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Yo era mal ciclista urbano y así me di cuenta

OPINIÓN | Me avergüenzo y lo declaro.
Ilustración: Daniel Senior | VICE Colombia

Esta columna es parte de la alianza de contenidos entre VICE Colombia y Corpovisionarios. Vea más aquí.

Una señora lleva de la mano a su hija pequeña y se encuentra frente a frente, de improviso, con un ciclista que circula hacia ellas por el andén, invadiendo de manera imprudente su vía y representando un peligro para ella y su pequeña. Ante el encuentro repentino, el ciclista disminuye la velocidad, las esquiva y oye que la señora le dice a su hija, en acento bogotano: "¿Si ves? ¡Así somos los bogotanos!…" El resto de la frase se pierde en la distancia.

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El ciclista abochornado era yo, antropólogo bogotano que trabaja en cultura ciudadana. Incoherencia máxima… Si la señora hubiese sabido esto seguro que su indignación se habría multiplicado por mil.

Me avergüenzo y lo declaro. "No lo suficiente para andarlo confesando en una columna" pueden decir, pero lo pongo sobre la mesa para "recibir y darme palo". Creo en la necesidad de reconocer los errores para poder sacar un aprendizaje que puede ser útil a muchos. Confieso que no muchas veces he sido capaz de pedir disculpas y reconocer mis errores, y eso también me avergüenza.

La vergüenza es una emoción profundamente poderosa y puede llegar a ser insoportable; según algunos estudiosos del tema, puede incluso conducir a que quien la experimenta llegue a querer quitarse la vida. No es el caso de esta historia, pero la aparición de esta emoción, con la que trabajo cotidianamente en las estrategias de cultura ciudadana, acerca de la cual hemos aprendido la necesidad de no abusar de su uso, y que activamente hemos decidido minimizar o reemplazar por motivaciones sociales positivas, como el orgullo y el reconocimiento social, para promover comportamientos pro-sociales, desató en mí algunas reflexiones y otras emociones más.

Busqué salvarme ante mí mismo primero, mientras aún pedaleaba, como queriendo desembarazarme de la emoción que me mortificaba.

"Las calles están llenas de huecos"- "las ciclo-rutas no están terminadas de inventar"- "los políticos se roban la plata y por eso los ciudadanos terminamos haciendo imprudencias"-"estaba de afán y no alcanzaba a bajarme"- "casi nunca cometo imprudencias en la bicicleta, por una vez que lo haga no es tan grave"- "no es tan grave usar el andén cuando los carros monopolizan el espacio para circular"-"al menos yo no estoy contaminando"- "no quería hacerle daño ni a la señora ni a la niña"-"no les hice daño ni a la señora ni a la niña"-"hay cosas más graves como botarle el carro a un peatón cuando está cruzando una calle"-"los peatones son poco solidarios con los ciclistas", etc., etc…

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Busqué salvarme ante mí mismo primero, mientras aún pedaleaba, como queriendo desembarazarme de la emoción que me mortificaba.

Luego, en espacios donde he contado la historia, he buscado salvarme ante otros, con iguales excusas, buscando empatía en mis interlocutores para que me hagan saber y sentir que lo que hice no estuvo tan mal. Ahora quiero creer que éste no es solo otro de esos intentos.

"Fueques" los llamaba Antanas Mockus cuando empezaba con la idea de una pedagogía entre ciudadanos; justificaciones que construimos a posteriori para minimizar o eludir la propia responsabilidad sobre los actos.

Desde que empecé a reflexionar sobre el tema me pareció lógica la necesidad de justificarse ante otros, la urgencia de escapar al rechazo social, pero la necesidad de darse razones o justificaciones ante sí mismos me parecía menos comprensible. ¿Qué impide que en mi monólogo interno me diga y acepte que mi comportamiento fue incorrecto?

Cuando se transgrede una norma moral, es decir un mandato autoimpuesto por el individuo, un principio derivado del propio proceso de reflexión o fuertemente interiorizado en un proceso de socialización en una cultura, se experimenta culpa. Esto he aprendido de Mockus y de otros teóricos de la moral. Y la culpa, así como la vergüenza puede ser una emoción insostenible y la persona que la siente busca salidas, formas de resarcir la falta, se arrepiente o bien encuentra escapes a la propia incoherencia.

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Sin embargo, revisando en detalle mi transgresión de ciclista no puedo encontrar un mandato moral que haya incumplido y creo que a lo sumo infringí una norma prudencial. Con esto no quiero decir que no sea grave mi comportamiento, solo que no se ajusta a la definición propuesta.

No pedí disculpas, es cierto. No busqué resarcir mínimamente el daño (doble falta), pero intuyo que el haberlo hecho tampoco me habría liberado de la emoción que tenía.

Creo que la clave de mi necesidad de librarme de esa incomodidad recae en que, de nuevo: ¡soy un antropólogo bogotano que trabaja en cultura ciudadana! La incoherencia en este caso, la disonancia cognitiva como la llaman los psicólogos, probablemente estaba en la incompatibilidad de una imagen propia, que he creado a lo largo de los años y a la cual le tengo estima, con un comportamiento contradictorio con esa representación de mí mismo.

Somos contradictorios y creernos infalibles puede ser la forma más segura de terminar justificando lo injustificable. Lo mejor que podemos hacer es tratar de prever nuestras incoherencias y anticiparnos a su aparición.

La disonancia cognitiva de la que hablo se presenta cuando, en términos escuetos, somos incapaces de "decirnos" a nosotros mismos algo acerca de lo que somos o lo que hacemos o hemos hecho. Que hemos hecho el ridículo cuando queríamos impresionar por nuestro talento. Que hemos hecho el mal cuando buscábamos hacer el bien. Que somos personas respetables, pero hemos hecho cosas indecentes. Que hemos hecho cosas horrorosas cuando estábamos buscando, o precisamente para lograr algo que considerábamos bueno. Que dedicamos nuestra vida a promover comportamientos favorables para la convivencia, pero actuamos de manera egoísta e irreflexiva en ciertas ocasiones.

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El mecanismo de escape ante estas incoherencias, que parecen agrietar nuestra imagen propia, nuestra identidad, es minimizar la falta o buscar la culpa en otra parte; los psicólogos cognitivos afirman que nuestra mente en estas ocasiones no soporta el estrés o el dolor de aceptar esas cosas que contradicen lo que creemos de nosotros mismos y de manera casi automática busca vías de escape. Solemos justificar las faltas cometidas a la luz de motivos superiores en importancia o fuera de nuestro control, atribuir la culpa al contexto para minimizar la responsabilidad individual, a minimizar la responsabilidad si no hubo daños e incluso a culpar a los afectados, en ciertos casos atribuir la responsabilidad a las víctimas.

Tal vez ya no estoy hablando solo de un ciclista imprudente sino de un mecanismo de nuestra mente que puede ayudarnos a explicar ciertas cosas. Somos contradictorios y creernos infalibles puede ser la forma más segura de terminar justificando lo injustificable. Lo mejor que podemos hacer es tratar de prever nuestras incoherencias y anticiparnos a su aparición.

Recuerdo una anécdota de Mockus para la época de la crisis de agua en Bogotá. Estaba un día pensando en cómo lograr que los ciudadanos ahorráramos agua mientras él tomaba una ducha. Mientras más reflexionaba, más agua gastaba y solo cayó en cuenta cuando su esposa le gritó: ¡Antanas, el agua!

Nada de lo anterior me exime de la vergüenza, de la culpa, ni de la responsabilidad. Solo creo que ayuda a exponer ciertos puntos ciegos que tenemos sobre nosotros mismos que hacemos bien en identificar. Debí prever las posibles consecuencias de subirme al andén, debí sencillamente haberme bajado de la bicicleta.

La consecuencia más grave, a mi juicio, y menos prevista del incidente, es que contribuí a reforzar una imagen desastrosa de mis conciudadanos en la mente de esa niña.

* Director de Educación de Corpovisionarios