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Huyendo con la prostituta más buscada de Brasil

Atrápenla si pueden, policías de mierda.

Isabel en la noche del asalto. Foto por Observatory of Prostitution.

Es 4 de julio en Río de Janeiro. Brasil acaba de vencer a Colombia y ha pasado a los cuartos de final, y el barrio en donde estoy estalla en celebración y shots de cachaca. Entre el sonido escucho mi celular vibrar, respondo a un número desconocido.

“Hola, ¿quién es?”

 “Isabel. No puedo soportar esto. Voy a intentar ir a la policía esta noche y solucionar el asunto. Necesito ir a casa y recuperar mi vida”.

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Respiro hondo. La policía fue la que metió a Isabel en todo este rollo. La policía que asaltó el edificio en donde ella trabajaba como prostituta hace seis años, en la ciudad de Niterói cruzando la bahía de Río, un 23 de mayo; la misma que tumbó la puerta, se llevó su dinero y la violó a ella y  a sus colegas; la policía que la ha estado siguiendo y tomándole fotos después de que ella presentó cargos; la misma que, en junio 21, la secuestró, se llevó su cédula y la amenazó con que debía callarse para conservar su vida. Ha estado huyendo desde entonces, con la ropa que traía puesta el día del secuestro; sin cédula, sin un peso, ni lugar a dónde ir.

“Alguien me sugirió cambiar de apariencia”, me contó Isabel. “¿Con qué plata?".

A través de un encuentro casual con un activista de los derechos de trabajadores sexuales, que conocí en la Copa del Mundo, me topé con Isabela, quien aún tenía abiertas las heridas que los secuestradores le habían hecho en su cuello y brazos. Le di mi número y le dije que me hiciera saber si necesitaba algo.

Pero ahora, han sido dos semanas en la huída, moviéndose a casa seguras, refugiándose en otros por dinero para sobrevivir y pagar la educación de su hijo.  No puede dormir, no puede comer, y esta noche parece que no da más.

“¿Dónde estás?”.

 “No sé. En un apartamento en donde el perro se caga en todo. Estoy empacando para volver a Niterói”.

“¿Y volver a las personas que iniciaron todo esto?”.

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 “Necesito tomar las riendas del asunto y ver cómo lo voy a solucionar”.

Le digo que es una pésima idea, pero ella es una mujer independiente que puede hacer lo que se le dé la gana. Le pregunté que si podía ir con ella, a donde quisiera, y dijo que me esperaría. No sabe la dirección pero me da un punto de referencia cercano.

Media hora después, me reúno con ella y le pregunto que si quiere irse, a cualquier lugar, menos a la estación de policía.

“Vamos al hospital. Mi cabeza se está explotando”. Me siento aliviado. Tomamos un taxi al hospital más cercano. Dos policía traen a un joven adolescente; un chico negro flaco, sin zapatos y esposas, espichado entre dos hombres armados. Esperan. Nosotros esperamos.

Isabel es una mujer de Río, que debe tener 20 y pico de años, y es mamá. Dejó su hogar a los 18 en búsqueda de su independencia económica. Desde entonces ha trabajado como prostituta (legalmente en Brasil), en las ciudades sedes de la Copa del Mundo, desde São Paulo y Belo Horizonte a Río Grande do Sul y Goiânia. “Vamos donde está el trabajo”, dice.

Por los últimos seis años ha vivido en el edificio Caixa Economica. Isabel es una de las 400 trabajadoras sexuales que renta un apartamento pequeño y atiende a los clientes durante las horas de trabajo del edificio. Se hace unos 4 mil dólares al mes.

Isabel dice que antes tenían una buena relación con la policía del lugar, pero desde que el nuevo jefe se instaló, inclusive los mismos policías amigos (que también eran clientes), empezaron a atacarlas.

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Durante uno de los saqueos en abril 11, la policía arrestó 11 trabajadoras sexuales, sin causa, y las envió a una cárcel de alta seguridad. La acción agresiva desató protestas en las que las prostitutas, incluyendo a Isabel, gritaban “Policía, ustedes son nuestros clientes”.

 “Nos ignoraron” me dijo Isabel.

Pero la redada de mayo 23 fue completamente diferente. De acuerdo con Gustavo Proença, un abogado pro bono que llevaba el caso, ese día llegaron 300 policías. Proença dice que la operación se inició después de que un policía se hizo pasar por un cliente, y cuando iba a pagar anunció que no lo haría y que estaba ahí para arrestarlas.

“Solo tuve tiempo de ir del cuarto a la sala, cuando irrumpieron en el lugar rompiendo mi puerta”, me dijo Isabel.  “Entraron. Fueron muy agresivos, ni siquiera se identificaron, solo buscaban en todas mis cosas. Se llevaron mil dólares, saquearon las carteras y billeteras de mis compañeras, y se fueron. Todos eran hombres”.

“Cuando empecé a hacer preguntas para averiguar quiénes eran, me golpearon en la cara, me halaron el pelo y me tiraron al piso. Uno de los policías me violó mientras el otro me obligaba a hacerle sexo oral”:

 “¿Al mismo tiempo?” le pregunté.

“Sí”.

“¿Fueron violentos?”

“Mucho”.

“¿Usaron condón?”

“No”.

Durante la operación, la policía clausuró los primeros cuatro pisos del edificio, y prohibieron la entrada a prostitutas.

“Jurídicamente, la operación estuvo completamente errada”, dice Proença. “Rompieron sus puertas sin garantías, ni siquiera les preguntaron a las mujeres sus nombres, ni llenaron algún tipo de papel” adiciona Luan Cordeiro, su compañero. “Hubo declaraciones sobre violaciones y sexo oral forzado. También dicen que las golpearon”.

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Abogados Gustavo Proenca y Luan Cordeiro. Foto por Julie Ruvolo

La defensora pública, Clara Prazeres, llenó una petición para re abrir el edificio, pero no fue posible porque no había sido ella quien lo había clausurado. Tampoco pudo la Defensa Civil.

Cuando se realizó una audiencia pública en junio 4, organizada por miembros de comisiones de Derechos Humanos, Isabel fue la única persona que se quedó para testificar. “Para ese entonces muchas mujeres habían huido”, me dijo Isabel.  “Yo no estaba hablando solo por mí sino por todas ellas, pero ellas no tienen el valor de hacerlo. Por eso ahora me ficharon a mí”.

Después de esto, Isabel empezó a notar que la policía la seguía y le tomaba fotos. Luego, en junio 21, iba caminando cuando un carro se le acercó. “Un hombre en una motocicleta me golpeó y me botó al carro. Ahí, otro me golpeó en la cabeza y me cortó con algo.  No sabía si solo querían joderme, robarme o matarme. Pero, se llevaron mi identificación. Agaché mi cabeza, me cortaron los brazos y me mostraron una foto de mi hijo. Me dijeron que me callara con los medios, porque ‘no sabía con quién me estaba metiendo’”.

“Después de 30 minutos me liberaron. Estaba en shock. Duré un largo tiempo parada sin moverme. No confiaba en ningún tipo de policía así que llamé a una amiga y le conté lo que había sucedido. Me dijo que fuera a un lugar con muchas personas hasta que fuera por mí, y eso hice”.

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Que puto frío el que hace en la sala de urgencias. Odio los lugares así. La doctora finalmente llama a Isabel, le ordena exámenes de sangre y unos rayos X del pecho.  La espero.

“¿Qué le dijiste?” le pregunto.

“Todo. Que era una prostituta hasta que la policía me violó y me saqueó todo; que no he podido trabajar; que no tengo a dónde ir; ni ropa, ni dinero; y que hay alguien persiguiéndome”.

 “¿Qué respondió?”

“Cree que estoy teniendo ataques de pánico y me sugiere calmarme. Me preguntó que si necesitaba un lugar para dormir y me dio la dirección de un asilo. Pero no iré. No soy una mendiga. Prefiero resolver las cosas por mi cuenta. Prefiero morirme antes que eso”.

El albergue es para víctimas de abuso sexual, no para activistas huyendo de su propia policía. Nadie ha tomado su caso, ni siquiera los luchadores contra la violencia sexual de Río. Su único apoyo han sido los activistas de Derechos Humanos, los abogados pro bono, y otras ONG que adelantan una investigación sobre su secuestro.

Pero la ayuda no llega lo suficientemente rápido. No le está pagando la renta o el colegio de su hijo. “Quiero volver a trabajar pero ya no me siento segura”, me dice Isabel mientras los resultados de los exámenes salen.

Isabel dice que se siente mejor y que su dolor de cabeza se ha ido. La doctora puso en ella algún tipo de morfina que la está adormeciendo. Me pide que la deje en el apartamento de su amiga.

Salimos con el resultado de los rayos X. Me los muestra.  “¿Ves? La doctora dijo que estuve a punto de tener un paro cardiaco”.

Tomamos un taxi hacia el lugar de su amiga. Espero a que se baje. Le pregunto si se arrepiente de haber contado lo que sucedió y me dice que “es muy tarde ya. Ya me convertí en una activista”. Bota la SIM de su celular. No sé nada de ella desde entonces.