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Cultură

El perico y yo

Me gusta el perico. Lo consumo ocasionalmente. No me enorgullece. No es algo que quisiera gritarle al mundo, pero ahora lo hago porque hay que empezar a hacerlo si le vamos a poner el pecho al debate sobre la regulación de la cocaína.

Foto de portada vía.

Maldito Pablo. Mas de dos décadas de muerto y sigue siendo el colombiano más famoso en haber pisado este planeta. ¿Infame? ¿Famoso? Trate de explicarle la diferencia a un italiano en Roma, a un cubano en La Habana, a un turco en Estambul, a un gringo estúpido en Washington.

––I'm from Colombia

–– Oh! Pablou Escobar. You have cocaine?

Estúpido, porque Pablo era el que se las vendía a ellos. Ellos fueron los que hicieron a Pablo. Ellos son los países consumidores, los destinatarios finales, los financiadores del imperio pablista que bautizó a Colombia. Empíricamente no tiene sentido asociar a cualquier colombiano con cocaína. Tiene más lógica asumir que alguien de Estados Unidos, de Austria, de Sudáfrica, de Islandia, de Chile, o de Argentina es consumidor de cocaína.

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Cierto, hay muchos narcos nacionales, cómo negarlo, pero no consumidores. Estadísticamente, todos esos países tienen un mayor nivel de consumo que Colombia. Según cifras de la ONU, Colombia es el país número 52 en el ranking de uso de cocaína en el último año. Considerando lo estúpidamente barata y rica que es la coca en Colombia es todo un testamento a nuestra buena moral y costumbres que en el país sólo el 0.7% de la población haya consumido perico en el último año, según el último estudio del Ministerio de Salud. Sólo siete personas de cada mil en el último año.

(Lea también: No es nada agradable que te estalle una cápsula de cocaína en los intestinos).

Pero la asociación burlona, la gratuita acusación de narcotraficantes y la odiosa superioridad moral reiterada en todos los tonos, todos los idiomas, todos los acentos es la cruz con la que tenemos que cargar los colombianos cuando estamos afuera en el mundo. Una cruz que si bien parece imposible dejar botada, hay que empezar a aprender cómo llevar sin la insoportable culpa cristiana que la metáfora implica.

Todo este preludio lo hice solo para decir que me gusta el perico. Que lo consumo ocasionalmente. Que no me enorgullece. Que no se lo recomiendo a nadie. Que no es algo que quisiera gritarle al mundo, pero ahora lo hago porque hay que empezar a hacerlo si le vamos a poner el pecho al debate sobre la regulación de la cocaína.

En este tema de romper tabúes alrededor de las drogas se ha avanzado mucho. Las marchas canábicas, por ejemplo, se han abierto espacios incluso en sociedades tan conservadoras como la nuestra, y sobre todo en ciudades tan conservadoras como Medellín. Alrededor de lo verde hay una cheveridad hippie, un halo medicinal y un fundamentalismo naturalista que incluso alcanza a arropar a los hongos alucinógenos y la hoja de coca. Y los avances se ven. Es un camino importante el que se está abriendo en torno a la regulación de la marihuana, inicialmente a través de desarrollos en políticas del gobierno y leyes del congreso.

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Pero con el perico todos callan.

Todos nos avergonzamos. George W. Bush hizo increíbles esfuerzos para negar todos los rumores sobre su uso de coca cuando era joven. Obama, caso aparte, salió de todos los pecadillos y dijo que había fumado marihuana y olido perico en su libro sobre su papá. En Colombia es mucho peor. Tanto, que no me atrevería a repetir los rumores sobre la dinastía presidencial bogotana afamada por su gusto del blanco rocío, o a nombrar el nombre de la familia riquísima y emblemática colombiana a la que la cocaína tocó con tragedia mortal. Incluso, como leímos acá en Vice Colombia hace algunos meses, Antonio Caballero, el enfant terrible de los intelectuales colombianos, se puso todo pudoroso en una entrevista con Andrés Páramo sobre su uso del polvo blanco.

Encuentro al menos dos buenas razones de por qué a los colombianos nos cuesta tanto trabajo romper con el tabú de la cocaína. La primera, y creo que la menos difícil de descontar, es que la cocaína es la gasolina de la guerra que regó de sangre a Colombia en los últimos 30 años. Es un eslogan implacable. Da buenas razones para avergonzarse de olerse unas líneas, porque, en efecto, los 20 mil pesos que paga uno por un pase decente terminan en manos de ilegales.

(Lea también: Cuatro formas que usa tu dealer de cocaína para engañarte).

Pero como intenté explicar ya hace cinco años en la primera columna en la que salí del closet de la coca, hay una diferencia entre las causas próximas y las causas de fondo. Es cierto que esos 20 mil pesos pueden terminar comprando la bala que mata a otra persona. Pero la causa fundamental de que la cocaína sea un eslabón de una cadena criminal no es que haya gente que la consuma, sino gobiernos que montan aparatos represivos para luchar contra su producción, venta y consumo. Si alguien me muestra una estrategia realista en la que se puede acabar con el consumo de cocaína sin tener que convertir a Colombia en Arabia Saudita, dejaría ––no sin mucho pesar–– el gusto de aspirante.

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De este tema se ha hablado, escrito y estudiado mucho. A la conclusión a la que hemos llegado, a la que ha llegado Vice Colombia y un grupo de organizaciones y personas, es que es hora de dar el debate sobre cómo regular la cocaína. Sobre cómo permitir de manera controlada que se consuma sin generar un mercado ilegal multimillonario. La cocaína es la droga ––mucho más que la marihuana–– cuya prohibición genera más daños en Colombia. Si no se encuentra una salida para este problema, más allá del fin del conflicto con las guerrillas, es difícil ver cómo terminará pronto el sino de violencia que carga este país.

La segunda razón por la que es difícil hablar abiertamente del consumo de perico es porque es una droga peligrosa. Decía Aleister Crowley, un obscuro y excéntrico escritor inglés que olió tanto que casi se abre un tercer orificio nasal, que "la felicidad yace en uno mismo, y la mejor manera de desenterrarla es con cocaína". Aunque creo que la cocaína está lejos de ser la droga de la felicidad ––en la época de Crowley no existía el éxtasis–– la frase sugiere algunas verdades sobre la coca.

(Lea también: Breve historia de la cocaína).

Por un lado, es una forma lírica de resumir los efectos fisiológicos de la cocaína. Al ingerirla, las moléculas de la cocaína obstruyen los receptores de dopamina en el cerebro que le indican cuándo hay suficiente de esta deliciosa substancia natural. Esto hace que le cerebro se confunda y siga produciendo dopamina en exceso. De modo que la euforia difícil de describir que produce la coca es en realidad causada por los químicos naturales del cuerpo y no por la droga en sí.

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Por otro lado, Crowley también tiene razón en que la cocaína es una droga que desentierra cosas de uno mismo. Infla el ego. Destraba las palabras. Libera las ideas. Construye resistencia física. Derriba las barreras de lo que parecía imposible. Lo convierte a uno en quien uno quería ser, y acto seguido lo deja caer en un charco de mierda de uno mismo.

Cuando el efecto amaina, cuando el cerebro entra en un estado de abstinencia de deliciosa dopamina, el ego se desinfla y se encuentra uno solo, en la oscuridad de las ridículas pretensiones que hacía momentos estaban al alcance. Para salir de este estado insoportable de falta de amor propio la única respuesta parece ser otra línea.

Por supuesto, se puede parar. Cuando se acaba el perico, puede que se acabe la fiesta, pero no se acaba la vida…en la mayoría de los casos. Como con todas las drogas hay riesgos, con el perico hay más, y con el basuco hay muchos. Si alguien que no ha consumido perico me pregunta si es una buena idea probarlo, le diría que no.

Pero para la mayoría de la gran minoría de personas que escogen experimentar por estos caminos es posible controlar el delicioso y terrible vaivén de la cocaína sin terminar del todo destruido. Como eso en miles de casos no va a pasar, no está pasando ahora mismo, hay que saber cuidarse. Yo no soy la persona para dar consejos de cómo manejarlo. Organizaciones con experiencia en el tema dan información y buenos consejos de autocuidado.

El punto no es glorificar nada. Con una cierta medida de reconocimiento, de desmitificación, tal vez se pueda convertir la vergüenza de ser el país de la coca en una proposición política acerca de cómo solucionar los problemas que genera. Pasar del estigma del periquero a una posición acerca de cómo enfrentar el hecho de que los destinos de Colombia y de la cocaína están amarrados.

La cocaína puede sacar lo peor de nosotros mismos. Pero sólo lo que ya estaba ahí adentro.