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Recordando A Los Wandervogel

Las bandas de estilistas chaperos que aterrorizaron a los nazis.

      Si creéis que la cultura juvenil dio comienzo después de la 2ª Guerra Mundial, os equivocáis. Su historia se remonta a finales del siglo XIX, cuando distintas bandas urbanas en Norteamérica y Europa empezaron a provocar escandalizados titulares en la prensa a causa de sus actitudes y vestimentas: los Hooligans en Londres, los Apaches en París, los Scuttlers en Manchester y los Hudson Dusters en Manhattan.

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Estos chicos de la calle vieron sus ropas extravagantes y mal comportamiento reflejados en los pujantes nuevos medios de comunicación, pero carecían de ideología alguna. Hubo, sin embargo, un grupo de disposición totalmente distinta. Surgidos en Alemania en los primeros compases del siglo XX, los

Wandervogel

—literalmente, aves errantes—rechazaban el avance del materialismo, el consumismo y la sociedad de la producción en masa en favor de investigar el folklore y vagabundear por el campo.

Tras la 1ª Guerra Mundial, los Wandervogel se escindieron en muchos grupos diferentes, abarcando desde los proto-hippies de la comuna de Ascona a los proto-fascistas Caballeros Blancos. En 1929 la economía alemana se hundió y, al igual que sucede hoy, los jóvenes acusaron el golpe de forma desproporcionada: medio millón de adolescentes se dedicaron a vagabundear por el país sin esperanza alguna.

Lo que fuera una elección de estilo de vida se había convertido en pura y cruda necesidad. En situación desesperada, muchos adolescentes traspasaron la frontera con la criminalidad abierta. La periodista de investigación Christine Fournier descubrió a una de las más insólitas agrupaciones de bandas en el Berlín de 1930. Las calificó de bandas juveniles “del Círculo”, y tipificó su actitud como “odio por la sociedad”.

Sin hogar y a la deriva en el seno de la sociedad adulta, estos chicos se organizaron en bandas de nombres agresivos, a menudo de inspiración india: Sangre de los Tramperos, Apaches Rojos, Amor Negro, Bandera Negra o Piratas del Bosque, y se mantenían a flote cometiendo hurtos y pequeños robos y dedicándose a la prostitución, tanto masculina como femenina.

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Todo esto era asunto bastante habitual entre la delincuencia juvenil de Europa y América, pero lo que hizo de las bandas del Círculo algo poco común fue su enorme número y el sofisticado salvajismo de su estructura social. A finales de la década de los 20 se habían consolidado en una gran federación con grupos distribuidos geográficamente (el Círculo del Sur, el Círculo del Este…) liderados por un Círculo central.

A comienzos de los años 30 ya habían establecido elaborados y extraños códigos de conducta. Los aspirantes a ingresar en una de las bandas estaban obligados a someterse a rituales sexuales—un “bautismo” pagano que a menudo incluía sexo o masturbación en público—antes de ser admitidos. La ceremonia de iniciación casi siempre degeneraba, según Christine Fournier, en “una borrachera desenfrenada, una loca orgía”. Ella lo llamó “un espontáneo regreso a la barbarie”.

En 1932, el periodista radical francés Daniel Guerin, de visita en Alemania, se topó con una de estas salvajes bandas cerca de Berlín. Parecían Wandervogel pero “tenían los rostros afligidos y depravados de los rufianes y las más extrañas coberturas en sus cabezas: chaplinescos bombines negros o grises, sombreros de mujer mayor con las alas vueltas hacia arriba y adornadas con plumas de avestruz y medallas”. También dio fe de “pañuelos o bufandas de colores chillones atadas de cualquier manera alrededor del cuello, pechos desnudos asomando por sus camisetas de tirantes anchos, brazos adornados con tatuajes fantasiosos o lascivos, péndulos o enormes anillos en sus orejas, pantalones cortos de cuero sujetos con descomunales cinturones triangulares pintados con los colores del arco iris, números esotéricos, perfiles de rostros e inscripciones como Wild-frei [salvaje y libre] o Rauber [bandidos]”. A Guerin le parecieron “una extraña mezcla de virilidad y afeminamiento”, y le preocupó que “aquellos que supieran cómo disciplinar a estos apaches disfrazados pudieran hacer de ellos bandidos reales”. Algunos de ellos—como Winnetou, un destacado líder de Círculo—se convirtieron en nazis. Otros pasaron a la clandestinidad: siguieron viviendo libres, errando de un lugar a otro y hostigando a los nazis allí donde tuvieran ocasión. Esto no era moco de pavo. En 1939, más del 80 por ciento de varones alemanes entre 10 y 18 años era miembro de las Juventudes Hitlerianas. Leyes estrictas y poderosas organizaciones policiales controlaban la obediencia y docilidad de la población joven. Eludir esta organización de carácter casi carcelario impuesta a la juventud era extremadamente difícil, pero incluso con el régimen en su cénit hubo jóvenes que arriesgaron su libertad y sus vidas para vivir del modo en que querían. El eslabón más débil del régimen nazi estaba en el corazón industrial de Alemania, la región de Rhine-Ruhr, y en los primeros años de la guerra, bandas de los barrios de las grandes ciudades de la zona empezaron a organizarse con la intención expresa de evitar prestar servicio en las Juventudes Hitlerianas. Se les dio el nombre genérico de Piratas del Edelweiss—al igual que las bandas de los Círculos, habían adoptado el edelweiss como insignia—, y se identificaban con nombres de fantasía, como la Banda de Shambeko (Düsseldorf) o los Navajos (Colonia). Trabajando por regla general en las industrias básicas en tiempos de guerra, expresaban su diferencia vistiendo ropas anglo-americanas, un acto de desafío que compartían con otra banda más conocida, los Swings de Hamburgo: camisas a cuadros de vivos colores, ajados sombreros con dijes o chapas con el dibujo del edelweiss y proto-góticos anillos de cráneos y tibias cruzadas. Esto representaba una afrenta directa a la uniformidad que las Juventudes Hitlerianas reclamaban durante la guerra. Los Piratas del Edelweiss mantuvieron la vieja tradición de los Wandervogel de vagar a lo ancho y largo del país, pero ahora que esas actividades estaban estrictamente prohibidas, adoptaron un ángulo político. Alteraban el texto de canciones contemporáneas de éxito para convertirlas en himnos anti-nazi: por ejemplo, “Escucha cantar a los joviales camaradas / Rasguea el banjo, pulsa esa cuerda / Y se te unirá la muchachada / Nos vamos a librar de Hitler / Y él no podrá hacer nada”. Como era inevitable, los Piratas del Edelweiss entraron en conflicto con las Juventudes Hitlerianas; cuando esto sucedió, molieron a palos a estos. En 1941, un trabajador social escribió: “Están en todas partes. Son más numerosos que las Juventudes Hitlerianas. Y todos se conocen entre ellos, están unidos, forman una piña. Son tantos que pueden propinar palizas a las patrullas. Nunca aceptan un no por respuesta”. Los deseos del régimen de controlarlo todo aumentaron a medida que se recrudecía la guerra, y de igual manera aumentó la oposición a ese control. En Colonia, un gran número de Piratas del Edelweiss se aliaron con prisioneros fugados de campos de concentración, desertores y trabajadores forzosos en un programa de resistencia armada que culminó con el asesinato del jefe local de la Gestapo. Los nazis, en represalia, ahorcaron en público a trece Piratas en el mismo centro de la ciudad, entre ellos el líder de los Navajos, Barthel Schink, de 16 años. Los Piratas del Edelweiss, en la práctica, exteriorizaron la lucha entre el fascismo y el capitalismo, una de las bases de la 2ª Guerra Mundial. En un estado totalitario, reclamaban libertad: la libertad de tener su propia cultura en cuanto a vestimenta, música y formas de diversión. Éste era el ideal de juventud que promovía América durante los años de la guerra, y los disidentes alemanes lucharon por hacer realidad ese ideal.

ILUSTRACIONES DE JOHNNY RYAN