo de medida protectora para que yo sea capaz de sobrellevar el día". Dijo que el sentimiento le recordaba a la respuesta emocional que tuvo cuando dio a luz a su hija tres meses antes. "No estábamos seguros de que ella fuera a vivir. Desarrollé este intenso desprendimiento que después se convirtió en TEPT. Así es como me siento ahora".

Yo me puedo identificar con la insensibilidad auto-protectora de Valenti—en parte porque todo el sufrimiento que el movimiento #MeToo busca hacer relevante es simplemente demasiado grande para comprender. Mi mente llega al colapso intentando hacerme una idea de la amplitud de todo. Tomemos el número "conservador" de Bloomberg de 425 perpetradores ¿Cuántas víctimas hay ahí? No dicen ¿Cuántos son los momentos de humillación o miedo? ¿Cuánta vergüenza y ansiedad se han sentido? ¿Cuántos vídeos de flashbacks han sido reproducidos en la mente? ¿Cuánto tiempo y potencial perdidos? Uno no puede hacerse una idea de todo. Se siente muy devastador para siquiera intentarlo.

Cuando hablé con Soraya Chemaly, la crítica de medios y autora de Rage Becomes Her: The Power of Women’s Anger, me advirtió sobre el abatimiento. “El agotamiento es una herramienta", me dijo. "Ellos la usan para consumirnos, para desgastarnos". Ella hablaba de los senadores Republicanos que impulsaron a Brett Kavanaugh, perpetrador acusado de agresión sexual múltiples veces, a la Corte Suprema, pero pudo estar hablando de las fuerzas de la misoginia y la desigualdad a las que se enfrentan las mujeres en general.

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Arte por Rebekah Torres.

Creo que ella tiene razón: entre esos que promovemos la justicia, el agotamiento, la insensibilidad, y el deseo de protegernos del dolor puede llevar al colapso de la lucha, si las personas necesitan tomar la decisión de optar salirse. Puede ayudar a las fuerzas de la desigualdad a respaldarse y volverse más fuertes. Pero la alternativa para las feministas es soportar todo el agotamiento, el dolor, y la decepción de hacer este trabajo. Si hacemos eso, nos arriesgamos a hacer el trabajo de nuestros enemigos por ellos: podríamos destruirnos. Las activistas han advertido por mucho tiempo sobre el daño personal que su trabajo les causa, enfatizando en él, porque su trabajo usualmente requiere que se expongan a la brutalidad que ellas deberían proteger de síntomas de ansiedad y TEPT. Hay investigaciones que las respaldan: un estudio reciente de miembros sobrevivientes de ACT UP en Nueva York encontró que cerca del 20 por ciento de ellos experimentan síntomas recurrentes de TEPT. "Quisiera que las feministas tuvieran una forma estructurada —como una especie de tag team— para pasar la batuta periódicamente", dijo Chemaly "para cuidarnos nosotras mismas y evitar el desgaste o la desesperanza". Nos reímos, pero ella solo bromeaba en parte.

Chemaly destacó que el #MeToo tiene precedentes, que de hecho tiene lo que ella denominó una "genealogía del hashtag" de movimientos populares feministas en primera persona que buscan ayudar a mitigar las normas alrededor de la violencia sexual y el acoso sexual. Ella mencionó el #YesAllWomen de 2014, una campaña viral que resaltó la prevalencia del acoso y la agresión sexual, y el #NotOkay, el hashtag que surgió en 2016 después de la publicación de la cinta de Donald Trump en Access Hollywood, en la que el entonces candidato puede ser escuchado jactándose sobre la agresión sexual

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La lucha, me recordó Chemaly, es antigua, y otras feministas con las que hablé también señalaron que #MeToo es parte de una tradición mucho más larga, y que este sentimiento de agotamiento que muchas feministas están sintiendo es tan viejo como el feminismo organizado en sí mismo. Las mujeres han estado contando historias de agresión y malas conductas por mucho tiempo, de formas diferentes y en ámbitos diferentes por décadas, recontando nuestros traumas en público una y otra vez: el drama de las mujeres que enfrentan violencia de parte de los hombres hizo parte de la conversación pública en el movimiento sufragista, en el movimiento por la templanza, y en las discusiones del siglo XIX sobre las introducciones de las mujeres en los empleos industriales en lugares como las fábricas de Lowell.

Mariame Kaba, la educadora y organizadora cuyo grupo de defensa sin ánimo de lucro, Survived and Punished, trabaja para liberar víctimas encarceladas de violencia sexual y doméstica, comparó la utilización de los testimonios en primera persona de las mujeres del #MeToo con la “autoconciencia feminista”, una táctica organizadora que se creó en la segunda ola del movimiento feminista a finales de los 60 y comienzos de los 70. La autoconciencia feminista consistía en grupos personales de mujeres que se encontraban en cocinas, cafeterías, y salones de universidades para discutir el impacto del sexismo en sus propias vidas. El objetivo era detectar coincidencias y patrones entre las experiencias de las mujeres, y, como el nombre sugiere, "generar conciencia", lo que significa, idear la aplicación de ideas feministas en sus propias vidas cotidianas. Los grupos más grandes se esfumaron a mediados de los 70, pero la tradición de hablar sobre la vida de uno como una forma de progresar colectivamente perduró, como es muy visible en las campañas de redes sociales como #MeToo.

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La autoconciencia feminista y tácticas similares también han frustrado siempre a las feministas. "Incluso en la época de la segunda ola, se dieron cuenta de que la autoconciencia feminista no era suficiente", me dijo Kaba. Hablar de los problemas que el sexismo provocaba en sus vidas e identificar estos problemas como sexistas, hizo a las mujeres sentirse mejor, les dio fuerza, comunidad, y el conocimiento de que no estaban solas. Pero no cambió sus circunstancias vividas, ni evitó los mismos prejuicios vigentes y las desigualdades que las afectaban en un futuro sufrimiento; era terapéutico, me dijo Kaba, pero no era lo mismo que una organización política. La filósofa bell hooks resumió las protestas de esta forma: "la autoconciencia feminista no ha impulsado significativamente a las mujeres en dirección a políticas revolucionarias".

En una conferencia académica llamada “Me Too and Epistemic Injustice” a la que atendí en el CUNY Graduate Center el fin de semana pasado, la profesora de filosofía del CUNY, Miranda Fricker lo planteó de esta manera: #MeToo, dice, ha cambiado lo que ella denomina el "clima de credibilidad": el movimiento ha creado avenidas para que las víctimas de violencia sexual tengan credibilidad, tanto de parte de instituciones responsables de investigar las denuncias y de la gente a su alrededor, Pero incluso cuando las denuncias son tomadas en serio o probadas en este nuevo clima de credibilidad, el conocimiento resultante —que la persona acusada ha cometido una agresión sexual, que la persona que acusa fue víctima de ello—no es visto como una razón para acciones correctivas y rehabilitadoras de parte de esos en el poder. Básicamente, Fricker afirma que #MeToo implica que se les está creyendo a más sobrevivientes cuando deciden declarar con denuncias de acoso y agresión sexual. Eso no significa que la gente o las instituciones a las que declaran estén haciendo al respecto.

La brecha entre la emotividad de los testimonios de las mujeres y el fracaso de esos testimonios para crear un cambio en sus circunstancias vividas ha sido una de las cosas más mordaces que #MeToo nos ha obligado a confrontar. Las mujeres pueden contar todas nuestras historias de agresión, violación, y acoso que queramos. No va a importar si esos en el poder no quieren que importe. No me sentía de esta forma al comienzo del movimiento, cuando parecía que los hombres poderosos estaban perdiendo su prestigio y su reputación bajo la fuerza de los testimonios de las mujeres. No se sintió exactamente bien ver a estos hombres castigados, pero se sintió bien ver que las voces de las mujeres importaban, que se les daba crédito a sus testimonios, y que sus experiencias merecían consecuencias. Pero con el paso de un año, cuando se lanzaron las réplicas predecibles de los predadores, fueron escasas y aisladas las consecuencias legales, y se publicaron los ensayos auto-compasivos de los predadores —cuando un acusado que se sabe que fue acusado múltiples veces de agresión sexual se sienta en la Casa Blanca y otro es recompensado con un asiento en la Corte Suprema— es difícil no sentirse abatida, difícil no sentir que el hecho de que las mujeres estén contando nuestras historias ha fallado al producir el cambio que esperábamos que produjera.

Si las mujeres no hablaran sobre nuestros problemas, no tendríamos refugios para la violencia doméstica, clases de auto-defensa personal para las mujeres, penalización de la violación marital, prohibición legal del acoso sexual en el sitio de trabajo, ni conocimientos popular de las violaciones en citas, la culpa a las víctimas, ni de las difamaciones de prostitutas.

El efecto visible no está en las estructuras del patriarcado, que permanece intacto, ni tampoco en la distribución del poder político, económico, y social, que sigue desproporcionadamente en manos de los hombres. El efecto más visible es que nosotras —feministas, mujeres, y personas que han experimentado violencia sexual— estamos todas muy cansadas. Tal vez es contradictorio decir que las feministas con las que hablé me dieron todas una gran cantidad de esperanza para el futuro de #MeToo y del movimiento feminista más amplio. Todas ellas estaban enojadas, abrumadas por la pena que han soportado los sobrevivientes de agresión sexual, asustadas de un futuro en el que los derechos de las mujeres serán todavía más reducidos, y sí, exhaustas. También estaban determinadas, más alertas a los retos que enfrenta el movimiento, y más desafiantes y tenaces frente a ellos.

Es útil recordar que incluso la autoconciencia feminista no es suficiente para el cambio social, siempre es un prerrequisito. Si no podemos nombrar nuestra opresión —si no podemos articular la violencia que ha sido efectuada en nosotras— va a ser imposible luchar contra ella, o prevenir que suceda de nuevo. Si las mujeres no hablaran sobre nuestros problemas, no tendríamos refugios para la violencia doméstica, clases de auto-defensa personal para las mujeres, penalización de la violación marital, prohibición legal del acoso sexual en el sitio de trabajo, ni conocimientos popular de las violaciones en citas, la culpa a las víctimas, ni de las difamaciones de prostitutas.

En un punto de nuestra conversación, Kaba me dijo que esperaba que el movimiento ayude a las feministas a "colectivizar nuestro sufrimiento, y colectivizar nuestro cuidado", a convertirse en más alerta tanto de las formas en que esos a nuestro alrededor han herido, y más alertas de cómo podemos levantarnos entre nosotras. En la pena compartida del #MeToo y la demanda colectiva por cambio, esto ya está sucediendo.