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verduras de las eras

Articulación y desarticulación

ENSAYO | La escritora reflexiona sobre Yuliana Samboní, Uribe Noguera y el lenguaje presente, o no, en la cobertura del caso.
DS
ilustración de Daniel Senior

"Serán protegidos contra toda forma de abandono, violencia física o moral, secuestro, venta, abuso sexual, explotación laboral o económica y trabajos riesgosos". La voz es pasiva. La voz de la ley es pasiva. El sujeto de la oración, "los niños", está tácito y se infiere de la oración que lo antecede, aunque solo por el contexto, no gramaticalmente (en realidad la oración, citada del artículo 44 de la Constitución Política de Colombia, carece de sujeto). ¿Y el agente? ¿Por quién dice que serán protegidos los niños? No estoy protegiéndolos yo. ¿Protejo al menos los niños que me constituyen o que constituyen a los adultos? ¿Cómo proteger a los niños que imagino? Luego dice: "La familia, la sociedad y el Estado tienen la obligación de asistir y proteger al niño para garantizar su desarrollo armónico e integral y el ejercicio pleno de sus derechos". No cumplí mi obligación porque raptaron, violaron y mataron a una niña. ¿Se protege también a los niños muertos? ¿Protegiendo el lenguaje al hablar del muerto se protege al muerto? ¿De quién proteger el lenguaje? ¿Puedo protegerlo de los medios de comunicación, que hablan demasiado y matan el lenguaje y rematan, entre tanto, a quien sea su referente? ¿Puedo protegerlo de los humanos que no saben hablar en lengua humana?

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Durante unas semanas se dijo el nombre con frenesí: "Yuliana Samboní". Con esa í aguda, indígena, que conocemos por los nombres de pueblos y aldeas colombianos. Durante unas semanas, el nombre fue bonito de decir. Samboní, bonito. Como un fruto olvidado y exótico, llenó la boca de quienes jamás habían dicho el apellido de un indígena. Sonaba como "sambenito", la prenda que obligaban a usar a los condenados por la Inquisición española. Era el nombre de la niña indígena. Pero en los medios casi nunca se decía "la niña". Se decía "la pequeña". Raptada, Violada, Asfixiada, Estrangulada, Torturada, Brutalmente Asesinada: esos adjetivos también se convirtieron en los nombres de la desconocida de siete años. En el juicio se la llamó "mujer". ¿Por qué se decía tan poco "la niña", el sujeto de los derechos? En una entrevista sobre la noticia de la noticia, el periodista que dio la primicia, y que se declaraba satisfecho por la labor cumplida (como si alguien hubiera sido salvado), la llamaba "Juliana", con el primer sonido trocado.

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"Estar despertando, sintiendo consciente las eventualidades de la vida, hacen que el tiempo no ayude para nada", escribió en Twitter hace unos años el asesino de la niña, Rafael Uribe. Puede leerlo en Internet cualquiera, como si hubiera sido escrito hoy. O, mejor dicho, no puede leerlo, pues allí no dice nada. El juez dijo, al dictar la sentencia: "La concesión de cualquier subrogado o sustitutivo resulta improcedente a favor de Rafael Uribe Noguera". También es incomprensible, para mí, ese lenguaje. Creo que las dos sentencias hablan sobre el tiempo que no pasa. Ambas hablan misteriosamente. Solo que ninguna contiene misterio alguno.

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Los adverbios "misteriosamente" y "profundamente" ("investigar profundamente", "el país está profundamente indignado", "el vigilante apareció misteriosamente muerto") se repiten en las declaraciones, los recuentos y las opiniones sobre la muerte de la niña. En la carta de arrepentimiento sin arrepentimiento de Uribe Noguera, que misteriosamente (no misteriosamente) no contiene una sola tilde, dice: "Lamento profundamente la muerte de Yuliana". ¿De qué profundidad se habla? ¿Qué significa "lamentar"? Cuando oigo "misteriosamente", recuerdo el misterio de que el cuerpo de la niña muerta, estrangulada, violada, asfixiada, raptada, abandonada por absolutamente todos y por mí, estuviera untado de aceite de cocina. Un misterio así de sucio: la suciedad misma, que no es nada.

Muerte también es que las palabras, que supuestamente sobreviven a la muerte y que son lo único que los muertos tienen, pierdan el significado. A la niña ha sobrevivido el lenguaje sin alma, mortífero, de la prensa, de la "opinión pública", el "público repudio", y "la solidaridad del público"; ese aceite de cocina que unta el cuerpo de la muerta, como para que sea cocido y comido por todos, ese aceite que lubrica el consumo de historias de "la vida real".

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Los medios decían: "Parecía que la pequeña ya no estaba con vida". No decían "viva". Tampoco decían "La niña estaba muerta". Decían "sin vida". La vida era una añadidura. El artículo para los artículos de la prensa —la niña para el consumo— era uno: con vida o sin ella, lo mismo. Cinco meses después, no hemos imaginado a la niña viva ni a la niña muerta. ¿Cómo hacerlo, si no podemos imaginar el momento de la articulación —de la desarticulación— entre la vida y la muerte, el momento de la lucha que tuvo lugar entonces entre el humano y el humano?

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No es el aceite de cocina en la escena del crimen, sino el lenguaje, lo que ha borrado todas las huellas de los culpables.

Imagino que hay otro programa de televisión; uno tal vez macabro, que, a la manera de un ejercicio jesuítico de composición de lugar, pero forense, nos propone: "Ahora imagínela. Está tirando patadas porque quiere que la devuelvan a su casa. Quiere que se acabe. Piense en lo que significa querer que algo acabe y que lo único que se puede acabar sea la vida. Piense en el pescador y en los peces que se retuercen fuera del agua. Piense en esto: la exclusión definitiva, después de todas las exclusiones. ¿Qué significa? Mírela. Mire el cuerpo flaco de siete años. ¿Qué puede querer él ahí, de qué manera se está odiando, de qué manera se castiga en ese cuerpo, y a quién más castiga? Ahora, oiga: ¿Cómo la llama? ¿Qué le dice? ¿Dice su nombre como lo ha dicho usted tantas veces en estos días? ¿Él conoció el nombre? ¿Y ella dijo algo? ¿Con qué acento, con qué voz hablaba esa niña? ¿Qué siente? ¿Qué entiende? ¿Quisiera entender algo pero no puede? ¿O ni siquiera puede querer entenderlo? Lo imposible es imaginar lo que siente o piensa un niño en el abismo. O sea, señor espectador, que en realidad su pretendida empatía es imposible. Hubo allí un ser humano cuya experiencia es y será totalmente inaccesible para usted. Eso es el horror. Ante esa realidad atérrese, que la consciencia de la inaccesibilidad es más efectiva y más poderosa que la falsa conmiseración. Usted puede imaginar al adulto. Imagine que ahora él penetra a la niña cautiva. Piense en ese 'profundamente', que sí significa algo, que desgarra y destruye, cuando diga que está 'profundamente indignado'."

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Si bien el ejercicio de imaginación es inútil e insoportable, mucho más inútil e insoportable es el ejercicio —en el que sin embargo se compromete toda la sociedad— de no imaginar y de desconocer los límites del sentimiento y de la mente. En una entrevista en televisión, el forense pronuncia una oración desarticulada que me parece llena de significado: "Es que pensar uno en la situación de Yuliana es desgarrador. Está fuera de la percepción humana. O sea, de lo que uno está dispuesto a percibir".

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El noticiero muestra la camioneta del asesino, que entra en el garaje del edificio. La niña forcejeó en el carro, dice el locutor, "pero por respeto a la memoria de la niña y a la dignidad de su familia, nos abstenemos de mostrar los detalles de la imagen". ¿Qué detalles de qué imagen? ¿El momento de la niña que pelea contra el hombre es el detalle que ofendería su memoria? ¿No lo muestra pero lo muestra diciendo que no lo muestra? Y todos los consumidores de noticias quedan profundamente violados en ese hondo agujero que es la palabra "dignidad". Se declaran "indignados", que no quiere decir otra cosa que su contrario: quedan dignificados, sintiéndose dignos. No es el aceite de cocina en la escena del crimen, sino el lenguaje, lo que ha borrado todas las huellas de los culpables.

Dice otro reportero: "La niña mueve sus piernas, que posan en la silla del copiloto". Habrá querido decir "reposan", que tampoco era el verbo justo. La niña, pues, posaba en el asiento, según el reportero sin lenguaje. Esa oración queda, y cada oración es un epitafio. Haber cuidado el lenguaje era haber cuidado la tumba.

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En un programa periodístico se dice que 2.000 niños son abusados sexualmente cada año. En otro, que 10.000. Lo dicen con el mismo espanto, con el mismo énfasis. No es reprochable que se confundan: son incontables 2.000 y son incontables 10.000. Todos son ceros. La prensa y el público se han fijado en una sola, y está bien. Solo que nadie se ha fijado en ella, en realidad. Mírenla, por ejemplo, en la foto que todos los periódicos difunden: con corona de reina de belleza. Que quería ser modelo, se dijo. ¿Modelo de qué? Vestida de rosado, el único color que visten las niñas colombianas, ricas y pobres, uniformadas. El sambenito. Luego se ve esa ropa rosada en el tanque del inodoro del asesino, que es hijo y sobrino de reinas de belleza coronadas. Entre las reinas también está "la prueba reina", que es una u otra según qué noticiero, pronunciada por la presentadora, también ella ex reina de belleza probablemente.

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La promotora de un referendo para dar prisión perpetua a violadores y asesinos de menores dice que quiere "la cadena perpetua para los verdugos de los niños", ignorando que verdugo es quien ejecuta una sentencia de muerte dictada por otro, no quien asesina por su propia voluntad. "Pues yo estoy del lado de las víctimas", dice contento de sí mismo un senador de la república, como si eso significara algo y como si todo el mundo no estuviera al lado de las víctimas, y como si, cuando alguien está del lado de los victimarios, no fuera por considerarlos víctimas. "La mañana gris del 4 de diciembre el horror timbró en la casa de los Samboní", dice un periodista acerca de una casa que seguramente no tiene timbre, y suponiendo que el "horror" esperaría a que le abriera el dueño de la casa sin dueño. "Nació el nuevo hermanito de Yuliana", dice la prensa, cuando el problema es que Yuliana no tendrá hermanitos ni nada nunca más. A nadie parece importarle lo que dice alrededor de la muerte, de la muerta, del último límite. Hablan, pero solo fingen que hablan. Pescan las palabras con dinamita.

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Se dice en la radio: "La celda (donde está encerrado ahora el asesino) es estrecha, oscura y húmeda y solo tiene una ventana pequeña por donde ingresa una mínima cantidad de luz". "El dragoneante lo saca una sola vez al día para que tome el sol, una sola hora". En otra emisora le dicen a otro dragoneante: "Venga, chismosee cómo es la situación en la cárcel con este señor". Y, al oír que en la celda no entra la luz, replican: "Así sí va a aprender lo que es la vida". Lo que es la vida. ¿Qué es la vida y quién lo sabe?

Una amiga mía pregunta qué tiene que ver que la celda sea húmeda con la justicia. Otra amiga mía —una niña, tal vez— pregunta si no se supone que los monstruos se van cuando entra la luz. Yo me quedo pensando en ese verbo "ingresar". La luz no entra, sino que, en el lenguaje periodístico, "ingresa", como se ingresa a una institución o como ingresan los ingresos. Entonces recuerdo el tema favorito del "clamor nacional" y de la "consternación de la ciudadanía": que el asesino fuera un "hijo de papi" y que "muy bien que la justicia sea para todos". Es cierto: en Colombia la aplicación de las penas no es igual para los ricos y para los pobres. Los de arriba están por encima de la ley, los de abajo están por debajo, y los del medio quieren linchar a los unos sin ponerse del lado de los otros. Pero la justicia no son las penas, y la justicia no es para nadie. Y el imaginable e inimaginable momento final de la niña violada, raptada, engañada, golpeada, untada de aceite, asfixiada y estrangulada, no se traduce, en la vida de quien la mató, con una celda en la que no entra el sol. O a lo mejor sí. A lo mejor la justicia es metafórica, como el dinero.

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"Los investigadores concluyeron que los billetes que le entregó Uribe Noguera a la niña ese sábado y el domingo eran didácticos", dice otro reportero. ¿Qué quiere decir con "didácticos"? ¿Quiere decir que enseñaban algo —que iban a enseñarle algo a la niña—? No, quiere decir que eran de juego. ¿Pero entonces por qué usó esa palabra? ¿Y qué quiere decir con que "los investigadores concluyeron"? ¿Hacía falta hacer una investigación y sacar conclusiones para distinguir un billete de juguete de uno de dinero? Allí se dice que los billetes eran de mentiras y en otro lugar se dice que el asesino le ofreció a la niña 2.000 pesos y, en otro, que 10.000 (las mismas cifras de los niños abusados sexualmente cada año o cada mes o cada algo). ¿Cómo es que nadie puede decir lo que querría decir algo? ¿O es que nadie quiere decir nada y todo el mundo está secuestrado en el uso falsificado de la lengua? ¿Cómo es que todo en torno a la niña muerta se dice como una mentira? ¿No parece que los testigos dan vueltas en la inconsistencia, como en un juego de niños?

El escenario ya no es un barrio, sino un tablero de Monopolio en el que la niña usada como mujer está obligada a jugar al dinero, a tener y no tener, con el niño que creció sin crecer y que jugó a comprar una niña. Lo atroz sucede entre dos niños.

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El edificio del crimen, construido por la empresa familiar del asesino, tiene el nombre —Equus— de una obra de teatro y una película sobre el tratamiento de un joven que ha cegado a unos caballos a raíz de sus complejos sexuales y su obsesión religiosa. El psiquiatra que trata al muchacho tiene un sueño recurrente en el que eviscera a unos niños. El caballo, objeto de la fijación sexual del muchacho, es Dios. El muchacho debe cegar a los caballos porque sus ojos —los ojos de Dios— lo han visto en verdad. Es relevante ver qué hay en el nombre del edificio porque el nombre es ese y no otro. Es más relevante que repetir, una y otra vez, que "era un elegante edificio", como hizo la prensa. O al menos es tan relevante como eso. Pero no se hace, porque mirar la película da más pereza que mirar la fachada del edificio. O quizá porque "La simplicidad es la mayor sofisticación", como dice en su Twitter el arquitecto Uribe Noguera.

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"¿Usted sintió que había algo raro, un hermetismo?" le pregunta un periodista a otro periodista, que remotamente entiende la pregunta y la responde con otra vaguedad. ¿Alguno de los dos sabe qué quiere decir "hermetismo"? Otro periodista pregunta, creo que al forense, en una entrevista en la radio: "¿De pronto hallaron alguna molécula, alguna sustancia, quedó alguna rastra (sic)…?… Pero entiendo que una molécula los está conduciendo…". Lo dice con flema científica y como si hablara del descubrimiento de vida en Marte.

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El celador, que controla las puertas de otros que le pagan por ello, que permanece frente a una casa que no es la suya y donde se teme a quienes vienen de donde él viene, siempre está fuera de lugar. Su lugar es estar fuera de lugar. Esa es su utilidad y esa es también su amenaza. Es carcelero, sospechoso, cómplice y sirviente. El celador del edificio Equus, que estaba presente cuando el asesino metió allá a la niña, se suicidó unos días después del asesinato. Dejó una carta para su familia, en la que dice: "No quiero dañarles la Navidad". Habla como otro niño, en este país de personas que no se hacen adultas (porque ese, no otro, es el objetivo del subdesarrollo).

En un sitio de Internet se usa un fotomontaje para anunciar la noticia de que el vigilante se ha suicidado y ha dejado un "misterioso mensaje". En el fotomontaje aparece un hombre cualquiera con disfraz de portero y la foto de una carta manuscrita cualquiera. Si uno agranda la carta, lee: "Hello, Albert Hofmann. I understand from media accounts that you feel LSD helped you creatively…": No es ningún misterio. No es nada. Es una coincidencia, la plantilla de una carta encontrada en Internet que han pegado allí, un chiste involuntario, una gratuidad articulada, la especialidad de la prensa.

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Cada lugar se convierte en otro en la pantalla: el barrio rico se diluye en el barrio de invasión, que colinda con él y al que el rico va a escoger una niña para destruirla. La casa de la niña, que desde su construcción parece demolida, se convierte en el interior de una camioneta. La portería del edificio rico se convierte en la casa de un conjunto residencial del barrio pobre donde vivía el portero suicida. La niña muerta, hija de un obrero de la construcción, ve un apartamento con acabados, el del arquitecto Uribe Noguera: es el lugar donde va a acabar. Podría haberlo construido y acabado su padre. El apartamento se convierte enseguida en la habitación de un hospital, y enseguida en el juzgado, y enseguida en la celda de la prisión. La niña no queda en ninguna parte. Todas son imágenes en la pantalla y todas son casillas del tablero de Monopolio, y todo es posible.

En el lugar común vivimos expulsados de nuestra lengua y, por tanto, de nuestra experiencia: muertos

Una amiga mía dice: "Eso lo que hay es un bollo que quieren tapar. Como que en la rumba de excesos de los poderosos está de moda violar niños y quién sabe quién esté untado". Paso días con ese terror: el de estar no sé dónde, gobernada por antropófagos. Otra amiga dice: "Igual yo no creo que a un loco así le importe estar incomunicado en la celda oscura. Él vive en su cabeza solamente". A lo mejor tiene razón. Me hace pensar en la imposibilidad de todo castigo.

En una publicación de Twitter —otro lugar sin lugar— el asesino ha escrito hace unos años: "Que (sic) delicia el sol!". ¿Qué lleva a alguien a constatar el bien del sol?

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La "celda pequeña, oscura y húmeda" es el lugar común. La "lujosa residencia del exclusivo sector de Chapinero Alto" es el lugar común. El "Entiendo el dolor de la familia porque yo también tengo sobrinos" es el lugar común. El artículo 44 de la Constitución es el incumplido e incumplible lugar común. El "Yo también soy mamá" es el egocéntrico lugar común. El "#YosoyYuliana", que junta unas palabras con otras y las asfixia, y hace hablar como por hechizo a la muerta, la única que, desde la creación del mundo hasta su final, habría podido decir "Yo soy Yuliana", es el lugar común. ¿O acaso al ver ese hashtag alguien se hace consciente de que tal vez todos sí somos todos y cada uno contiene a los demás, a las víctimas y a los victimarios? El "Hoy el país volvió a ser uno en torno a" es el perverso y ocultador lugar común. El "Este crimen no solamente ha impactado a Colombia sino al mundo entero" es el patético lugar común de un país que siente que no está en el mundo. El "Un demonio disfrazado de ser humano" es el lugar común del desconocimiento del ser humano. El "Ojalá lo violen en la cárcel" es el lugar común del impotente. El "Ella no se merecía esto" es el estúpido lugar común del merecimiento, que no deja ver que nadie merece ningún mal. El "Las garras de Rafael Uribe Noguera" es el lugar común de la denigración del animal. El "Los hermanos Uribe Noguera están en la mira de la fiscalía" (como si la Fiscalía debiera ser un fusil, con mira) es el lugar común que usa cualquier metáfora para cualquier caso. El "Yuliana sigue viva. Cuenta con nuestro apoyo" es el irresponsable, absurdo y defraudador lugar común. El "Este rompecabezas, del que hoy se destapó una nueva pieza" es el lugar común de la metáfora imprecisa y el juego que manipula el morbo. La "humilde vivienda de un barrio de invasión" con "la cama donde la pequeña dormía con su hermanita y sus padres" es el lugar común y hacinado en el que no cabe nada ni nadie. Llamar a las personas que sobreviven con poquísimos recursos "humildes", privándolas así del recurso del orgullo, es el infamante lugar común. El "Queridos míos", que escribió el asesino en el encabezamiento de su carta, copiándoselo a algún cura, es el baboso lugar común, y su "Desde mi corazon (sic) y con todo mi amor les pido perdon (sic) por el 4 de diciembre de 2016" es el insincero, impenitente lugar común.

Esos son nuestros lugares. Sin acentos. Sin significado. Sin gente. El lugar común no es común sino de los medios, no es propio ni es público ni es de nadie, y, estando en él, nadie puede "ponerse en el lugar del otro" —en ese otro lugar común—, pues no puede ponerse en el lugar propio. El lugar común es el enemigo de la justicia. Es el baldío de miles de hectáreas apropiado por empresas agroindustriales gracias a abogados que también y de otro modo tronchan el lenguaje, etcétera.

En el lugar común vivimos expulsados de nuestra lengua y, por tanto, de nuestra experiencia: muertos. En la psicopatía de la fórmula, en esas frases hechas que son casa de barrio de invasión y apartamento pretencioso en el que existimos sin consecuencias y sin caridad, en ese vehículo de comunicación que es una camioneta en la que dejamos que quién sabe qué impulso autodestructivo de la lengua hable por nosotros, nos encontramos todos: el sociópata con dinero, el padre y la madre de la niña muerta, usted, que está leyendo esto para ver qué, y yo, que presumida intento articularle un mundo literariamente al pasado 4 de diciembre, pues me parece que no lo tiene.

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El padre de la niña que llevó una corona y luego perdió un zapato en la camioneta de su raptor, que fue violada y golpeada, que "gritaba demasiado" y por eso fue asfixiada y estrangulada, que luego fue desconocida dentro de la indignación de la prensa y de todos los adultos que dijeron y que no dijeron nada, el padre de esa niña, el que la engendró, cuenta en una entrevista un sueño: buscaba a su hija que pasaba lejos, la llamaba y no podía alcanzarla. Habla muy bajo y en un español difícil de entender para mí. Parecería que viene de hablar otra lengua. El asesino ¿había dormido la noche anterior a la mañana en que raptó a la niña, o desde hacía cuánto tiempo no dormía? ¿Cuál es la articulación entre sueño y vigilia en el crimen? En una publicación de hace unos años en Twitter, Uribe Noguera dice: "Nunca paremos de soñar". Tenía esa frase de cajón para decirle al mundo. La digitó letra por letra y, supongo, con gravedad. No tengo idea de qué significa esa frase, ni sé cómo era el sueño del padre.

Después de contar lo que ha soñado, el padre cuenta que su hija izó bandera en el colegio y que guardaron la banderita, y que la niña dijo que iba a izar bandera hartas veces. Cuando lo dice, se pone a llorar. El padre se quiebra al mencionar la bandera guardada de la patria, la bandera del padre, la esperanza de la bandera. Él y la madre y la niña vienen de la vereda El Tambo, en el Cauca, donde unos campesinos siembran, y más bien no siembran nada sino que se van a la ciudad. Los días de esa tierra pobre, las palabras que allá se dicen, la semilla que ni se siembra ni se cosecha: ese no es un lugar común. El televidente y el lector de prensa no lo ven. Yo no lo imagino. No lo conozco. Está por fuera de "los acontecimientos fatídicos que estremecieron al país" y es el acontecimiento fatídico. No tiene narrativa. Si me lo muestran en un video, poco puedo entender de él. Si me lo describen, se me perderá enseguida. Que la tierra —del alimento y de los muertos, del país— no sea nuestro común lugar es lo que ha sucedido "misteriosamente" y "profundamente".