Fui el padrino de una boda en la cárcel

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Fui el padrino de una boda en la cárcel

En un ambiente en el que impera la hostilidad, James King, condenado a cadena perpetua en California, pudo recordar el lado humano de sus compañeros de celda.

Esta historia fue publicada en colaboración con el Proyecto Marshall.

La primera y única boda a la que he ido fue en la cárcel, cuando un preso que apenas conocía me pidió ser su padrino.

¿Por qué esta persona —casi un desconocido— me habría de invitar a uno de los momentos más personales de su vida? Instintivamente, supe que su petición hablaba más de las vidas privadas de los hombres detrás de las rejas que de cualquier relación personal que yo sostuviera con él. La verdad es que Dee (en ese momento solo conocía su apodo) estaba buscando a alguien que no lo hiciera pasar ninguna vergüenza frente a su familia. Alguien que no fuera a hablar todo el día sobre cosas de la prisión, como quién era el sapo, quién controlaban a quién o qué tan corrupto era el sistema.

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De hecho, aquí en la prisión, la familia es un tema que se mantiene al margen. Muchos reclusos destruyen la dirección de envío y la desechan por el inodoro cuando reciben un correo. Si ves a alguien hablando por celular, la regla tácita es que no te les debes acercar en ningún caso. Si ves a alguien que conoces en la sala de visitas, debes esperar a que haga contacto visual para saber si puedes acercarte, porque está en presencia de su familia. La familia se mantiene al margen.

Así, la prisión se convierte en una extraña mezcla de intimidad y distancia emocional. Cuando compartes una celda de 4x8 con alguien, lo llegas a conocer muy bien, pero solo de ciertas formas. A mi compañero de celda le gusta despertarse a las 4:30 de la mañana a leer mientras el edificio todavía está en silencio. Le apasiona la política (nuestra discusión más intensa fue cuando hice un comentario despectivo de Bernie Sanders) y ama los sándwiches de queso con leche fría.

Lo que no sé es si tiene hijos. O si sus padres siguen vivos.

Cuando llegué a la boda de Dee, inmediatamente quedé sorprendido —el olor a colonia en la sala de visitas era abrumador—. Los cientos de reclusos en ese pequeño espacio habían querido disipar el olor rancio de la cárcel.

El ruido en la sala de visitas era muy fuerte por el llanto de los niños y el alegre y poco frecuente sonido de la risa de las mujeres.

Cuidadosamente me acerqué donde estaban sentados Dee y su familia.

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He visto a Dee muchas veces en el patio, pero andábamos en círculos diferentes y nunca habíamos conversado en verdad. Tenía veintitantos años pero no era como los demás jóvenes. Quizá era su contextura delgada o sus gafas de marco plástico negro, o que parecía como si siempre tuviera que ir a algún lado.

La mayoría de los empleados del gobierno o la gente libre que viene a la prisión no ve más allá de nuestros uniformes de presos.

Pero en la boda, a los pocos minutos, me enteré de que Dee se llamaba realmente Daniel. Tiene una hermana pequeña que pronto va a comenzar su primer semestre de universidad. Está interesada en el activismo social. Su amor por su hermano fue capaz de ganarle al miedo de estar por primera vez en una cárcel. Acariciaba su pelo con un cariño encantador.

Y Daniel: se había ido su semblante agotado y nervioso y el lenguaje corporal que es común en los hombres encarcelados. En cambio, tenía un comportamiento atento y respetuoso que no dejaba duda de que su mamá era muy estricta. Era cordial y humilde, y en sus ojos brillaba una luz que nunca ves en la cárcel.

De repente, me di cuenta de que en toda la sala de visitas alumbraba esa misma y extraña luz: sonrisas genuinas, expresiones abiertas, intimidad.

La boda fue breve. Esperaba que la ceremonia fuera llevada a cabo por el típico burócrata del gobierno que tiene una cierta eficiencia hostil —ese que se desespera si alguien no conoce la rutina—. Pero entró un capellán militar retirado y en un segundo dijo algo que me dejó atónito.

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"Puedo percibir que ustedes dos en verdad se aman", dijo, con una sonrisita.

La mayoría de los empleados del gobierno o la gente libre que viene a la prisión no ve más allá de nuestros uniformes de presos. Pocas veces nos miran a los ojos, y usualmente no nos dicen nada.

Pero este cura se quedó con nosotros mientras tomábamos fotos, comió alitas picantes de una máquina dispensadora calentadas en microondas, se rio y contó chistes con nosotros. Y en ningún momento hubo miradas de desaprobación a la novia por casarse con un hombre preso.

Ocasionalmente, mientras la pareja pronunciaba los votos matrimoniales, alguno de los reclusos se daba cuenta de que lo estaba mirando, e inmediatamente sus barreras se ponían de vuelta a su lugar.

Pensé entonces: ¿exactamente contra qué tenemos la guardia tan alta? ¿Será que tan pronto como simpatizas con alguien, esa persona empieza a exigirte que lo ayudes con unas cuantas cosas, como en el trabajo de cafetería? ¿Acaso a estas alturas no sabemos que cada uno de nosotros es igual a los demás: una persona que intenta sobrevivir todos los días para que, en algún momento, podamos volver a casa con nuestras familias?

Pero ese último nivel de confianza se nos escapa.

Mientras regresábamos al patio después de su matrimonio, Daniel tocó ligeramente mi brazo para llamar mi atención, y luego me miró directamente a los ojos. "Gracias", dijo.

Quería decirle que él me había dado un regalo más grande a mí que el que yo le había dado. Pero mientras buscaba las palabras adecuadas, sentí de nuevo el ambiente de la prisión instalándose en mí.

"No fue nada", respondí.

James King, de 47 años, está encarcelado en la Prisión Estatal de San Quentin, California, donde ha pagado 30 años de pena por un robo en segundo grado. Fue condenado a cadena perpetua porque su crimen fue su "tercer strike" bajo la ley de California.