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Cultură

Cacería de Mesías

Acababa de quitarme los zapatos en el ardiente sol afuera de la Cúpula de la Roca cuando un anciano emergió del sombreado interior

Collages por Tara Tavi Acababa de quitarme los zapatos en el ardiente sol afuera de la Cúpula de la Roca cuando un anciano emergió del sombreado interior y negó con su cabeza con practicada firmeza. “No. Sólo musulmanes”. Me discriminaron religiosa si no racialmente, pero mi primer pensamiento fue de que él había cometido un simple error. Estaba pensando en el episodio de Los Simpson en el que Homero visita Jerusalén y termina hablándole a una multitud dentro de la Cúpula de la Roca. No se me había ocurrido que los escritores sacrificarían algunos hechos por risas. Antes de que pudiera responder, un segundo hombre, también estadounidense fue recibido con una mano extendida. “Sólo musulmanes”, dijo el guardián, esta vez con más autoridad, mientras otros hombres emergieron desde adentro.

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“¿De qué hablas?” exigió. “Yo pude entrar en el 99”.

Algunos de los musulmanes rieron y lo ignoraron. “Culpen a Sharon”, dijo uno de ellos al confundido turista. Entendí. En 2000, Ariel Sharon visitó la mezquita Al-Aqsa, adyacente a la Cúpula de la Roca dentro de la gran plaza del Monte del Templo. La estrecha colina es hogar del tercer sitio más sagrado para los musulmanes. También es la locación donde los judíos piensan que la Divina Presencia descansó, el punto donde el mundo y el hombre fueron creados. La visita de Sharon fue una clara muestra de fuerza de parte de un político israelí de alto perfil que pronto se convertiría en primer ministro. La audacia de su peregrinaje dio lugar a la segunda intifada. Yo lo sabía, pero nunca entendí lo grave de sus consecuencias. En retrospectiva, en ese momento en particular, tuve muchos problemas para entender muchas cosas. Después, al intentar descifrar mi estado mental, una potente combinación de jet lag e insolación, pensé en el Into thin air de Jon Krakauer. Sus descripciones de privación de oxígeno al estar en altitudes muy elevadas, especialmente los síntomas de malas decisiones y descuidos peligrosos, me resultaron bastante familiares. En este estado mental alterado, tuve dos relevaciones: podría permanecer parado ahí todo el día, perfectamente quieto en el calcinante sol, y disfrutar la procesión sin fin intentando entrar a base de palabras al Domo. Y que, si podía hablar con ellos y explicarles detalladamente el episodio de Los Simpson, recordando todos los chistes, de seguro me dejarían entrar. Sobreimpuesto en estos dos pensamientos en competencia, había un tercero algo tenue: no era cien por ciento yo. Andaba golpeado en la tierra de los golpeados, buscando a otros más golpeados. Andaba en búsqueda de víctimas del síndrome Jerusalén, una enfermedad psicológica repentina con tonos mesiánicos que algunos visitantes, principalmente cristianos, sufren poco después de su llegada a la ciudad. Normalmente terminan bañándose en alguna estación de policía o sala de emergencia, sufriendo de deshidratación y descuido personal de proporciones, digamos, bíblicas. Un puñado de pacientes son atendidos cada año en el Centro de Salud Mental Kfar Shaul en Jerusalén. Muchos se recuperan de sus episodios y siguen con sus vidas. Pero unos cauntos no se recuperan, y terminan en las calles. Viven como historias del caso. Hay varios tipos de síndrome Jerusalén diagnosticados. Están los locos tradicionales, los viajeros con visiones del mundo muy torcidas, extremadamente religiosos, que quedan atrapados en el campo de fuerza psíquica de Jerusalén. Algunos llegan diciendo que han decodificado secretos religiosos, como la fecha del regreso del Mesías, el lugar del Edén o el Gólgota, o los criterios exactos para alcanzar el cielo. Otros llegan para interpretar pasajes de la biblia particularmente grotescos. Muchos de ellos practican lo que la publicación Mental Health, Religion & Culture denomina “asceticismo psicótico”. Un estudio de MHR&C describió a un peregrino solitario que fue encontrado enflaquecido y descuidado en una banca en la calle. Aparentemente, Dios le dijo que “muriera de hambre en las calles de Jerusalén”. Para cuando comenzó a dudar de sus instrucciones, ya estaba muy débil como para pedir ayuda. El segundo tipo de síndrome de Jerusalén, uno más severo, es el de los mesías falsos. Estos son casos de alto perfil, gente que llega a Jerusalén y asegura ser Jesús o Juan Bautista o toda una serie de figuras bíblicas notables. Muchos tienen formación religiosa muy estricta y una familiaridad íntima con la Biblia. Muy frecuentemente les dan un mensaje secreto. El tercer tipo, el síndrome Jerusalén puro, sigue todas las reglas del tipo dos, pero con una excepción crucial: estas personas no tienen ni un solo antecedente de problemas psicológicos. Son profesionistas, estudiantes, retirados y amas de casa cuyas visiones atesoradas de Jerusalén se destruyen por la mugre, tensión y comercialización que se encuentra en cualquier ciudad moderna. El resultado es una larga y dramática desviación de la realidad. Y por primera vez el estereotipo del lunático envuelto en sábanas es apropiado; muchos de este tipo asaltan las sábanas del hotel para usarlas de vestimenta antes de salir, renacidos, a las calles. Esta psicosis tan pía no es un fenómeno moderno. Jeremías 29:26 condena “todos los locos y seudoprofetas”, y recuentos específicos de los síntomas de esta condición se remontan a la Edad Media. Un surgimiento en los casos reportados coincidió con la fiebre del milenio en el 98 y 99, que fue la última vez que la prensa le puso atención seria al síndrome de Jerusalén. El síndrome de Jerusalén se encuentra en una zona gris en la academia, y lo religioso es un tema nada querido en los círculos de salud mental. Los psiquiatras y psicólogos son culturalmente menos religiosos que sus pacientes, y algunos, notablemente Freud, han ido tan lejos como clasificar como patologías las creencias religiosas. Ciertos temas, por ejemplo, los efectos de los rituales del judaísmo ortodoxo en la salud mental de sus practicantes son muy controversiales para obtener financiamiento para estudiarlos. Y el desorden religioso privado de las personas profundamente religiosas, incluso los que creen en su propio estado mítico, es algo muy difícil de medir. Uno podría suponer que el síndrome de Jerusalén expone la paradoja de toda organización religiosa. La American Psychiatric Association clasifica la religión como más allá de cualquier prueba de falsedad. Poniéndolo simplemente, uno no puede cuestionar si una creencia religiosa es algo ilusorio porque no hay evidencia observable para probar la validez de cualquier tipo de espiritualidad. Jerusalén es una ciudad para desorientarse. Por ley, todos los edificios son blancos, de piedra caliza de canteras locales, lo que amplifica el calor y el resplandor del implacable sol desértico. Desde lejos, la silueta de la ciudad se ve antiquísima. Combinen esto con el colapso cerebral del jet lag y la confusión de una ciudad comercial y tendrán todos los elementos de un golpe cultural. Cualquiera que llegue con una visión de la ciudad de la paz, se encontrará con mucho cinismo. No hay mejor lugar donde se muestre este nexo entre de­sorientación, religiosidad y locura que en el Monte del Templo. Esta plaza de casi quince hectáreas es reverenciada por los judíos como la locación del Segundo Templo. Cuando los romanos arrasaron el templo en el 70 a. C. fue, quizás, la segunda falta de cálculo político más grande, después de la crucifixión, en toda la historia de la humanidad. En los restantes 1941 años, la destrucción del templo ha existido en tiempo presente para toda una fe. Siglos de disputas territoriales entre varias creencias han ocasionado una fuente sin fin de fricción, intrigas y pensamiento engañoso. En 1969, la mezquita de Al-Aqsa fue incendiada por un australiano evangélico loco que quería apresurar la segunda venida. Según el escritor Amos Elon, cuando el australiano se entregó, dijo: “Buenos días, chicos. Quemé la mezquita. Lo hice para hacer que Jesús regresara a Jerusalén y salvara a las personas del lugar”. En 1982, un estadounidense desquiciado entró a disparos a la Cúpula de la Roca con un M-16. Desde su juicio muy público, más de 20 grupos extremistas distintos han planeado violencia contra el Monte del Templo, incluyendo varias estrategias muy elaboradas para volar en pedazos la mezquita de Al-Aqsa y la Cúpula de la Roca. Algunos líderes judíos han profetizado que el Tercer Templo descenderá del cielo aplastando todas las estructuras del Monte del Templo, como una broma de Wile E. Coyote. Durante siglos, los fanáticos de ambas religiones han asegurado la aparición de un duplicado de la ciudad de Jerusalén flotando sobre la tierra: a 29 kilómetros de altura, dicen los judíos; a 19 kilómetros, los musulmanes. Es crucial un fuerte entendimiento de la compleja historia de Jerusalén para acceder al síndrome correspondiente. Es una de las pocas ciudades antiguas que ha sobrevivido a los tiempos modernos en memoria y como municipalidad que opera. Y, claro, es la única ciudad en la historia que ha sobrevivido al menos 20 asaltos a gran escala, que dio como resultado once creencias gobernantes a través de los años. Dicha ciudad puede ser un lugar fértil para locuras masivas. En 1962, durante las protestas por la legalización de autopsias médicas, estudiantes ortodoxos enfurecidos tomaron la decisión de que era buena idea pintar esvásticas en las puertas de sus compañeros judíos. Cuando se quemó la mezquita de Al-Aqsa en 1969, los musulmanes histéricos estaban convencidos de que los bomberos judíos rociaban las flamas con gasolina, no agua, y les arrebataron sus mangueras. En esta ciudad de desinformación, remolinos de fantasías se formaban y propagaban antes de los tiempos de internet. Hasta qué grado estos factores son un catalizador para las enfermedades mentales… es, obviamente, desconocido. C on la elevación de la cobertura de prensa del síndrome de Jerusalén durante la fiebre del milenio en 1999, una locación aparecía una y otra vez: el hotel Petra. El edificio ha operado como hotel u hostal para jóvenes desde 1830. Como el alojamiento más antiguo de la Ciudad Antigua, Petra una vez recibió a Mark Twain y a Herman Melville. En la Tierra Santa pre-milenio, se ganó su reputación como imán de locos. Algunos reportes describen amables discusiones entre encarnaciones del mismo profeta en el lobby del hotel. Llegué a Petra justo dentro de la puerta Jaffa, una de las siete entradas a la amurallada Ciudad Antigua y la entrada al bazar de la calle David. Incluso en esta locación, la fachada se veía austera y sin consecuencias. Parecía un portal hacia un fumadero de opio. Subiendo un sucio tramo de escaleras, encontramos un lobby tan sucio que parecía que terminaríamos con infección de ojos si fijabas tu vista en un lugar durante mucho tiempo. Con la excepción de algunas moscas, la habitación estaba en silencio. ¿Esperaba que un falso Elías estuviera discutiendo con Juan Bautista? Tal vez, un poquito. Con eso, me uní a las filas de todos los peregrinos desilusionados que han llegado a este lugar. Mis expectativas e imágenes mentales de Jerusalén fueron alcanzadas por la ciudad frente a mí. Un recepcionista adolescente escuchó todas mis preguntas. Me dijo que no había conocido a nadie afectado por el síndrome durante todo el tiempo de su empleo en el hotel. Pero quería estar seguro, y en una oficina en la parte posterior despertamos al gerente de una siesta. Me observó malhumorado desde un sillón, y sentí que me sonrojé de lo avergonzado al hacer mis preguntas. Para el caso, podía haber estado cuestionando al gerente de un Motel 6 en Dallas. Los locos se fueron a otro lugar con el cambio de siglo. Necesitaba exactamente lo opuesto a fuera-del-camino. Seguí hasta el barrio cristiano de la Ciudad Antigua, hacia el Santo Sepulcro. Este edificio ha sido destino de peregrinaje durante los últimos 16 años, a pesar de varios períodos en los que la estructura fue destruida y reconstruida. Aunque el nombre de la iglesia viene de un sepulcro que está dentro, la tumba de Cristo, construida sobre la supuesta cueva en la que su cuerpo fue sepultado y de donde se levantó, también es hogar de otros lugares claves en el cristianismo. Para muchos visitantes, el Santo Sepulcro es el centro espiritual del universo. Aquí también, llegué con una imagen preconcebida. En mis memorias de Manhattan de 1980, Times Square siempre estaba lleno de predicadores y maniáticos religiosos que gritaban a todos los transeúntes. Como eje de la gula y el pecado, la Nueva York pre-Giuliani era la antítesis espiritual del Santo Sepulcro. Pero ambos lugares actuaban como imanes para creyentes de todo tipo, incluyendo los psicópatas píos. Cada una ofrecía un foro externo para que los locos interpretaran sus dramas. Dentro del domo de la rotonda, le di la vuelta al sepulcro, una estructura de piedra rodeada por una larga fila de turistas. Muy por encima, rayos de sol visibles por el polvo, proporcionaban la ambientación adecuada. Y ni aún así pude ver o experimentar cualquier tipo de sobrecogimiento. En la basílica de al lado, la única emoción seria estaba a seis pisos de altura, en la cara de un Jesús encabronado que observaba hacia abajo desde los mosaicos del pantocrátor. Pensé en los soldados israelíes capturando el Muro de los Lamentos en 1967 y después dejando sus armas para llorar de alegría. Recuerdo un video que una vez vi de unos peregrinos Hajj llorando involuntariamente al ver Kaaba. ¿Dónde podría encontrar ese tipo de intensidad y, más importante, gente que perdía la cordura gracias a ella? La población cristiana de Jerusalén ha declinado fuertemente desde la fundación de Israel. El Santo Sepulcro parece reflejar su degradado estado. Los musulmanes tienen el Monte del Templo, que ofrece elaborados mosaicos en una plataforma de proporciones sobrenaturales. Los judíos tienen el Muro de los Lamentos, que parece como una esquina de la Gran Pirámide que cayó de un ovni. El Santo Sepulcro, en contraste, es un apretado laberinto. Esta, la más santa de las iglesias, también carece de autenticidad contra sus contrapartes judías e islámicas. Los arqueólogos e historiadores han discutido durante mucho tiempo sobre el lugar de la crucifixión de Jesús. Muchos dirían que es muy sospechoso que una sola locación, bajo un solo techo, sea lugar de la tumba de Adán, la tumba de Cristo, el Gólgota y la piedra en la que Cristo fue preparado para la tumba. Afuera del Santo Sepulcro, en la Vía Dolorosa, el supuesto camino de la crucifixión de Cristo no es muy auténtico. Eso puede ser porque se inventó en la Edad Media, con estaciones adicionales de la cruz apareciendo en 1800. Pero la ruta permanece como si fuera verdad evangélica, parte itinerario religioso, parte centro comercial, cerca de la estación ocho, descubrí una caja de coronas de espinas que se vendían a cinco dólares cada una; en mi inestabilidad mental, compré una sólo para entrar en mis cinco sentidos dos cuadras adelante y dejarla respetuosamente sobre un basurero. Para aquellos que prefieran representar el sufrimiento de su salvador, las cruces hechas de madera de olivo se rentan por cuarenta dólares. Son un poco más altas que el hombre promedio, lo cual es significativamente más pequeño que la cruz que el verdadero Jesús tuvo que cargar por las calles. Los europeos orientales prefieren cruces más pesadas; los occidentales, las livianas, de unos quince kilos. Después observé a un turista estoico cargar uno de esos pedazos de utilería a través de un mercado atestado y me pregunté: ¿alguien se ofrecerá de voluntario para interpretar a los ladrones que iban a los lados de Jesús? Si alguien disfrutara de encontrar absurdos en el mundo de la fe, en Jerusalén o el mundo, el Santo Sepulcro sería todo un botín. Seis facciones en guerra llegaron a una tregua en el año de 1852. El resultado fue una incómoda alianza entre católicos, coptos, griegos, etíopes, sirios y ortodoxos armenios, los cuales dividieron el edificio en seis complejos. En ciertas horas, uno puede escuchar una cacofonía de misas en arameo, copto y latín. Ha habido disputas porque alguna alfombra se movió algunos centímetros o porque se barrió polvo de un complejo a otro. En 2002, los monjes pelearon con puños y garrotes de hierro porque uno había movido su silla. A cada personaje local que cuestioné sobre avistamientos del síndrome de Jerusalén, se rieron y dijeron: “Están en todas partes”. Un hermoso video de YouTube del 2007 muestra a una Jesús femenina deshaciéndose sobre los compradores en Ben Yehuda, cerca de la plaza Zion, a unas cuadras de donde me estaba quedando. Vestía una bata y un corte de pelo militar y retaba a los transeúntes con gritos de : “¡Esas son mamadas!”. Su fervor provocó las mismas burlas y gritos que plagaron a Jesús en sus días. Un video distinto mostraba a esta misma profeta compitiendo con un harapiento Moisés, como si el flujo de locos asegurara una escena en cada esquina. Pero en mis viajes diarios por Ben Yehuda sólo encontré gente comprando. La calle tenía público, pero no ejecutantes. Mi cacería se convirtió en un misterio. ¿Adónde se fueron todos los locos? Varias veces escuché a personas gritar con fervorosa fuerza mesiánica, de lo que parecía ser la calle de enseguida. Pero al llegar me encontraba con que sólo era otra discusión entre locales muy urbanos. Del otro lado de la plaza Zion, un nuevo y futurista tranvía se deslizaba por la calle Jaffa con felices cling-clangs. Pero el tren todavía estaba en su tercer mes de modo de prueba, después de una costosa construcción y sus asientos permanecían forrados en plástico. Parecía, de alguna manera, burlarse. Buscando alivio del calor seco, caminé por la plaza Zion y me detuve en Bizzart Tattoo. Cuando le pregunté al propietario sobre el síndrome Jerusalén, abrió un fólder con JPGs en su computadora. Pude ver varios retratos de Cristo, el calvario y varios santos y ángeles. Una mujer de 90 años, parte de una familia de artistas del tatuaje, había venido a Bizzart a tatuarse una imagen de arte religioso bastante amateur hecho por ella en un brazo azulado con la piel muy suelta. Según Daniel, ella sintió que era el tiempo correcto. “El síndrome Jerusalén sin la locura”, me dijo como explicación. Daniel también me mostró docenas de fotos de tatuajes de cruces, frecuentemente solicitados para conmemorar un año específico o visita. Estas no se parecen a loas cruces de Jerusalén utilizadas por los cruzados, pero cumplen la misma función: prueba de fe y/o peregrinaje. Recibir la marca de la ciudad es una tradición que se extiende siglos, un joven Jorge V lo tenía tatuado en la nariz, pero se lo removieron quirúrgicamente antes de su coronación. Recuerdo las escaleras a la capilla de Santa Helena, en las entrañas del Santo Sepulcro. En medio de la lobreguez, pude ver cientos y después miles de cruces talladas en la piedra a lo largo de milenios. En algunos puntos, las marcas estaban suavizadas por la lenta erosión de las manos de los turistas. Era sencillo sentir humildad por las multitudes de peregrinos que habían soportado animales, enfermedades, bandidos, caminos sin pavimentar, y el no menos peligroso jet lag sólo para llegar a este punto. Sentado en la parte trasera de Bizzart, parecía extraño pensar que esas marcas perdurarían más que cualquier tatuaje que Daniel hiciera. Caminando por Jerusalén, incluso por las regiones orientales de la Ciudad Antigua, llenas de vida nocturna, sentí continuamente la ausencia de sonrisas. Sólo los turistas empapados de sudor se reían de los extraños detectores de metal resguardando la entrada al correo o al Gap en el centro comercial Mamilla. En todos lados, hombres reverentes pasaban marchando con severa intensidad, vestidos con trajes y sombreros, ignorando el sol veraniego. Los ultraortodoxos libran la misma lenta guerra demográfica contra Israel, que Israel ha luchado contra la población árabe. Conforme sus números incrementan, su fuerza política también lo hace. Es una ciudad rígida con un austero contraste a la imagen internacional de felices israelíes jugando en las playas de Tel Aviv. Todavía decepcionado por la falta de grandeza del Santo Sepulcro, visité el Monte de los Olivos, justo al este del Monte del Templo. Aunque originalmente era una necrópolis de 150,000 tumbas judías, el Monte de los Olivos ocupa un lugar importante en la teología de las tres religiones. El camino iba colina abajo, descendiendo a un cementerio lleno de piedras, ausente de toda planta. Era el paisaje desolado y de otro mundo que uno asociaría con una psicosis repentina. Las mantas que cubrían los andamios en el Monte del Templo asemejaban una cruz envuelta en una túnica. Dos almuédanos gritaron en la distancia, y por un momento el par lo hizo en armonía, con calidad cinemática. Todo tomó un tinte exagerado y exótico de Medio Oriente, como se puede ver en Star Wars o Raiders of the Lost Ark. Era fácil imaginarme desorientado en este lugar. Con ese calor opresivo, el sol, y los largos trechos de inquietante silencio entre los llamados a oración, no era un lugar particularmente hospitalario para humanos. Olí algo ácrido y por un momento creí tener una alucinación de olfato. Al voltear, pude ver a alguien correr desde unas tumbas más abajo, donde no había sombra, encendió un basurero, y desapareció. Recordé otra película: The Omen. Después de una semana en limbo, el Centro de Salud Mental Kfar Shaul me otorgó una entrevista con uno de sus psiquiatras principales. Las instalaciones se encuentran en las orillas occidentales de Jerusalén. Antes del establecimiento de Israel, el sitio era una aldea árabe conocida como Deir Yassin. En la guerra de 1948, los grupos paramilitares zionistas masacraron a más de 100 civiles aquí, un evento inobservado por el Israel moderno. Hoy las tierras ofrecen un callado refugio del mundo civil. Después de un punto de seguridad, me encontré entre pacientes sometidos, que se paseaban entre agradables edificios de piedra, los restos de Deir Yassin, o fumando en la sombra. El término síndrome de Jerusalén fue acuñado por el Dr. Carlos Yair Bar-El, amigable con los medios y principal psicólogo de Kfar Shaul, durante el pico de casos reportados a finales de los noventas. En ausencia de Bar-El, sentí precaución del personal con respecto a visitas de los medios. Cuando fui recibido por el doctor Gregory Katz, un psiquiatra ruso, pude detectar el agobio de alguien que tiene que tomar tiempo de su apretado itinerario para recibir reporteros. Me llevó hasta su oficina, y le pregunté cuántos casos del síndrome había tratado y qué tan frecuente ocurría. ¿Una vez a la semana? ¿Cada seis meses? “En los noventa, veíamos un caso cada mes”, dijo Katz. “Hoy, tal vez dos o tres casos por año, lo cual puede estar conectado a la disminución general de religiosidad en Europa”. Le pregunté si sería capaz de organizar jerárquicamente a los personajes bíblicos adoptados por las víctimas del síndrome. “El porcentaje más alto debe de ser Jesús”, asumí. “No, no es Jesús. Suele ser San Juan, San Pablo o la Virgen”. “Leí en algún lugar que Satanás era la tercer personalidad más popular”, continué. “No he visto muchos casos de esos, así que no estoy de acuerdo”. Confirmó que la gran mayoría, un “noventa y cinco por ciento”, de todos los pacientes de síndrome de Jerusalén son cristinaos, en su mayoría protestantes o de la iglesia de Pentecostés. “Muy pocos judíos”, dijo. “Y tal vez uno o dos casos de musulmanes”. El jet lag, dijo, contribuye mucho. Traté de reprimir un bostezo involuntario de mi propio estupor y le pregunté si las personas que viajaban a través de siete u ocho husos horarios, los estadounidenses, podrían ser más afectados por el síndrome que los que vivían a sólo unas horas de diferencia, los europeos. Me dijo que no, que los casos se dividían por igual entre ambos continentes. Aunque había tan pocos casos estos días que era muy difícil construir buenas estadísticas. “¿Los afectados son normalmente agresivos?”, preguntné. “El problema no es la agresión”, dijo Katz. “A algunos los trae la policía, pero no por su agresión. El problema es que intentan convertir a judíos en lugares santos para los judíos. Podría ser peligroso para ellos porque ellos podrían ser víctimas de agresión. En Jerusalén, debes de comportarte correctamente; si no, vas a tener problemas”. “¿La mayoría de los pacientes están internados en contra de su voluntad?”. “Diría que la mayoría de los casos están involuntariamente. Son traídos de las estaciones de policía. En algunos casos menos severos, podemos obtener su firma si están de acuerdo en quedarse en el hospital. Pero en la mayoría es involuntario. “¿Cuáles son los métodos de tratamiento? “Si hablamos puramente del síndrome de Jerusalén, normalmente utilizamos tranquilizantes menores, no medicina anti­psicótica. E incluso, si les damos antipsicóticos, en dosis bajas porque es medicina a corto plazo, normalmente son unos días o una semana para ver una mejoría”. Eso fue un shock muy serio. Un gran componente del tratamiento era dejar que el afligido descanse y se reponga naturalmente. Asumía que parte de la cura de seguro era una intensiva y estructura desprogramación, similar a la que reciben los miembros de cultos religiosos o rehenes desorientados para reintegrarse al mundo. El síndrome de Jerusalén, después de todo, no sólo involucra un cambio de personalidad, sino una gran falta de balance ideológico. Katz me decía que no había un plan de acción, terapéutico o farmacológico para estas personas. Los que no pueden sacudirse su estado mental mesiánico normalmente tienen un largo historial de problemas psicológicos. ¿Cómo sería pasar una semana creyendo que eres Juan Bautista? ¿Lo recordarías? Si fuera así, ¿cómo sería tu memoria? ¿Como un sueño? ¿Como una alcoholizada? Antes de mi discusión con Katz, la idea de rendirse ante la civilización y vivir en las calles tenía un brillo tonto y romántico. No había pensado en lo solitario y triste que debe ser. “Me siento obligado a hacer esta pregunta”, le dije esperando que me sorprendiera con su respuesta. “¿Habrá manera de contactar a alguno de tus pacientes?”. “Claro que no”. Le dije a Katz que entendía su necesidad de confidencialidad. Agregó que no tenía actualmente a ninguna víctima del síndrome de Jerusalén bajo su cuidado. Que habían pasado más de seis meses desde el último caso. “Hace 15 o 16 años, alguien vino de NBC, CBS o Nightline. Y hubo un paciente que reconoció al periodista y quiso aparecer en la pieza. Insistió en que quería salir en TV. No era permitido, pero fue la única vez que hicimos la excepción. Hubo un abogado presente”. Estoy seguro de que esta es una historia muy ensayada, contada y recontada por alguien que estaba harto de discutir esta anomalía en su carrera. Comencé a sentirme culpable. “¿La gente te pregunta sobre esto en situaciones sociales una vez que se enteran que trabajas aquí?” Me sonrió: “Gajes del oficio”. Basándome en la recomendación de Katz, hice una última jugada con el Ave María en la boca: un último peregrinaje a un lugar llamado Tumba del Jardín, para ver si podía encontrarme a algún Jesús falso envuelto en cortinas de hotel. Había leído sobre este lugar para turistas en ciertas guías, pero lo descarté como un absurdo, un lugar alterno de crucifixión que ofrecía un refugio del atestado Santo Sepulcro. El jardín fue fundado por el General Charles George Gordon, un inglés que un día decidió que conocía el lugar exacto de la muerte, entierro y resurrección de Jesús. En 1883, en un campo justo al norte de la puerta Damascus de la Ciudad Antigua, creó un área de descanso llena de plantas para los turistas fatigados que querían recuperar el aliento, incluso la iglesia anglicana apoyó durante un breve tiempo este jardín. Algo exhausto, encontré la calma del jardín bastante refrescante, imaginándolo como el equivalente público del santuario privado de Kfar Shaul. Una corta vereda te lleva a una plataforma sobre una pequeña colina que Gordon creía era el verdadero sitio de la cricifixión. Si la observa imaginativamente, las rocas forman una calavera humana. A como van los Gólgotas estos días, se veía muy vacío. Las constantes bocanadas de humo de la estación de autobuses directamente abajo le quitaba todo posibilidad de maravillar. Vine a este lugar porque Katz me dijo que había notado una preferencia por él entre los que padecían el síndrome puramente. Cerca de la entrada frontal, encontré la versión de la tumba de Cristo de este jardín. Una losa de piedra de un metro de alto estaba por ahí, como la decoración en un campo de minigolf. No hubiera podido cubrir la tumba de un niño, menos la del hijo de Dios. Un empleado del lugar pasó por ahí y le pregunté si no se había encontrado a algún mesías falso por ahí. Pareció pensarlo seriamente y después me contestó que no. Pasaba, sin embargo, su tiempo removiendo objetos extraños de la tumba, que se dejaban como ofrendas: fotos, ropa, huevos hervidos. Algunas personas llegaban con las cenizas de sus seres amados, planeando ilusamente, esparcirlas en el jardín. Sonreí frustrado. Tal vez una pequeña parte de mí esperaba que apareciera un Jesús falso de entre los matorrales. A veces suceden milagros. Cerca, un grupo estadounidense de iglesia candaba un himno. Fue hermoso… hasta que un grupo de una iglesia de Indonesia comenzó a competir con su propio himno. Caminar de vuelta por la ruta de la Vía Dolorosa, y dándome cuenta de que no me quedaba mucho tiempo en la ciudad, intenté pensar en otros lugares adonde iría un falso profeta. Pasé por el hotel Petra y salí por la puerta de Jaffa. En el camino hacia el oeste, hacia las tiendas del Jerusalén moderno, pude ver a un hombre parado en un terraplén con pasto al lado de la banqueta. Vestía una camisa blanca sobre la que había escrito: “El nombre de Dios es Jesús Cristo, NO Padre, Hijo Espíritu Santo”. Había más texto debajo de esto, varias oraciones, aunque no podía entenderlas. No era una sábana, pero algo en su actuar, casi imperceptible, lo colocaba más allá del nivel de tu predicador callejero como los que había encontrado hace décadas en Times Square. Me acerqué. Me dijo que le estaba ofreciendo comida a la gente, auque no tenía, según lo que yo podía ver. Se portó cauteloso hacia mí. Le pregunté de dónde era. Me dijo que de Minnesota, aunque tenía cierto acento, como si el inglés moderno no fuera su primera lengua. Le pregunté hacía qué tanto había llegado a Jerusalén. Dirigió sus ojos al implacable sol del mediodía y, finalmente, respondió: “No estoy enterado de que eso te incumba”. Parpadeé. Tenía razón.