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La pura puntita

Especial Minería La Pura Puntita: Carsick

Si levantas a John Waters en la carretera es algo que debes poner en tu currículum, ¿no?

Traemos adelantos, reseñas y entrevistas de los libros que te van a ensartar las mesas de novedades.

No es solamente un libro de viajes de John Waters. El viejito de 66 años se lanzó a la carretera a pedir aventón desde Baltimore hasta San Francisco, con la única compañía de un cartel que decía: "No soy un psicópata". Carsick es el resultado de este recorrido, y la traducción al español fue publicada por la editorial argentina Caja Negra, de la que cada vez estamos más y más enamorados. A continuación les dejamos un fragmento.

BUEN VIAJE # 1 HARRIS

Es un hermoso día primaveral en Baltimore. La mañana perfecta. Clima templado: 20º C. Decido irme veinticuatro horas antes de lo que todos en la oficina piensan que me iré, para ahorrarme sus nerviosas despedidas. Susan, mi asistente desde hace muchos años y la encargada de administrar mi sórdido imperio con mano de hierro, siempre creyó que emprender esta aventura era ridículo, pero sabe que soy tan cabeza dura como ella, así que dejó de intentar disuadirme hace rato. Trish, mi otra asistente de tiempo completo, quien de hecho se ocupará de transcribir este libro (escribo a mano, en anotadores tamaño oficio que ella después pasa a la computadora), ve mi proyecto con un poquito más de simpatía, ya que cuando era adolescente se escapó de su casa y durante un tiempo vagó por las autopistas. Jill, mi asistente artística, parece apoyar por completo la idea. Mi contadora, Doralee, ya está curada de espanto y nunca se sorprende de lo que sucede en la oficina; además, sabe que voy a seguir pidiendo factura por cada centavo que gaste durante mi travesía, porque nadie podría negar que esto será un viaje de negocios. Margarett, mi ama de llaves, se rio como nunca antes la había oído reírse (prácticamente en mi cara) cuando le confesé mi intención de cruzar el país a dedo. Justo antes de salir por la puerta delantera para irme, miro el fondo de mi casa y veo que el zorro que vive dentro de mi propiedad está husmeando de lo más contento la parte arbolada de mi terreno, y lo interpreto como una señal de buena suerte. Activo la alarma contra ladrones y me voy sintiéndome… bueno, como un aventurero. Empiezo a caminar por mi callecita residencial, y me alivia que ninguno de mis vecinos me vea con este cartel escrito con marcador ni me pregunte por qué, si estoy a pie, llevo a cuestas lo que claramente es un bolso de viaje. Llego a la esquina de Charles Street, extiendo el pulgar y levanto el cartel de cartón que Jill me diseñó, en el que puede leerse: I-70 WEST. "Que las letras no sean demasiado artísticas, pero que tampoco parezca que estoy diciendo DETÉNGANME ANTES DE QUE MATE DE NUEVO", le indiqué, y ella siguió mis instrucciones al pie de la letra. No me siento ridículo, me siento más bien valiente. No lo puedo creer. El primer automóvil que pasa se detiene y yo corro para subirme. Al volante está un tipo con pinta de estudiante de artes, vestido con jeans marrones y una vieja remera del Charles Theater. El coche es tan genérico que tengo que preguntarle de qué marca es. "Es un sedán Volkswagen Passat, modelo 1999, muy usado", me responde con la voz más gentil que pueda imaginarse. Me siento seguro de inmediato. Ni siquiera se inmuta ante el hecho de que esté haciendo dedo, aunque me reconoce. "¡Guau, John Waters! Soy uno de tus fans", me declara con modestia. Respeta tanto mi privacidad que ni siquiera me pregunta a dónde me dirijo, pero comenta: "Voy hasta West Virginia, si te sirve". "Claro que sí", le contesto, con alivio de poder evitarme el cruce complicado entre la I-70 West y la Baltimore Beltway, donde no hay lugar para pararse y rogar que a uno lo levanten. "¿Viste la última película de Gaspar Noé?", me pregunta con el entusiasmo de un verdadero cinéfilo. "Por supuesto, Enter the Void, ¡la mejor película sobre drogas de toda la historia!", le respondo, feliz de que quiera hablar de otras películas extremas en vez de las mías. "La versión que más me gustó fue la extendida, la que muestra el montaje del director", explica Harris. "Es más infinita, exactamente como un viaje de LSD", razona como un verdadero conocedor de la psicodelia. "Conozco a Gaspar –aventuro–, y después de ver sus films te sorprenderías, pero es una persona muy dulce." "Me encantan las películas enfermizas", confiesa Harris con admiración, mientras sube el volumen de la radio. ¿Y qué canción están pasando? "Hitch Hike" [Hacer dedo], de Marvin Gaye. ¡Increíble!

¿Me parece a mí o huelo ganja? Me desacostumbré un poco a fumar marihuana. Entre 1964 y 1972 fumaba todos los días, pero ahora solo lo hago muy de vez en cuando, porque hace que me empiece a preocupar de cosas sin importancia. Aunque a veces, durante el verano, en Provincetown, si es un viernes por la noche y no tengo nada que hacer al día siguiente, fumo un poco de hierba y "arranco", como dice Frankie, un amigo mío que consume cannabis esporádicamente y que bautizó así mi costumbre de hablar sin parar y tentarme de risa cuando estoy drogado. Y, por supuesto, soy un buen anfitrión: tengo pequeñas reservas de marihuana en todos mis lugares de residencia en caso de que mis invitados quieran fumar. En cantidades permitidas por la ley. Espero. Al fin se presenta: "Me llamo Harris". Yo pienso en silencio: "Ese es el verdadero nombre de pila de Divine", pero prefiero hablar de películas en general y no acaparar la atención con alusiones a Dreamland. Harris es un tipo atractivo que parece muy relajado, algo que yo no he sido nunca. Me encanta que en mi primer viaje las cosas estén saliendo tan bien. "¿Estudias en el Maryland Institute?", le pregunto, pensando que la facultad es el motivo perfecto para que alguien como él haya venido a Baltimore. "No, vine por cuestiones personales", me dice con una mirada de reojo que fomenta todo tipo de especulaciones, antes de ingresar a la autopista Baltimore Beltway y enfilar en el sentido correcto. "¿Has visto las películas de Armando Bó?", le pregunto, sintiendo que retomar nuestra conversación cinéfila forma parte, sin duda, de mi manera de "pagar" por el viaje. "Me encantan sus películas", grita Harris con entusiasmo, mientras avanzamos hacia el oeste por la I-70, en el primer tramo de mi travesía a San Francisco. "Ya hace muchos años que falleció Armando, pero merece más reconocimiento", grito por encima de la música, y mi conductor asiente. "¡Esa Isabel Sarli estaba espectacular! ¡Y aquellas tetas eran de verdad, sabes!", aúlla él en plena euphoria mamaria, recordando a quien alguna vez fue la amante del director y la estrella de todas sus películas. "Y además, ¡sigue viva! –le grito–. ¡Tiene setenta y cinco años! Hace poco hablé con ella por teléfono", alardeo, y me doy cuenta de que está impresionado. "¿En serio?", me pregunta con asombro, abriendo los ojos de par en par. "En serio", le respondo, levantando la palma de mi mano en silencio para mostrar que lo juro por Dios. "Un fanático del cine trash sudamericano nos puso en contacto y, aunque su inglés estaba un poco oxidado (habla mucho mejor en inglés que yo en español, de cualquier modo), pude confesarle lo importantes que fueron sus películas, como Furia infernal, Fiebre y Fuego, para Divine y para mí." "¿Por qué no estás rodando ninguna película?", me pregunta Harris de repente, con cierta preocupación y timidez. Le explico que había firmado contrato para llevar a cabo un proyecto nuevo, Fruitcake, una "aventura infantil navideña terriblemente maravillosa", y que había escrito el guión y estaba a punto de filmarla, cuando estalló la recesión y el sector del cine independiente tal y como yo lo conocía se vino a pique. "Ahora todas las distribuidoras y los financistas cinematográficos quieren presupuestos por debajo de los dos millones de dólares, algo con lo que ya no puedo trabajar". "Bueno, yo la financio", me propone con total tranquilidad. "¿Qué quieres decir?", tartamudeo, sin poder creer lo que estoy oyendo. "¿Puedes guardar un secreto, no?", me susurra en tono cómplice. "Claro", balbuceo, y es cierto: puedo, sobre todo si se trata de un secreto interesante. "Soy dealer de marihuana… No te preocupes, no la tengo aquí en el coche, está toda en mi granja en West Virginia, pero no me falta dinero. ¿Cuánto necesitas?" "Cinco millones, más o menos", le confieso entre risas, seguro de que Harris me está tomando el pelo. "No hay problema", me dice sonriendo de oreja a oreja, como si yo acabara de pedirle una monedita en Berkeley en la década del sesenta. "Pero, ¿no estarás hablando en serio, verdad?", le pregunto, pensando: ¿Será posible? Hace cinco años que vengo tratando de recaudar ese dinero sin éxito. "Es bastante fácil", me dice mientras doblamos en West Virginia y yo comienzo a saborear la emoción del financiamiento interestatal clandestino. "Quizá podamos crear una sociedad de responsabilidad limitada, como hacía en los viejos tiempos", sugiero. "Nah –me responde de buena gana–, simplemente te doy el efectivo y me lo devuelves si llegas a recuperar la inversión." ¿Efectivo?, pienso alarmado. ¡¿Cinco millones de dólares en efectivo?! "Dios mío, ¡¿cómo le voy a explicar esto al fisco?!", le pregunto a Harris, perplejo y entusiasmado a la vez. "El Estado no te pregunta de dónde lo sacaste, ¿no?", me responde con serenidad. "Solo devuélveme el dinero y yo lo lavo con una cadena de salones de manicura donde figuro como socio anónimo". "Está bien", le digo en estado de shock, para no arruinar el trato por si llega a estar hablando en serio. Estoy tan sorprendido con las bondades de mi nuevo "socio" que ni siquiera me doy cuenta de que nos salimos de la interestatal y que ahora avanzamos por una carretera rural. "Estamos cerca", me explica Harris, mientras da vueltas a la manzana un par de veces y va y vuelve en zigzag por caminos cada vez más estrechos. Supongo que estará cerciorándose de que nadie nos siga, pero yo cierro bien mi boca recientemente financiada. Al final, doblamos por un camino de ripio hermoso, guarecido de forma natural por las copas de los árboles, y luego viramos para acceder a otro largo tramo sin señalizar, enclavado en las lomas del norte de West Virginia, por donde seguimos avanzando casi otro kilómetro. Frente a nosotros vemos una casona de campo de mediados del siglo XIX, restaurada con evidente amor pero sin afectación yuppie, con vista a un estanque donde hay una cascada. Esta idílica escena está enmarcada por amplias arboledas y plantas en flor. La despampanante esposa de Harris, descalza ya en esta época del año y vestida con unos jeans bien rojos y una remera negra de mangas largas, está regando las macetas de flores en el patio.

"Te presento a Laura", dice, "y por supuesto, tú ya conoces a John Waters y sus películas". Ella me sonríe y me da una cálida bienvenida, y no puedo evitar notar que ella también huele a marihuana. "Voy a darle cinco millones de dólares para rodar su nueva película", explica Harris como al pasar, y ella no parece sorprenderse mucho. "Ay, qué lindo", dice, dirigiéndonos apenas una mirada fugaz antes de volver a concentrarse en la maceta con tulipanes negros (mis preferidos) que acaba de ubicar, con gusto impecable, en una mesa del patio. "Hace mucho tiempo que estamos buscando invertir en el cine", me comenta Laura, feliz. Yo sonrío pero sigo mudo, estupefacto. "Voy a preparar algo de almorzar", nos dice Harris antes de salir trotando para la casa, seguido de Laura, ansiosa por ayudar. Apenas atino a sentarme, asombrado de mi buena suerte. Es la primera vez que me levantan en este viaje y ya estoy de nuevo en la industria cinematográfica. Harris y Laura vuelven pronto y juntos disfrutamos de una deliciosa ensalada de pollo, hecha con aves criadas a campo abierto a las que Laura, según me confiesa, les retorció el pescuezo con sus propias manos esta mañana. Después de un postre de arándanos recién recolectados, Harris dobla con cuidado su servilleta ("De Martick's", me anuncia orgulloso, un restaurante que cerró hace poco y que era muy querido por la bohemia del downtown de Baltimore) y dice: "Demos un paseo, John". Sigo ansiosamente sus pasos hasta un lugar alejado de su propiedad, donde me informa que vamos a "desenterrar el efectivo". Mantengo la boca cerrada. "¡Amor! ¡Llama a los de FedEx para que se aseguren de que nuestro amigo mueva el culo y se ponga a trabajar! ¡Dile que vamos a hacer un envío especial!", le grita a Laura. Harris se da vuelta y me pregunta con delicadeza: "¿Tienes algún número de cuenta en FedEx? Si no, tenemos uno ficticio que podemos usar". "¿Vamos a enviar el dinero por FedEx?", le digo, sin poder creer que Harris quiera darme el dinero ya mismo. "Claro, no vas a llevar todo ese efectivo encima mientras haces dedo, ¿no?" "Bueno, no", tartamudeo antes de dictarle mi número, que me sé de memoria. "Genial", dice mientras termina de anotar la información de la cuenta, "te lo vamos a enviar por FedEx directamente a tu domicilio". En ese preciso instante, Laura sale de la casa y comienza a caminar hacia nosotros, ágil como una gacela, con una pila de cajas aplanadas de FedEx listas para armar. Tiene una sonrisa hermosa y serena en los labios. Tal vez estos sean los primeros millones que regalan. Se nota que la filantropía le provoca una nueva clase de placer. Harris toma una pala que está detrás de la muy gastada puerta original del establo y me conduce hasta una parte aún más alejada de su terreno, que parece llena de enredaderas. "Aquí", anuncia él, mientras saca paladas de tierra blanda, cubierta estratégicamente de follaje falso, y empieza a cavar. Laura se pone un par de guantes de goma. Antes de que Harris siquiera entre en calor ya oigo el golpe de la pala contra el metal. "Bingo", ronronea Laura, guiñándome el ojo amistosamente. "Dinero sucio", bromea Harris mientras comienza a levantar, con sus brazos flacos pero musculosos, una pequeña caja fuerte industrial con un candado de combinación. Laura me pasa la primera de las cajas grandes de FedEx y saca un dispensador de cinta de embalaje con mango de pistola. Enseguida nota mi expresión de pánico, entiende que no tengo la más pálida idea de cómo armar la caja y me la saca de las manos con suavidad. "No pasa nada. Mereces estar dirigiendo, no haciendo trabajos manuales", me susurra gentilmente. Laura arma el cartón con un único y veloz movimiento de muñeca, lo encinta como si fuera Tiro Loco McGraw y me devuelve la caja con el profesionalismo de una veterana del servicio postal. Harris deja caer la caja fuerte al piso, Laura de inmediato marca la combinación y yo desvío la mirada para no parecer codicioso o, peor aún, taimado. Harris se desplaza hacia otro punto del terreno, a unos diez metros, vuelve a sacar algo de follaje falso y empieza a cavar de nuevo. Lo escucho silbar "There's No Business Like Show Business" con sorprendente habilidad. "Aquí tienes", me dice dulcemente Laura al abrir la caja fuerte y entregarme un paquete con los primeros diez mil billetes de cien dólares, que en total, me asegura, suman un millón. A mí el paquete me parece pesado, pero ella se burla un poco y me dice: "Pesará apenas algo más de diez kilos. He tenido que trasportar tres millones de dólares encintados al cuerpo mientras vestía ropa suelta de invierno, y créeme, eso sí que pesa una tonelada, aunque nunca me quejo. Ayudar a mantener drogados a los norteamericanos nunca es una tarea fácil ni ligera". "¡Aquí hay más dinero!", anuncia Harris con alegría, mientras levanta manualmente de otra "tumba" en el suelo una segunda caja fuerte idéntica a la primera, que abre marcando la combinación con el virtuosismo de un ladrón experto. "Esto debería alcanzar para pagar los derechos de muchísimas canciones de la banda de sonido", me dice entre risas, mostrándome feliz otro millón de dólares en billetes. "¿A Johnny Knoxville no le gustaría que le pagaran en efectivo?", pregunta Laura con una gentileza que ya casi no se ve en el mundo del espectáculo hoy en día. "Por supuesto", asiento, impresionado de que sepa tanto de mi carrera y esté enterada del actor al que quiero como protagonista de mi próxima película. Cómo lidiaremos con el agente de Johnny si le pagamos todo en efectivo es algo que resolveré después. Tardan una hora más, pero Harris y Laura finalmente desentierran otras tres cajas fuertes pequeñas y cargan todo el metálico en nueve paquetes grandes de FedEx. Calculo que esto no afectará demasiado sus prácticas bancarias poco ortodoxas. "Confiamos en ti", dice Harris con cariño al encintar la última caja. "Es cierto –añade Laura, con una paz interior que nunca olvidaré, digna del mejor capitalismo criminal–. Esta es nuestra modesta manera de agradecerte por todas tus películas, y sabemos que Fruitcake va a ser todo un éxito." "Pero no modifiques el guión en lo más mínimo si no quieres –avisa Harris con jovialidad–. No nos importa si recuperamos la inversión o no." "Vamos –anuncia Laura, entusiasmada–, hay que llevarte a la oficina de FedEx. Tienes que continuar con tu travesía a dedo." "Y ojalá todos tus viajes sean tan prósperos como este", me desea Harris con afecto financiero y respeto artístico. Abrazo a mis nuevos productores cinematográficos, de quienes por suerte nunca tendré que recibir notas con órdenes o recomendaciones, y ayudo a Harris a cargar todas las cajas en el baúl de su vehículo. Nos subimos y saludamos a Laura, que ya está de nuevo ocupada con sus macetas y flores perennes, como una fanática de la jardinería sumida en una tranquila demencia. Ni bien arrancamos, una mariposa negra se le apoya en el hombro en una escena digna de un film de Douglas Sirk, y ella nos devuelve el saludo con una sonrisa que dejaría desempleada a Julia Roberts. "¿Viste Zoo?", me pregunta de repente Harris cuando ya estamos de vuelta en la carretera, ansioso de retomar nuestra charla sobre el cine de culto. "Obvio –le respondo con orgullo–, el documental artístico y de corte policial sobre el hombre que murió después de ser montado por un caballo en Seattle. Yo salí de gira para presentar el film… incluso lo proyecté en el Sydney Opera House." "Sí, ese –asiente Harris–. Sentí pena por los tipos que estaban metidos en eso –razona–; fue una historia triste, pero contada con dignidad." "¿Le creíste a esa rescatista de animales a la que grabaron y entrevistaron después de que los tipos se fueron del rancho, cuando dijo que 'vio cómo un pequeño pony se acercaba y se la chupaba a un caballo más grande'?" "Un disparate –responde Harris de inmediato: sabe exactamente la escena a la que me refiero–. Me gustan los animales –agrega–, pero si el caballo tenía una erección y se montó al tipo, no puede decirse que el sexo no haya sido consentido, ¿no? Si a un animal se le para, ¿no es porque tiene ganas?" Antes de que podamos terminar de debatir la cuestión, estacionamos en la oficina de FedEx, en cuyo letrero increíblemente puede leerse, más abajo, GOING POSTAL. 1 Harris me informa que este es el único FedEx "corrupto" de todo el país, y que él es su único cliente. Hace tantos negocios aquí que por su cuenta mantienen el local abierto y fuera del radar de las preocupaciones de la empresa. El tipo que nos atiende parece haberse escapado hace poco de alguna cárcel para empleados de Whole Foods. Tiene el pelo rapado con la forma del logotipo de FedEx, un aro enorme en la nariz y un tatuaje en la frente que dice USPS [Servicio Postal de los Estados Unidos. Al parecer, cosió lo que alguna vez fue su uniforme de entrega de encomiendas en DHL con el uniforme estándar de USPS, creando la vestimenta posmoderna perfecta para un cartero mentalmente inestable pero orgulloso. En la parte de la camisa donde debería figurar su nombre dice RETURN TO SENDER [Devolver al remitente]. Es evidente que él y Harris son amigos, y se saludan con un choque de puños al estilo hipster. Nadie me pregunta nada mientras completo los formularios para el envío con entrega en veinticuatro horas. Trato de no parecer demasiado ansioso. "Listo", anuncia Harris antes de sacar un porro gigante y dárselo a Return to Sender. Supongo que es una suerte de propina. "Gracias, Harris", le digo con sinceridad una vez fuera del local, cuando nos volvemos a subir a ese coche tan genérico que tiene. "No me lo agradezcas a mí –responde con modestia, mientras ingresa una vez más en la carretera, procurando mantenerse siempre dentro del límite de velocidad–. Dale las gracias a todos los que fuman marihuana en la zona de Delmarva. Ellos son quienes están financiando en realidad tu nueva película." Y dicho esto, estaciona en una rampa de acceso a la I-70 West y se despide.