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verduras de las eras

A favor del escepticismo

ENSAYO | Inspirada en una reflexión de hace doce años, la escritora Carolina Sanín pone en tela de juicio la forma de escribir columnas de prensa en Colombia.
DS
ilustración de Daniel Senior

Hace doce años, un grupo de personas y organizaciones religiosas demandó a los responsables de la publicación de una foto supuestamente sacrílega en la revista SoHo. En la foto se aspiraba a "recrear" la pintura de La última cena de Leonardo da Vinci con una mujer empelota en el lugar de Jesús y con renombrados personajes nacionales de diversos oficios (dos políticos, un ex futbolista, un periodista, un boxeador, un cantante, un empresario, un escritor, un publicista, un activista) en el lugar de los apóstoles. Siguió una serie de columnas en la prensa, en las que se defendía con justa razón la libertad de prensa y el estado laico. Se convocó también a una marcha para respaldar a la revista. Finalmente, en justicia y afortunadamente, se falló a favor de los demandados.

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Recuerdo vagamente que traté de pensar sobre la foto y sobre la situación: ¿Qué quería decir la revista al poner unas tetas de silicona en el lugar del corazón del anfitrión de la famosa cena? ¿Se estaba comentando sobre el deseo, sobre la idealización religiosa y la sublimación erótica, sobre la hospitalidad, sobre la leche y el vino, sobre el arte renacentista, o sobre algo? ¿Se estaba haciendo acaso una sugerencia interesante sobre la feminidad de Jesús? ¿Era buena la foto? ¿Tenía alguna gracia —alguna ironía, algún humor, alguna belleza— la puesta en escena? ¿Contenía algo que hiciera pensar en lo que en ella se representaba, o en otra cosa, o solo señalaba la fantasía enemil veces repetida de la aparición de una mujer desnuda en cualquier parte? ¿La foto formulaba una crítica —es decir, proponía una lectura— del símbolo de la última cena, o constituía una provocación sin contenido? En la escena desacralizadora, ¿tenía sentido la elección de los personajes que ocupaban el lugar de cada apóstol —por ejemplo, se había pensado en quién estaría en el lugar de Judas Iscariote—? ¿Qué decía la foto sobre el cuerpo femenino, sobre la compañía masculina, sobre la celebridad, sobre el sacrificio o sobre el cristianismo?


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En esa época, en la que yo todavía no publicaba columnas en la prensa, comenté el caso con un joven columnista bastante conocido y suficientemente liberal. El reclamo de los católicos demandantes me parecía presuntuoso, abusivo y desfasado. La foto me parecía también presuntuosa, carente de imaginación, falsamente transgresora y crasamente insulsa. Entre el elenco de la foto estaba el político más importante de izquierda de entonces, un candidato presidencial en quien muchos estábamos dispuestos a confiar. Me inquietaba la participación de ese político (y gran jurista) en una revista que se definía como "Solo para hombres", una revista cuyo tono era inconfundiblemente machista y muy a menudo clasista, y que se jactaba de no pagarles a las mujeres que salían desnudas en sus portadas. Me sorprendía, además, que nadie advirtiera la ironía de la imagen y la superfluidad del escándalo; en realidad, la foto era evidentemente católica y eminentemente conservadora: un grupo conformado por hombres y una mujer se reunían en torno a la figura idealizada y sacrificial de otra mujer. La imagen no era una crítica de La última cena, sino una versión fidedigna de lo más superficial y más obvio que la última cena podía transmitir. Los católicos podían sentirse conmovidos por esa actualización de sus prejuicios misóginos y excluyentes. De transgresor yo no veía allí nada.

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Más o menos así se lo dije al joven columnista, quien replicó que Colombia no estaba "lista para esas discusiones". Dijo, más o menos, que lo mío era una sofisticación que solo podía ser contraproducente políticamente. En Europa o en Estados Unidos, donde la libertad de prensa estaba, según él, mejor establecida, tal vez mis preguntas podían ser fértiles. Aquí, debido al atraso (supongo que para él irredimible) de nuestras discusiones ideológicas, mi cuestionamiento sería paradójicamente leído como antimoderno. En un país acostumbrado a no leer, una descalificación de la foto sacrílega se identificaría con el reclamo religioso de los ofendidos por el sacrilegio. Aunque pareciera inverosímil, asumir una actitud inquisitiva era ponerse del lado de la Inquisición y no de la libertad. Había que cerrar filas contra la intolerancia de los católicos, en lugar de ponerse a hacer análisis que pudieran "confundir al público", conformado por electores antes que por lectores.

En los años que llevo publicando columnas en la prensa, he percibido a menudo en otros la misma actitud o la misma creencia de aquel columnista. Analizar el discurso o la obra de alguien que defiende un derecho es visto como peligroso y casi criminal. En Colombia se espera del intelectual público un discurso menos intelectual que político, en el sentido estrecho de lo político; es decir, se espera la emisión de proclamas a través de las cuales el intelectual establezca su fidelidad a uno de dos bandos y persuada a los lectores con palabras grandilocuentes —especialmente con llamados sentimentales y con advertencias de peligros asesinos— de tomar también esa posición. Con excepciones que se cuentan en una mano, los columnistas colombianos cumplen la función de apuntalar los campos ideológicos en los que se inscriben, y poco más. Además de tener poco valor estético y de dar poco para el cultivo del pensamiento, sus textos tienen un muy limitado valor político, pues suelen dirigirse a quienes ya están de acuerdo con ellos.

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El miedo al pensamiento —la calificación del cuestionamiento como "peligroso"— ha probado ser letal históricamente.

Las columnas de prensa tienden a convertirse en algo uniforme, unánime y unísono: en la simple manifestación de una vacua solidaridad (que no es solidaridad sino lástima) con las víctimas. Ir más allá de estas funciones es considerado maligno. Leer los discursos de las víctimas y los victimarios —y por tanto, dejar de ver a las víctimas y a los victimarios exclusivamente a través de sus padecimientos o de sus pasiones— es percibido como una sofisticación insensible, cuando en realidad es lo contrario, ya que procede de un deseo de auténtica sensibilización, del llamado a una atención mayor, a un mayor cuidado y a un mejor amor. Todo discurso es observable y analizable. Muchas veces, quien lee y critica el discurso de quien reclama un derecho no está en contra de la reivindicación del derecho que se reclama sino a favor de ella; quien critica un discurso considera al autor del discurso en su complejidad enunciativa, y se toma en serio su igualdad con él.

Se ha llegado a ver como distante, frío y cruel a todo aquel que interpele con una palabra distinta de "pobrecito" o alguna de sus largas variantes a otro que esté en una situación de desfavorecimiento social relativo o absoluto. Esa posición ignora que entronizar la arenga como única expresión válida del pensamiento político, y contraponer el obrar bien al pensar cuidadosamente —o imaginar una antinomia entre "ser brillante" y "ser ético" (para citar los términos que usó cierta columnista suficientemente liberal en una columna reciente)— no es más que la posición de todos los fascismos. El miedo al pensamiento —la calificación del cuestionamiento como "peligroso"— ha probado ser letal históricamente.

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Las columnas de prensa tienden a convertirse en algo uniforme, unánime y unísono: en la simple manifestación de una vacua solidaridad (que no es solidaridad sino lástima) con las víctimas.

Tras los ataques de fanáticos islamistas al semanario Charlie Hebdo en París, fue considerado inaceptable que algunos, a la vez que deplorábamos los ataques, observáramos el perezoso contenido de las caricaturas de Charlie Hebdo y revisáramos la verdadera definición y la verdadera función de la sátira, o que recordáramos que el Islam no es equivalente al islamismo. En medio de nuestro proceso de paz, ha sido considerado antipacífico que, a la vez que apoyamos el final de la guerra, cuestionemos el elusivo significado de la paz, advirtamos el narcisismo del presidente, recordamos que la guerrilla tenía motivos poderosos y justos para hacer la guerra, o hagamos notar el oportunismo condescendiente de los profesionales del posconflicto. En el campo de la cada vez más prohibida discusión sobre el género, es considerado "fóbico" (es decir, no solo es descalificado, sino también patologizado) el que a algunos nos preocupe que la lucha por la libertad sexual parezca haberse convertido en la única lucha por la equidad aceptable en el capitalismo, y que en ocasiones el subtexto de las reivindicaciones LGTBI relegue la lucha feminista y de hecho se convierta en un arma del patriarcado. Se ha dicho que quienes advertimos un esencialismo binarista y una contradicción lógica en las proclamas del activismo transgénero estamos "en contra" de la existencia de los individuos transgénero, cuando, por el contrario, estamos afirmando su vida y su existencia, y estamos presumiendo que su discurso es legible y tiene un contenido semántico.

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A la sentencia que condena la actitud escéptica sigue a menudo la ilegitimización de la persona del escéptico por su circunstancia. Resulta que pensar por sí mismo es la expresión de un elitismo imperdonable. Si la escéptica es una persona blanca (que es como aquí se llama a una persona mestiza americana), entonces el que hable sobre la desigualdad constituye una usurpación. Si la escéptica ha tenido una educación formal, entonces su discurso sobre la justicia y la injusticia procede de la ignorancia sobre la "vida real". Si la escéptica tiene medios de subsistencia, entonces es hipócrita que hable sobre el capitalismo. Si la escéptica no es homosexual y se identifica con el sexo descrito por los genitales con los que nació, entonces no puede tener ninguna noción de género o de identidad o desidentidad, debido a su increíble posición de privilegio.

En verdad, la lectura honesta es contraria a la fobia. La atención es lo opuesto del desdén. El producto de la atención es el ensayo, y no el pronunciamiento de una opinión. Y el ensayo —nunca sobra aclararlo, a propósito del género— no es el paper académico, sino ese tejido (a veces claro, a veces confuso) de confesión, anécdota, fábula, análisis, conocimiento y especulación, a través del cual el sujeto se compromete profundamente, pone en juego su experiencia, su intuición y su creencia, e intenta salvar, a fuerza de preguntas, la distancia que lo separa de su objeto. Fue inventado por Michel de Montaigne y es el medio de expresión del escepticismo moderno, que es el radical y demoledor enemigo de la indiferencia y de la tibieza.


Lea todas las columnas de Carolina Sanín aquí: