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Cultură

Estudio de caso 2: Reconocimiento del ser

Cuando Christopher llegó a su primera evaluación, no era un niño de ocho años normal. Había elementos salvajes en él; cabello largo y desarreglado, signos de caries, manchas cafés en la piel por un hongo.

REMISIÓN Y PRESENTACIÓN INICIAL

Christopher [apellido desconocido]
Fecha de nacimiento: 02.22.2004

Cuando Christopher llegó a su primera evaluación, no era un niño de ocho años normal. Había elementos salvajes en él; cabello largo y desarreglado, signos de caries, manchas cafés en la piel por un hongo. Oscilaba entre un vacío emocional pétreo y momentos de mucha energía al recorrer la habitación, recogiendo objetos y examinándolos con escrutinio casi forense; se veía particularmente atraído a la colección de amonitas y especímenes geológicos que guardo en el estante. Tampoco tenía la edad correspondiente a su comportamiento, pues carecía de un entendimiento de las reglas y restricciones sociales básicas; por ejemplo, los zapatos que usaba le parecían incómodos, así que decidió quitárselos y comenzó a morder uno de sus tacones. Cuando hablaba utilizaba un modo de comunicación verbal fascinante y poco ortodoxo, carente del pronombre personal, e intercambiando “yo” por “nosotros”. —Queremos regresar a Lea—, me dijo. Christopher fue remitido a tratamiento luego de ser hospitalizado por un pérdida extrema de peso. En ese momento vivía bajo cuidado institucional temporal, luego de ser removido de su casa; una comuna en las montañas llamada Brant Lea, cerca de K-town (un asentamiento aislado en las colinas al norte de Inglaterra).

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ANTECEDENTES

Christopher fue encontrado caminando en el páramo por un excursionista, desorientado y sufriendo de hipotermia, y fue admitido en el ala pediátrica del hospital local. Pesaba 18 kilos (80 por ciento de su peso ideal) y tenía una caquexia alarmante; el personal lo describió como “un niño de un campo de concentración”. También tenía piojos e infecciones de hongos en las uñas. Mostraba un patrón alimenticio altamente restrictivo, y cuando fue cuestionado, describió una dieta a base frutos cultivados o recolectados: legumbres, lechuga, caracoles salvajes, conejo y cangrejo de río. No existían registros dentales ni de inmunización. El lugar se encontraba a 18 kilómetros de K-town, una granja vieja y en ruinas en tierras comunes donde un grupo se había asentado y tomado el control. Christopher había pasado toda su vida, hasta la fecha, en ese lugar. Tras un programa hospitalario de restauración de peso (fue necesario sedarlo y usar un tubo nasogástrico) Christopher comenzó a comer porciones moderadas de comida. Fue dado de alta y asignado a una cuidadora mientras el seguro social valoraba su caso. Luego de cuatro semanas su cuidadora lo llevó a ver al médico familiar, preocupada por una constante pérdida de peso. Sospechaba que Christopher había utilizado trucos para evitar comer, como esconder pedazos de carne en su ropa y bajo su cama. También había problemas de límites; no dejaba de seguirla cuando ella estaba en el baño, incluso después de recibir instrucciones de no hacerlo, y no respetaba sus pertenencias personales.

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EVALUACIÓN

Durante la cita de admisión Christopher no tuvo problema con ser pesado pero se le dificultaba concentrarse en el proceso de evaluación durante largo tiempo, y tenía problemas para responder preguntas sobre él. La primera cosa que dijo de forma voluntaria fue: —Queremos ver la granja de caracoles—. No se refería a su madre como “mamá” pero respondía a su nombre propio: Amber. Aunque podía reconocer individuos conocidos e importantes, Christopher tenía una idea incoherente y fragmentada del ser; no podía distinguir entre su identidad y la de otros, en particular la de aquellos en la comuna. Había un cierto retraso en su crecimiento, y su habilidad para leer estaba muy por debajo del promedio. Sin embargo, no mostraba signos de poseer una imagen corporal distorsionada ni tendencias suicidas. En el examen de actitudes alimentarias obtuvo malas calificaciones en las subescalas de perfeccionismo y miedo a madurar. Sin embargo, creía fuertemente en la necesidad de controlar su ingesta de alimentos, su papel en la comunidad, y la importancia de complacer a los “Primeros” (fundadores originales de la comuna). Cuando le pregunté si comer poco los complacía, me respondió: —Tenemos sueños giratorios. Pascal y Jan dicen que nuestros sueños nos hacen especiales. Ellos ven entre nosotros—. (Pascal fue uno de los Primeros y parece haber tenido un papel pseudochamánico e influencia sobre el grupo). —¿No es responsabilidad de los adultos garantizar que los niños tengan comida suficiente para crecer fuertes?— pregunté. Christopher parecía confundido, como si la idea de jerarquía y responsabilidad nunca se le hubiera ocurrido. —Siempre comemos caracoles—, me dijo. Después, animado, describió un sistema que había creado para desintoxicar los caracoles: tres días en una caja con avena, seguidos de dos días de inanición. —Hacemos hoyos en la tapa—, me dijo Christopher, —o mueren. Si todavía tienen tierra adentro, hacen que nos duela la panza y vomitamos. —¿Cuántos caracoles comen?— pregunté. —Dos—, me respondió. —¿Dos al día? ¿No pueden comer más? ¿Me imagino que hay muchos caracoles por ahí?— Christopher sacudió la cabeza y se tornó agitado. —No debemos, no debemos, damos dos a todos—, repitió. Cuando se tranquilizó discutimos lo que representaba una cantidad apropiada de alimento en cada comida. Le mostré la pirámide nutricional, en la cual mostró cierto interés. Después se inquietó, se levantó de la silla, y tomó del estante una Hoploscaphites de Dakota del Sur que había recolectado durante mi último viaje a Estados Unidos. No parecía entender que el objeto me pertenecía a mí o que su petición de conservarlo podría ser inapropiada. Esperando desarrollar una alianza terapéutica dije que podía tomar el fósil prestado si prometía devolvérmelo en la siguiente sesión. (Me sentía particularmente nerviosa con este arreglo). Christopher aceptó, pero era evidente que no entendía la idea de propiedad.

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HISTORIA DEL PROBLEMA PRESENTADO E HISTORIA FAMILIAR

Durante la siguiente sesión regresó el Hoploscaphite. Christopher me preguntó qué era la roca que lo rodeaba. —Pizarra cretácea—, respondí. —¿Vivías en un lugar rocoso en la montaña?— Christopher reflexionó un momento. —Piedra caliza, granito, no arenisca—. Me impresionó su conocimiento de la zona alrededor de K-town. Después dijo: —Hamish sabe sobre la tierra mala. —¿Quién es Hamish?— pregunté. —Hamish hace sexo con nosotros—. El uso del plural en esta ocasión fue particularmente desconcertante. —¿A quién te refieres por “nosotros”? — pregunté. Christopher simplemente asintió con la cabeza. —Pero no lo queremos más que a Sam y Pascal—, me dijo. Después de pesarlo, le pedí a Christopher que dibujara y nombrara a la gente de la comuna. Volví a preguntar sobre la relación sexual de Hamish, y me señaló a Amber. Pudo separar las identidades de los otros comuneros con algo de motivación, pero su primera respuesta era asumir, invariablemente, una posición de unificación ingenua con otros individuos, de ahí el “Tuvimos sexo” y “Nos duele la panza”.

Para entender este caso particularmente inusual, es importante entender el entorno en el que Christopher creció y el caos de su infancia. Registros y entrevistas revelaron que había nueve o diez personas en la comuna, que llevaban más de una década viviendo en graneros prefabricados y tiendas tipo yurta sin electricidad, excepto por la intermitente que les proporcionaba un generador de diésel. Los miembros principales (Primeros) eran los siguientes: la madre de Christopher, Amber; el hermano de Amber, Noel; su ex novio Sam, y Pascal (para un referencia visual véase el genograma, figura 1.1). Tenía una hermana mayor, Liana (de unos 15 años), quien dejó la comuna un año antes de la hospitalización y traslado de Christopher. No existían estructuras formales para demarcar los papeles filiales o platónicos, Christopher no estaba obligado a dormir o comer en la yurta de Sam y Amber, y sus funciones básicas no eran monitoreadas de forma regular. Por lo tanto, era considerado como un “niño de la comunidad”. Su educación parece haber sido esporádica, aunque algunas de sus habilidades prácticas eran impresionantes: por ejemplo, podía atar moscas para pesca y sabía cómo operar el generador, lo que probablemente aprendió de ver a otros a su alrededor. Buena parte de su tiempo lo pasaba de forma autónoma, salvo con Amber, quien era una figura poco confiable y reaccionaba a las necesidades de Christopher de manera errática. Por ejemplo, relató un incidente en el que cayó por el techo de un granero y se lastimó gravemente el brazo. Cuando se acercó a ella, llorando, Amber siguió tocando su canción en la guitarra y lo ignoró. Con frecuencia había largos periodos de tiempo en los que se alejaba de la comuna con su hermano, Noel, para comerciar en ferias. Cuando le pregunté a Christopher a quién acudía para consuelo y ayuda con un problema, me dijo: —Nos vamos a dormir y despertamos mejor. A veces Pascal envía un sueño placentero.

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El ethos de la comunidad era de una libertad y honestidad brutal; había reuniones en las que todos hablaban para airear sus preocupaciones y revelar sus sentimientos, buenos y malos, hacia otros miembros. Los secretos eran considerados nocivos, así como las posiciones de estatus y etiquetas. Christopher me dijo que Pascal había visto el sitio en un “sueño volador” (¿quizá bajo la influencia de narcóticos?) y los otros habían confiado en que lo encontraría. Christopher estaba emocionado por una historia en particular. Dos de los graneros de la comuna habían sido construidos por los Primeros. Se levantaban quejas (sospecho que la innovación arquitectónica era una excusa para que la gente se quejara del grupo de asentadores) y los oficiales de planeación investigaban. Desde entonces, uno asume (no se ha entregado ningún permiso) que se emitieron órdenes de desmantelar las estructuras. Los Primeros se encadenaron a los marcos de las puertas: —Evitamos que los excavadores destruyeran nuestros graneros—, me dijo Christopher con orgullo. —¿Pero todo esto ocurrió antes de que nacieras?— sugerí. —¿Quizá Liana recuerda esto y te habló de ello?— Traté de ahondar en esta diferenciación de personajes, pero Christopher se mostró inmutable. Con frecuencia terminaba las sesiones de forma prematura, con la mirada muerta y sin mucha emoción. En esta ocasión caminó hasta el estante de fósiles y tomó una pieza de fulgurita. Después de unos momentos, dijo: —Es demasiado ligera—. Expliqué que la fulgurita se forma cuando un relámpago golpea la arena, convirtiendo la arena en otra sustancia. Pregunté si le gustaría llevársela a casa y traerla de vuelta la próxima sesión, y se mostró complacido.

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Durante las siguientes sesiones de evaluación, la naturaleza complicada y sin límites de las relaciones en la comuna comenzó a ser más clara, así como la falta de un cuidado parental estable y predecible. Antes de la hospitalización de Christopher hubo un periodo de intensa disrupción. Primero su hermana decidió partir (no tuvo ningún contacto con ella tras su partida). Después Hamish (quien acababa de enviudar) y su hija, Kiki (de diez años), se unieron al grupo. Esta pérdida y los recién llegados hicieron que Christopher se sintiera agitado y confundido sobre la entidad de la que se creía parte. Al poco tiempo de su llegada, Hamish entabló una relación sexual con Amber, la cual Christopher tuvo que presenciar en varias ocasiones: —No teníamos que salir cuando había ruidos si no queríamos.

Cuando pregunté a Christopher si a Kiki le gustaba vivir en la comuna y si era su amiga, me respondió: —No. —¿Por qué no? —Kiki no comparte libros ni ropa. No entra al baño—. Entonces Christopher describió un baño comunal de barro, que varios miembros del grupo usaban al mismo tiempo. La estructura parecía ser primitiva y se calentaba desde abajo con una fogata. Kiki también se sentía incómoda con el nivel de desnudez en el sitio y siempre permanecía vestida en presencia de Christopher. En una ocasión le arrojó aserrín en los ojos por entrar mientras usaba el escusado (no había puertas en las letrinas). —Nuestro rostro ardió—, me dijo.

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El entorno sin estructura se volvió aún más confuso con la llegada de extranjeros, cuyos hábitos generales no concordaban con nada de lo que él reconocía como “normal”. Fue durante este periodo que Christopher comenzó a controlar su ingesta de alimentos. Dice haber comido un número preciso de caracoles al día y evitar las horas de comer escondiéndose en el páramo o pretendiendo que alguien más en la comuna le había dado comida. El hecho de que Christopher estuviera solo gran parte del tiempo implicaba que su condición pasaba desapercibida o era intencionalmente ignorada. El reporte de la investigación de protección a menores describe la respuesta de su madre a su hospitalización de la siguiente forma: —Sólo es un niño delgado. Corre mucho. Y sabe dónde están los huevos si tiene hambre.

Debido a la complejidad del caso, me pareció útil hablar con la madre de Christopher para comparar su percepción de la vida en la comuna con la de ella, y para discutir la posibilidad de que ella asistiera a las sesiones de tratamiento. Había un número de celular, pero las primeras veces que lo marqué, no hubo respuesta (quizá apagado o sin señal en las montañas de K-town). Por último, pude llegar a Pascal. Me presenté y pedí hablar con Amber. En un principio Pascal se mostró hostil y renuente a cooperar, un tanto a la defensiva: —¿Qué derecho tienes de interferir? ¿Quieres criticar nuestro estilo de vida, pero cómo es tu propia vida? No puedes verlo como nosotros. ¿Qué sabes tú de niños?—. Cuando le aseguré a Pascal que hablar con Amber ayudaría a Christopher, y que la condición de Christopher podría dañar su salud de forma permanente, cedió. Tomó algunos minutos encontrar a Amber. —No quiero hablar sobre Christopher—, comenzó. —Él tomó su decisión, y la respeto. Pero ahora está lejos de nosotros—. Traté de señalar que en el momento de dejar la comuna su hijo sufría una terrible falta de peso, estaba enfermo y desorientado; que era incapaz de tomar decisiones racionales y que el seguro social intervino sólo como rutina. —La inteligencia no es una cuestión de edad, esas son sólo concepciones de la sociedad—, me dijo. —Christopher sabe todo sobre el entorno y el amor. Ustedes quieren que sea egoísta y una máquina que sólo piensa en sí misma. Quieren que sea como ustedes, pero nunca será como ustedes—. La conversación era sumamente frustrante, y cuando pregunté: —¿No le interesa ayuda a su hijo?— ella respondió: —Pero no es mío, es nuestro—. Cuando le pregunté si el padre de Christopher estaría interesado en asistir a las sesiones de evaluación, colgó el teléfono.

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A estas alturas, el caso me pareció particularmente difícil y estresante y le pedí a mi supervisor que lo revisara. Acababa de separarme de mi pareja por problemas relacionados con empezar una familia, y sentía que parte de lo que se estaba discutiendo en las sesiones estaba demasiado cercano al hueso. Me dieron dos semanas de descanso, después de las cuales reanudé mi trabajo con Christopher.

FORMULACIÓN INICIAL

Mi impresión de la comuna fue pobre desde el principio, y buena parte de lo que reveló Christopher y la conversación con su madre sólo sirvió para verificar mis sospechas. Había poca privacidad o coherencia, y la cultura “todos de una mente y todos libres” (la cual abdicaba responsabilidad y liderazgo parental, y recompensaba la libertad sexual y la ausencia de límites) sirvió para dar a Christopher una infancia carente de estructura. El comportamiento inconsistente de su madre (y, en efecto, el de todos los cuidadores a los que estuvo expuesto) y sus bajos niveles de expresividad emocional resultaron en un apego altamente ambivalente, reflejado en su manera de relacionarse con su cuidador institucional y conmigo durante nuestras sesiones.

Sin saber qué esperar de Amber y con una constante ausencia de reconocimiento emocional y correspondencia, él no pudo entender su propio estado emocional, sus deseos y necesidades, ni verlas validadas. Imagino que la percepción de Christopher era que tenía muy poco control sobre el mundo externo, en donde aquellos a su alrededor reaccionaban únicamente en el momento a sus propios deseos y necesidades. Es probable que un entorno tan inconsistente y confuso haya tenido un efecto altamente perjudicial en Christopher, y a su edad, no tuvo opción más que coludirse con los esquemas mal adaptados de la comuna. El entendimiento de su propio ser no se desarrolló, y mi hipótesis es que utilizó métodos de control alimenticio en un intento por crear orden debido a un estado interno caótico y una falta casi absoluta de límites.

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El objetivo de nuestras sesiones era principalmente separar al ser individual del colectivo, reconocer límites personales y sociales, y romper con esos patrones alimenticios restrictivos. En esencia, Christopher necesitaba ser reeducado para aprender a reconocer y entender su propio estado interno, y desarrollar un apego ligeramente más funcional ahora que debía integrarse a la sociedad general.

PRIMERAS SESIONES DE TRATAMIENTO

Durante las primeras sesiones, Christopher se mostraba con un vacío emocional, me ignoraba o ignoraba la conversación cuando no quería participar. También intentó quitarse la ropa, de forma espontánea, en varias ocasiones, no dejaba de abrir y cerrar la ventana e interrumpir el proceso de otras maneras, y expresó su deseo por ser enviado de vuelta a la comuna. Conforme empezó a involucrarse más en el proceso, también empezó a sufrir arranques de ira; mientras que en un principio había intentado detener las primeras sesiones, después comenzó a hacer berrinches hacia el final de las posteriores; en ocasiones tuvo que ser removido a la fuerza por su cuidador.

Respondió bien al entorno del hogar institucional, con su previsibilidad y sus límites, y en un periodo de cinco meses su peso se estabilizó. Christopher comenzó a parecer y a comportarse menos como el niño feral que conocí la primera vez. Podía seguir reglas simples en la casa como tocar la puerta antes de entrar, y no intentar meterse en la tina con otros miembros de la casa. El ejercicio de prestar mis fósiles, aunque poco ortodoxo, funcionó en tanto promovía una relación de confianza entre nosotros, al tiempo que ilustraba la naturaleza de la propiedad y las pertenencias personales en relación con individuos separados. Le conté a Christopher dónde había encontrado cada fósil (Siria, Argentina, al norte de Gales) y el significado que cada uno tenía para mí. Hacia el final del tratamiento, su cuidadora señaló que Christopher había comenzado a devolver los objetos sin necesidad de pedírselo. Durante mis vacaciones de dos semanas viajé a Marruecos, y en un tour paloentológico encontré una trilobite de mediados del Ordovícico en perfectas condiciones, la cual decidí regalar a Christopher. Durante la siguiente sesión la trajo de vuelta. Le expliqué que era un regalo, y que ahora le pertenecía a él.

Aún más difícil fue motivar a Christopher para que usara el pronombre personal, para que empezara a preguntar: “¿Quién soy?” y a entender: “Yo soy yo”. Los avances en esta área fueron terriblemente lentos. Christopher se sentía conectado con la comuna, y no podía identificar a la entidad singular de su ser, al menos no de manera consciente. Invitarlo a decir “yo” en lugar de “nosotros” le producía altos niveles de ansiedad; con frecuencia gritaba: —No, no estamos solos—, y se rascaba los brazos o se golpeaba la cabeza. Su miedo a la individualización era profundo. Era como si sintiera que intentaba convencerlo de que se convertiría en una nueva persona, un desconocido, un extraño, en lugar de reconocer su existencia.

Como una etapa intermedia, hice que comenzara a usar su nombre para describirse, delimitando así su identidad. —¿Cómo está Christopher hoy?— le preguntaba. —Christopher vio la televisión anoche—, respondía. Hubo un gran avance durante un proyecto para replicar la granja de caracoles. Quería que Christopher me enseñara cómo funcionaba el proceso de desintoxicación y así demostrar sus habilidades únicas.

Mientras Christopher hacía hoyos en la tapa de un bote de mantequilla, le pregunté: —¿Dónde conseguiremos los caracoles? —¿Siempre los encuentro escondidos bajo las hojas—, me dijo. Ese momento pasó sin que él se percatara del uso de un lenguaje autorreferencial, pero tuvo un efecto impresionante. Durante la siguiente sesión, su estado de ánimo se niveló, se volvió emocionalmente consistente, y pudo usar el pronombre personal con mayor facilidad.

RESULTADO Y FORMULACIÓN ACTUALIZADA

Aunque parece estar físicamente saludable y responde bien al tratamiento psicológico, Christopher fue encontrado inconsciente en su habitación de la casa de cuidados, el 25.01.2013. Fue pronunciado muerto tras dos horas de intentos para resucitarlo. Los resultados de la autopsia fueron inconclusos, y no revelaron signos de enfermedad, trauma o suicidio. Aunque la formulación inicial no fue del todo incorrecta, es posible que se haya subestimado la fuerza del apego de Christopher al colectivo. Debido a la naturaleza extraña del presente caso, siempre fue mi intención publicarlo como un artículo en la Revista de Psicoterapia Infantil Contemporánea, y me pareció que este desenlace tan trágico no debería alejarme de mi intención. Al reflexionar sobre el caso, quizá el tratamiento procedió demasiado rápido y no se identificó una amplia gama de factores de riesgo que no se tomaron en cuenta. El caso está bajo revisión como parte de una investigación de un incidente desafortunado severo.

A título personal, aunque único y fascinante, trabajar con Christopher representó un gran reto y con frecuencia resultó perturbador. Hubo momentos en los que me sentía particularmente enojada con su madre, mi supervisor, e incluso mis propias limitaciones al tratar de ayudarlo. Me preguntaba si mi falta de hijos influía en esto, algo con lo que creía ya haberme reconciliado, así como mis sentimientos de apego hacia Christopher. Su muerte repentina y sin explicación me pareció extremadamente dolorosa y desde entonces he reanudado mi propia terapia personal. Christopher fue mi último caso. Recibí licencia para ausentarme durante seis meses, pero después de esto, tomé la decisión de retirarme de mi práctica.

La colección de cuentos de Sarah Hall, The Beautiful Indifference, fue publicada por Harper Perennial en enero.