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Casa del Migrante

En este lugar fluyen juntas todas las sangres que hay al sur de la frontera: deportados sin dinero, migrantes en tránsito, amenazados que buscan escapar por su vida.

Antes de cada comida, los habitantes del albergue dicen una plegaria.

Tienen todos los acentos del castellano y todos los motivos. Algunos de ellos vienen aquí a buscar refugio temporal, un punto de descanso en su camino a través del mapa. No traen dinero pero sí muchas historias. El padre Juan Luis Carvajal, quien dirige la Casa del Migrante en la ciudad de Guatemala, está dispuesto a escucharlas todas. Su postura al respecto es bastante clara: la migración es un derecho. Atacar la migración y el coyotaje es, según sus propias palabras, “dar de palos a la cola de la serpiente para tratar de matarla”, ignorando aquello que obligó a la gente a irse en primer lugar. “Existen causas estructurales, históricas, una violencia sistemática que ha maltratado, matado y expulsado a su gente”.

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Pedro espía desde su camarote en la Casa del Migrante. Un albergue gratuito para inmigrantes recién deportados, gente en tránsito hacia el norte y solicitantes de protección internacional.

De acuerdo con la Dirección General de Migración, en lo que va del 2014, más de 30 mil personas han sido deportadas de regreso a Guatemala por vía aérea. Uno de ellos es Honorio. Nos dice que tiene 21 años, pero la estatura y sus rasgos de niño no lo ayudan. Lleva los cabellos parados a la moda de los chicos de ciudad. Ante la falta de futuro en el campo salió de la de región de San Marcos en el oeste del país. Se fue a las fábricas de Chiapas, al sur de México, como trabajador itinerante. Tuvo sus primeros ahorros pero eso no era suficiente, y empezó a mirar mas hacia el norte. Él es un joven indígena sin estudios formales, que nunca trabajó la tierra y que dice no hablar mam, la lengua de su pueblo, en un país con un histórico racismo hacia sí mismo (mas del 80% de los 40 mil muertos en la guerra civil fueron de etnia maya). Nos cuenta que hace 20 años su padre cruzó la frontera. Ahora que su padre ya está viejo, él siente que llegó su turno de dirigirse hacia El Dorado. Ya es la segunda vez que lo deportan. ”Algunos de ellos, que son de clase baja-alta y sobreviven, dicen ‘no voy a volver a intentarlo’ pero también hay los de menos recursos que regresan, más aún cuando ya tienen el combo: tres oportunidades por un sólo pago (al coyote). Esto hace que haya mucha reincidencia” nos dice el padre Carvajal.

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Oscar cubre su cabeza en el comedor del albergue, imitando el gesto típico de los deportados cuando son bajados del avión de retorno.

Todas las historias se encuentran aquí, y se igualan en la soledad y la espera. Los albergados se adecuan a un horario fijo. Las luces en los cuartos se apagan a las nueve, tal vez muy temprano para muchos de ellos, y cuando a las seis y media de la mañana suena la música, varios ya llevan despiertos largo rato. Miran el techo de sus camarotes o tratan de bromear en voz baja. Óscar, en el camarote de abajo, despierta varias veces durante la de la noche. Siente que alguien lo mira desde la oscuridad. Tiene sólo 18 años y habla continuamente de su pareja e hijos aquí en Guatemala. Como muchos, está en el albergue esperando a recibir un dinero que le permita regresar para el norte. Las labores de limpieza se reparten entre todos, luego del desayuno cada cual va por su cuenta. Unos se quedan, otros van a migraciones o a recibir remesas. Un buen grupo pasa sus tiempos muertos alrededor de una mesa del patio, jugando cartas o simplemente hablando. Para los que están lejos de casa los amores distantes son un tema recurrente. Cuentan la historia de un deportado que alguien conoció en México. La esposa del hombre se quedó en los Estados Unidos con el negocio de ambos y le mandaba dinero siempre. Un día el deportado llamó a su mujer después de no saber de ella por días. Otro hombre que no era él levantó el auricular en la casa que solía compartir con ella. Todos bromean en la mesa, pero un ecuatoriano llamado José se pone intranquilo con la historia. Extraña también a su esposa e hijos, y es uno de los pocos habitantes del albergue que quiere ir al sur y no hacia el norte. Pareciera que las cosas que añora siempre implican ir en contra de la corriente. Había pasado ya más de un mes desde que él y otros dos pescadores (Juan y Agustín) partieron del puerto de Manta en Ecuador a bordo de una lancha pesquera. Cuando el motor del vehículo falló en altamar sin posibilidad de arreglo, ellos sabían que sólo les quedaba dejarse guiar por las corrientes marinas “nos poníamos en las manos de Dios” dice Juan. Comiendo pescado y tomando agua de lluvia, sobrevivieron dos semanas de incertidumbre hasta que una barca guatemalteca los rescató y llevó a tierra en Puerto Quetzal. Abandonaron su lancha en el Océano Pacífico y vinieron a quedar varados aquí con un estatus migratorio dudoso. Los tres son hombres curtidos y fuertes, valientes y calmados, pero hay nostalgias para las que el mar no los ha preparado, y parecen quebrarse un poco cuando recuerdan a sus familias. No pueden abandonar el país mientras no arreglen su situación migratoria, y deben pagar una multa que está fuera de su alcance. La embajada ecuatoriana les da salvoconductos, pero a medida que el tiempo avanza y la burocracia estatal se estanca como un mar en calma, estos van expirando uno tras otro. Llevaban ya dos semanas esperando.

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José y Juan esperan en las oficinas de migración en Ciudad de Guatemala. Ambos pescadores ecuatorianos fueron llevados por la corriente hasta Centroamérica cuando su lancha se averió. Luego de tres semanas en el mar fueron rescatados por una embarcación guatemalteca. Se les considera inmigrantes ilegales y no pueden regresar a su país. Llevan dos semanas esperando respuesta.

Un joven de expresión calmada los acompaña siempre a todos lados pero cuando llegamos a migraciones prefiere esperar en la puerta. Se llama David, y como es hondureño todos le dicen Catracho. Fue él quien les enseñó a los ecuatorianos a fabricar flores metálicas con latas de refresco vacías, y todos los días cubren algunos de sus gastos vendiendolas en el centro. Al igual que la mayoría, el también ha sido deportado, pero ya no quiere regresar a Estados Unidos. Está esperando a que sus amigos ecuatorianos regresen a casa y luego, ya sin nada que lo ate a este país, partirá a México a probar suerte. Tuvo que dejar el negocio de su madre ahí en Honduras porque los “impuestos de guerra” de las maras lo terminaron asfixiando. El impacto económico de la extorsión de las maras en la vida económica del país es tangible. A inicios del año pasado la cámara de comercio de Tegucigalpa emitió una alerta: sólo en los primeros meses del año 1,600 negocios habían cerrado a causa de las extorsiones, y con ello se perdían 15 mil puestos de trabajo. Honduras es también el país con la mayor tasa de homicidios en el mundo, que incluso llega a duplicarse en caso ciudades como San Pedro Sula.

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Cintia, una mujer amenazada por narcotraficantes locales, trabaja en un bordado y cubre su rostro con él para un retrato. Ella busca obtener refugio en el extranjero junto a su esposo e hijo.

Para el padre Carvajal la migración es una salida explicable cuando no se atacan los temas de fondo. “Muchos migrantes no saben que pueden acogerse a la figura del refugio. Los agentes fronterizos no saben reconocer el perfil de los solicitantes de protección internacional. Ponen la ley por encima de la protección del individuo”. Según la Declaración de Cartagena sobre los Refugiados (ACNUR) un refugiado es también aquel que huye de su país porque su vida, seguridad o libertad han sido amenazadas por la violencia generalizada, la agresión extranjera, los conflictos internos, la violación masiva de los derechos humanos u otras circunstancias que hayan perturbado gravemente el orden público (Declaración de Cartagena). “Hay mucha resistencia a esto. Que un país reconozca que es violento, que no pueden garantizar el derecho a la vida. ¡No pueden negarlo! ¿Quién les va a creer? Hay retornados que me dicen ‘yo no puedo regresar porque me van a matar’. A ellos se les asesora en la búsqueda de protección internacional”. Una de ellos es Cintia. Le pido una foto y acepta, cubriéndose el rostro con un bordado de la Virgen de Guadalupe. Huyó de su pueblo natal junto a su familia escapando de las amenazas de un narco. Ahora busca refugio. Parece asumir la situación con bastante calma. “En cualquier momento alguien podría venir y matarme”. Su niño, que no pasa de los diez años, juega con una pelota a unos metros de ahí, pero no puede oírnos. Su esposo es, en cambio, bastante hermético. No puedo confirmar la historia. Algo nervioso, veo que hay muchos nuevos llegados hoy, de distinto color y pelaje. Es mi último día y no tendré tiempo de conocerlos.

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Entretenimiento nocturno de uno de los refugiados.

La repartición de comida al lado del comedor se realiza en horarios fijos todos los días.

Juan se dirige a las duchas en el albergue. Un conjunto estricto de horarios y normas se establece como condición para poder quedarse ahí.

Dos albergados se encargan de sus tareas. Las tareas de limpieza son asignadas cada mañana .

Agustín (a la izquierda), uno de los tres pescadores ecuatorianos varados en el país, juega a las cartas con Catracho, un hondureño en tránsito hacia el norte. Actividades diversas sirven para pasar el tiempo y la espera.