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Música

Que viva la polvadera: Hay un mar en mi pecho...

Nuestra música norteña favorita.

Aquí en Vice somos "un libro abierto", como dice la canción. Así que cada quince días le pedimos a uno de nuestros escritores, músicos o artistas favoritos del Norte que escojan una canción de su terruño y escriban un texto a partir de ella.

El poeta y novelista Julián Herbert es nuestro primer invitado. De niño, el autor cantaba corridos junto con su hermano a cambio de unos pesos en el transporte público de Monclova, Coahuila. Es en estos paisajes desérticos en donde ocurren una buena parte de las escenas más memorables de Canción de tumba (Mondadori), su más reciente novela.

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La historia es tan intensa que no me sorprendería si se pudiera sincronizar con un disco de Ramón Ayala, de la misma manera en que la película El Mago de Oz lo hace con The Dark Side of the Moon de Pink Floyd. Canción de tumba es un ejercicio autobiográfico que cuenta la historia de Guadalupe Chávez, la madre del autor. Guadalupe es una prostituta enferma de leucemia quien agoniza en un hospital saltillense, mientras el autor, siempre a su lado, explora con lápiz y papel su complicada relación y nos cuenta una de las historias más poderosas, desgarradoras y al mismo tiempo conmovedoras que he leído en mucho tiempo.

Para este ejercicio, Herbert seleccionó una versión semidesconocida de una canción de Cornelio Reyna interpretada por el saltillense Mario Saucedo, titulada “Hay un mar”.

Julián Herbert

"Hay un mar en mi pecho que me quita la vida"

“Hay un mar” es perfecta en el mismo sentido en el que lo son canciones como “There´s a tear in my beer” de Hank Williams o “En el último trago” de José Alfredo Jiménez: joyas del timing borracho, el lirismo bruto y la desesperación. Pero, a diferencia de estas últimas, cuyo mejor intérprete fue siempre el propio autor, “Hay un mar” corrió con una suerte levemente distinta; escrita por Cornelio Reyna (quien varias veces la grabó con desabridos mariachis), sólo revela su negrísima potencia en la versión –acelerada, casi casi punk norteño– de un semidesconocido cantante saltillense de nombre Mario Saucedo.

La letra se orienta hacia una ambigua metáfora: el mar del que se habla es obviamente el alcohol; pero también podría ser el llanto e incluso la memoria. En cualquier caso, lo partemadres de la visión es el simple reconocimiento de que, al beber, un hombre es un náufrago de sí mismo: un ahogado en sus propios fluidos orgánicos. La extremada poesía de esta intuición (“este mar lo formé sin que nadie supiera”) se vuelve lapidaria en la voz seca, sincera, casi ajena al histrionismo de Mario Saucedo, cuyo registro se cuenta entre los agudos más viriles de la música norteña.

Mario Saucedo tuvo, con esta y otras canciones, un moderado éxito en el mercado mexicano. Luego su estrella se extinguió: hacia el final de su vida, dicen, apenas si era reconocido por el público afecto a las cantinas de Saltillo, su pueblo. Cierta leyenda urbana afirma que, tras su funeral, los familiares descubrieron que junto con él habían sepultado importantes títulos de propiedad escondidos en el forro de su cuera tamaulipeca. Lo exhumaron solo para descubrir con espanto que el cadáver yacía bocabajo y con tremendos rasguños en la cara: lo habían enterrado vivo.