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Cultură

Altar junto a la carretera en Forked River, South Jersey

Sigo escuchando el momento del derrape, las llantas sobre el asfalto, alguien grita. (¿Quizá soy yo?) Black Sabbath, a todo volumen, retumba. Esa música que se te mete en las entrañas. En el cerebro. No podía hablar, tenía la boca llena de tierra...

© 2013 por la Ontario Review Inc.

A veces, cuando los oigo, me dan ganas de ponerme a berrear. A veces sólo me emputo. ¿Por qué no pueden decir cinco putas palabras sin traer a Dios a cuento?

Como si a pinche Dios le importara lo que me pase a mí, o a cualquiera de ellos, cosa que descubrirán por sí mismos. Dios, tengo que reírme, o llorar. Mira las caras de las chicas. Lo primero que ves desde el camino es la pinche cruz. Una cruz hecha a mano, de un metro de alto, pintada de blanco fosforescente. Y sobre la cruz, escrito en letras rojas, con la pintura escurrida como labial embarrado:

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E

N

P

A

Z

KEVIN ORR
4 de diciembre, 1991-30 de mayo, 2009

D

E

S

C

A

N

S

E

(Una vez que eres un finado se pueden decir toda clase de mamadas humillantes sobre ti. No te puedes defender.)

Al pie de la cruz, hay fotos (enmicadas), principalmente fotos que Chloe me tomó con el iPhone, y fotos de Chloe conmigo, y la banda conmigo y mi mamá conmigo, y etcétera. Hay macetas con flores —flores de a de veras—que tienes que regar o se marchitan y se mueren. Y colgado de la cruz está uno de mis tenis: Nike talla 12.

Mamá les dijo que se llevaran lo que quisieran de mi cuarto. Lo que necesitaran para el altar de la carretera Forked River. Para ese momento ya estaba completamente subida al Xanax, o al OxyContin o cualquier chingadera que el pendejo del doctor le haya recetado y que se supone que no puede tomar cuando bebe, o que se supone que no puede beber cuando la toma, pero seguro que lo hace de todas formas.

En cuanto llegó la noticia “Kevie Orr, muerto en Lenape Point”, todos se reunieron en mi casa. Se abrazaron, lloraron y berrearon. Algunos se pusieron histéricos y se desmayaron, como Chloe, y mi mamá se veía estupefacta, como si le hubieran pegado en la cabeza con un martillo. No le importó haber estado encabronadísima conmigo, y Chloe tampoco estaba muy pinche contenta conmigo, ni ninguno de los familiares por parte de mi mamá —pero una vez que se supo que estaba muerto, querían recordarme en mejores términos.

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Dios, cómo me hubiera gustado no estar ahí para ver eso.

***

—Kevie, te amamos.

—¿Kevie? ¿Nos escuchas? ¿Puedes… vernos?

—Somos Chloe y Jill y Alexa y.

Puta madre, están trayendo más mierda para el altar. Lirios de plástico. Rosas y tulipanes de plástico. Narcisos de plástico. Velas chaparritas, ¿cómo se llaman? Veladoras.

La pequeña cruz junto al camino se está llenando, así que comenzaron a poner cosas sobre el tronco de un árbol que hay a unos metros. Es el haya que la camioneta golpeó mientras daba tumbos colina abajo. El tronco del árbol partió en dos la salpicadera izquierda, como un huesito de pollo, y le quedó una marca como si un tigre enloquecido la hubiera arañado.

Josh está con ellos, y anda en muletas. La cara se le ve muy jodida, y trae parte de la cabeza rapada, pero el hijo de la chingada está vivo, y ahí están Casey y Fred, y traen cerveza Michelob, Red Bull, y unas cocacolas que ponen en la base del árbol. Ver a la banda tan seria es un poco deprimente —lo que uno quiere es ver a sus amigos riéndose—. Los pendejos tratan de decir cosas serias, es muy pinche humillante.

Mi hermanito menor, Teddy, está con ellos. Parece que no ha dormido desde el accidente, y ¿qué es lo que está poniendo en el árbol, mi viejo palo de hockey? Y mis juegos de Resident Evil y Walking Dead que jugábamos juntos.

Teddy tiene 13 años, pero se ve más pequeño. Parece que le aplastaron la cabeza con un cepo, de tan delgado y demacrado que se ve. Cada que vienen hasta acá, a Lenape Point, traen más y más fotos para el altar. Hay fotos mías con mis amigos, y con mamá y Teddy (pero con papá). Yo y algunos del equipo, y con el entrenador, fotos de iPhone con Chloe embarrada contra mí, y los dos riéndonos, los ojos de Chloe se ven húmedos de lágrimas; y los míos brillantes y enrojecidos como de demonio deslumbrado por el flash. Dios, cómo me gustaría acordarme de cuándo fue eso. Quisiera deslizarme en el tiempo, a ese tiempo.

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Es como si estuviera perdiendo algo, perdiéndome. Quien sea que Kevie Orr haya sido.

***

Lo que pasó fue una especie de explosión cegadora ardiente y blanca, y luego, apagado.

Como cuando me tiraron jugando hockey, aquella vez, en noveno grado, una “conmoción”, dijeron que era. Un momento iba yo corriendo y todo bien; al siguiente, estaba de rodillas y alguien me arrastraba, se zafó el casco de seguridad y tenía la boca llena de tierra, y …me apagué.

Y esta vez, cuando me desperté, todo estaba más callado, un olor dulce y familiar, ¿lilas?

La grúa se había llevado los pedazos del accidente. El cuerpo, muerto y enterrado. Todo eso ya era cosa del pasado. Todo eso eran cosas materiales. Sólo quedaba yo, yo. Y estaba tan solo, mis amigos se habían ido… levanté la mano para ver qué tan mal había quedado, si el brazo estaba roto o retorcido, porque así se sentía, y vi, nada.

Luego, me fijé bien, y vi algo que parecía un brazo, el brazo de un hombre adulto, un brazo izquierdo. Creo que era el de papá.

El brazo estaba pegado a mí, en donde debería estar mi propio brazo. Y era un brazo musculoso, tenía el tatuaje de araña de papá, con sus ojos rojos, al menos eso me servía de consuelo.

Dije: —¿Papá? Hey, papá, soy Kev, Kevie… Pá, ¿me ayudas, por favor?

—Pá, tengo tanto puto miedo. Y frío, y… creo que me quedé ciego.

No era mi papá, eran compañeros de la escuela. Pisaban el pasto y tomaban fotos con sus celulares. La chava de los dientotes, Barbara Frazier, presidenta de los estudiantes de último año, estaba amarrando listones alrededor del árbol, y les hacía nudos y moños. Eran de los colores de la Preparatoria Forked River: dorado y escarlata. Extraño ver a Barbara Frazier con el rostro húmedo de llanto —una chava bien, presumida, nunca había dado indicios de que yo le agradara—. Conozco a algunas de las otras chicas —Alexa, Kit— porristas de los equipos de la escuela, pero a la mayoría de las otras ni las conozco —o sea, reconozco sus caras, pero no sus nombres, ¡mierda! Chavas con las que nunca saldría, o en las que no tenía el más mínimo interés, ahora Kevie Orr está muerto, así que cualquiera puede hacer una peregrinación al altar y dejar notas y todo tipo de mierda personal, cosa que a mí me parece humillante, pero que es imposible evitar.

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Una vez que estás muerto, todo mundo puede reclamarte. —Kevin, te amo tanto, te extraño tanto. Kevin, volveré a verte en la otra vida.

¡Dios mío! Una chava que se llama Amanda, flaca y con cara de rata, parece que va en noveno; un rostro que ni conozco.

Chavas con la sudadera de la escuela y jeans, arrodilladas con la cara escondida en las manos, rezando, entre el pasto maltratado y los escombros en donde las quijadas de la vida abrieron la camioneta para sacarme de entre los pinches fierros demasiado tarde, el cuerpo prensado entre el tablero, todos los huesos rotos y el cráneo quebrado se había desangrado.

Sangre mezclada con aceite, gasolina.

La peste de la gasolina. En Walking Dead tenías que hacer volar a los “caminantes” con AK-47s y M16s, y siempre llegaban más, nunca te dejaban en paz los zombis, intentando comerte, pero nada de eso dolía. En el juego, la muerte no huele.

Las chicas amarran globos al árbol.

Chicas de ojos llorosos atan globos al árbol de donde cuelgan fotos de Kevin Orr. Es tan raro que dan ganas de reír, sólo que.

—¡Lárguense, por el amor de Dios! No quiero globos para niños chiquitos, ¿qué mierda tienen en el cerebro?

(Son globos de plástico duro, más como almohadas que como globos. No se les escapa el aire como a los globos normales de helio. Y son de colores chillones y feos para que se vean desde la carretera, como pinches pelotas o algo así, órganos internos que algún pendejo pensó que eran las tripas de Kevie Orr amarradas a un árbol.)

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También hay una estrella de mar (real o de plástico, no sé), un ángel de pelo esponjosito de esos que ponen en los árboles de navidad, un crucifijo de madera laqueada, un CD de Black Sabbath, una imagen de Jesucristo con una corona de espinas y sosteniendo su corazón sangrante en la mano —¡mierda!— Uno pensaría que Kevie Orr era católico, cosa que no es verdad.

Una bandera estadunidense de 60 centímetros de alto clavada en el suelo; fue mi abuelo Joe-Joe, el que fue a la guerra de Corea, quien la trajo.

El abuelo Joe-Joe sosteniéndose del brazo de su remilgada y vieja esposa (la “nueva” esposa del abuelo, tras la muerte de la abuela) para poder clavar la bandera entre la cruz y el árbol.

—¡Pobre chiquillo! Desperdició todo. ¡Jesús mío!

—Dieciocho años. Con toda la pinche vida por delante.

***

Si alguien les preguntara: —¿Por qué pusieron aquí este altar?, ¿por qué, si el cuerpo de Kevin Orr no está aquí, sino enterrado en el cementerio del pueblo?— Tendrían que pensarlo unos momentos, y uno podría (casi) ver los pensamientos surgir en sus cabezas, como burbujas, antes de decir: —Sí, pero el espíritu de Kevie está aquí. Porque aquí es donde murió Kevie.

***

Qué significa murió, no estoy seguro.

Estaba el cuerpo que se desangró.

Estaba el cuerpo prensado bajo el tablero de la camioneta.

Estaba el cuerpo roto, destrozado, destripado, gastado.

Estaba el cuerpo como un costal de piel, escurriendo por mil heridas.

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Estaba el cuerpo que había sido Kevie Orr, atrapado en el choque.

***

Íbamos jugando carreritas en la Forked River. Los de la Dodge Ram se quedaron atrás. Mientras le pisaba duro al acelerador, tuve una sensación enloquecida, como si un incendio me consumiera. Fue una sensación absolutamente aterradora. Pensé que ya era hora —generalmente me siento como encabronado, emputado, enojado, resentido— el cristal que fumamos hace latir tu corazón muy fuerte y esa también es una sensación agradable, como si el aire te levantara, como si fueras un papalote hecho de un material culero, pesado, como lona mojada y el viento te levanta, ¡Dios!

Conectamos en la cancha detrás de la preparatoria. Le dimos unos jalones, y luego unas cervezas, y la idea era ver quién llegaba a Lenape Point más rápido, hasta la playa.

El cielo nocturno estaba muy nublado. Se veía la luna muy brillante detrás de las nubes. Y podías ver la luz que pasaba por los espacios entre las nubes, como jirones de tela. Una sensación rara y emocionante que parecía bajar desde el cielo. Desde la luna, como un ojo, ¡rarísimo!

La Costa de Jersey en Lenape Point. La playa está llena de piedras y basura, la marea trae todo tipo de mierdas. La Costa de Jersey no es algo que uno asocie con el Océano Atlántico. Ves el océano en un mapa y es como… ¡wow! —esta mierda es mamonamente grande.

Iba acelerando hacia Lenape Point en la camioneta. Má me dijo: —Puedes llevártela si no gastas gasolina. —Ok, má— le dije, —está bien—. Soy buen hijo con ella más o menos, lo sé. La protejo mucho, como si ella supiera pinche todo. Parece que siempre tengo que repetir esto. Después de que me morí, la gente criticó a mamá por dejarme manejar la camioneta y por pagar la gasolina, pero la verdad es que ella tenía miedo de hacerme encabronar. Tenía miedo de que me mudara con papá al otro lado de la ciudad, y que Teddy quisiera seguirme, entonces se quedaría sola y, como siempre decía: —Sola no puedo. No puedo.

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En la escuela, desde que me acuerdo, y definitivamente durante los últimos dos o tres años, siempre hay alguien que me está viendo, a : Kevie Orr. Chavitos, pero también algunos de mi salón en la prepa Forked River, me siguen con los ojos a mí y a Josh Feiler y a Casey Murchison, con nuestras chamarras de la universidad —como si dieran cualquier cosa por ser nosotros—. Y las chavas. Las más buenas de todas las chavas. Y éste, nuestro último puto año en Forked River. Y nuestro equipo había quedado en un segundo lugar muy cerrado en el Campeonato de Hockey de Lenape County. Y ahora, graduación en tres semanas. No estaba claro qué íbamos a hacer durante el verano, por no hablar del resto de nuestras vidas, al menos ni idea de lo que yo haría. Quizá entrar a trabajar en la cantera, si mi tío Luke aún podía meterme. Creo que eso se había ido a la chingada por una vez que le llamé al capataz. Quizá más bien, todos los de la banda nos enlistaríamos en el ejército de los Estados Unidos, donde te entrenan para algún trabajo. Se supone que la guerra en Afganistán —a donde (probablemente) nos mandarían— estaba a punto de terminar. Es lo que dice la gente. Pero nosotros les decimos: —Habrá otra guerra, ¿quizá Irán? Siempre habrá guerra—, íbamos hasta la madre, riéndonos de cómo el hecho de servir en las “fuerzas armadas” es una forma de ver el puto mundo. De algo estoy bien pinche seguro: no hay futuro en puto Forked River, Nueva Jersey.

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Cuando andas hasta el huevo, te ríes de todo. Es como si te elevaras en el aire, como en un juego: le puedes apuntar con tu arma al enemigo, o lanzarle bombas o granadas, y ellos no pueden darte a ti.

Debí haber metido más el freno, entré a la curva (supongo) a unos cien por hora, cuando los letreros dicen 60, y luego bajan a 40; debí haber recordado que las curvas de la carretera Forked River se vuelven muy cerradas desde ahí y hasta el puente de Lenape Point (uno de esos puentes de madera de un solo carril que hay en Lenape County que parece que se van a colapsar debajo del coche, y eso cuando vas manejando despacio y con cuidado). Después del puente hay una entrada al Parque Estatal de Lenape, y a poco menos de un kilómetro dentro del parque la Costa de Jersey en Lenape Point.

En ese punto empiezas a oler el mar. En el verano huele a podrido, por los peces y las medusas muertas, pero en los días que hace viento está bien.

Black Sabbath sonaba durísimo. Me encabronó que Josh (que iba en el asiento del copiloto) y Casey y Flynn (atrás) fueran tan hasta la madre que no me advirtieron o dijeron una puta palabra cuando entramos a la curva. Carajo, habíamos ido en auto a Lenape Point toda la vida, desde que puedo acordarme, chavitos en las camionetas de nuestros papás o de nuestros hermanos o de amigos mayores, pero ahora nosotros somos los mayores, estamos en el último año de la Preparatoria Forked River, y lo raro es que esta parte de la carretera Forked River no me pareció nada conocida. Había una neblina que se levantaba del pasto a la orilla del camino, y a menos que te la supieras bien, nunca sabrías que hay un río cerca —no un río grande como el Delaware, más bien un arroyo— y en la orilla del río hay una zona grande de grava y rocas y guijarros y madera a la deriva y mierda y media, así que parece el lecho seco, y que el agua son sólo charcos. Ya para entonces, las luces de la Dodge Ram que iba atrás de nosotros, peligrosamente cerca y cegándonos por el espejo retrovisor, comenzaban a quedarse atrás. La camioneta comenzaba a adelantar a la pickup que iba manejando Jimmy Eaton, y que era de su viejo. (La Dodge Ram no se estrelló, Jimmy alcanzó a frenar antes de llegar al puente. Fueron los celulares de los que iban en ella los que salvaron a Josh y a Casey, de ahí llamaron al 911.)

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Incluso en ese momento, con el pedal del acelerador a fondo, prácticamente pegado al suelo, como que me distraje con alguna pendejada que vi en el tablero. Chloe se la pasaba molestándome para que dejara de jugar con el aire acondicionado, o el radio, o el ventilador, o cualquier pinche pendejadita, bajar la ventana, subir la ventana, mientras iba manejando. Dice que le da miedo que me vaya a pasar al carril del sentido contrario y que choquemos de frente, pero hay tantas cosas qué coordinar, además el volumen del CD, así que cuando nos íbamos acercando a la curva, y yo debía haber metido el freno, no lo hice, al tomar así la curva tuve esa sensación enfermiza, inconfundible, de que la acabas de cagar en grande, la camioneta iba demasiado rápido para ese tipo de camino, y se empezó a salir, el modelo 2003 de la GMC que está a nombre de mi madre y de la que debe como nueve mil dólares, así que, justo antes de que la camioneta golpeara la valla de contención, en mi cerebro se plantó la culpa de saber —ahora nadie la terminará de pagar.

***

La leyenda lenape de la Canción de la Muerte, soñada en el vientre.

El Festival de los Sueños de Lenape. La ceremonia del Gran Acertijo.

Los indios lenape de todas las edades pasaban al frente a contar sus sueños. La tradición mandaba que lo hicieran tanto mujeres como hombres. Tanto viejos como jóvenes. En 1689 un jesuita dejó escrito que los lenape eran paganos, y que no tenían otro dios más que el Sueño. “Los lenape siguen ciegamente al Sueño en todas las cosas. Lo que sea que el Sueño les indique, eso es lo que deben hacer”, aprendimos en la clase de historia del estado de Nueva Jersey en noveno grado. Olvidamos tanto de lo que aprendimos. Como viento silbando a través de nuestras cabezas, como el viento moviendo las yerbas crecidas del cementerio detrás de la Iglesia de Cristo de Forked River, hecha de ladrillos rojos. Pero me acordé de la canción lenape de la Muerte. Cómo antes de que naciera el bebé indígena le llegaba la Canción de la Muerte en el vientre, y cómo cada canción era distinta a la de los demás. Cuando nacía el bebé, olvidaba la Canción de la Muerte. Abres los ojos, aspiras la primer bocanada de aire —ha sido olvidada.

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Los jóvenes lenape ayunaban, cazaban hasta caer exhaustos, a los más jóvenes los golpeaban con palos los mayores y más valientes, sus propios parientes hombres. Bailes junto a la fogata, tortura con fuego, ayuno hasta que los huesos se les pegaban a la piel, sudor: estas son formas de traer de vuelta el Sueño. Pero son formas incompletas. La Canción de la Muerte es la que debe ser cantada al momento de la muerte, es tu revelación especial, que es tu Canción de la Muerte. Nadie conocerá esta Canción de la Muerte más que tú.

Nadie sabe esto más que tú. Y tú, tú has sido destruido. Ya no existes.

***

Puta madre, tuvieron suerte, claro que me alegro por ellos, no se murieron conmigo en el accidente. Al principio pensé, ¡Hijos de puta! Me traicionaron, pero pensar así es una pendejada.

En el juego, tus amigos son tus únicos aliados. Tus únicos aliados son tus amigos: “sobrevivientes”. A veces, un aliado se vuelve un caminante, un zombi. Un amigo se zombifica, es decir, “se reanima”.

Josh en muletas, como de vuelta de entre los muertos. Mira fijamente el altar, en sus ojos hay miedo, y (quizá) algo de culpa, tuvo suerte, y Kevie no.

Nadie llevaba puesto el cinturón de seguridad, tal vez eso nos convierte en unos cabrones pero quizá —de cualquier manera— en un accidente así, los cinturones habrían empeorado las cosas.

Las pinches bolsas de aire, esas sí que funcionaron. Explotaron a lo loco, como ácido en mi cara, en mi boca, pero todo confundido con el choque, hasta se podía pensar que las bolsas de aire eran el accidente mismo, que podían matarte, como una explosión. La camioneta chocó contra la valla de contención, que ya estaba golpeada y oxidada, arrancada, aplastada una y otra vez, como un vehículo de esos que explotan en los juegos, excepto que estás en este juego, rebotando a lo largo de los cinco metros hasta el lecho seco del río Forked River, chocando contra árboles, arrancándole la corteza a los árboles, arrastrando arbustos y mierda y media, volteándote en el lecho seco y el auto boca arriba, las ruedas aún girando, el radiador humeando. Y los demás vivieron. ¡Chingada madre, vivieron! Josh, Casey, Flynn salieron arrastrándose de entre los restos. Deben haber estado deshechos, y sangrantes, como serpientes pisadas por la bota de alguien (puedes pisar una serpiente hasta que juras que la deshiciste por completo, todas las vértebras rotas, y los órganos interiores hechos puré, y hasta que parece una manguera aplastada, pero una serpiente puede engañarte, una cabeza de cobre puede engañarte, aun ese cerebrito dentro de esa cabecita que puedes aplastar con tu pie, pero la maldita cosa no se muere y puede saltarte encima y hundirte sus venenosos colmillos en la pierna como si supiera que no debe atacar la bota, sino tu pierna); y cuando llegó la ambulancia se los llevaron de prisa a urgencias (a casi 50 kilómetros al norte, en Atlantic City) con la rapidez suficiente para salvarlos a ellos, pero no al conductor, que había quedado atrapado por el volante, atrapado debajo del tablero, quién sabe cuántos huesos del cuerpo rotos, cuán grave sería la fractura del cráneo, abierto como un melón, y la sangre brotando por miles de heridas, con tanto ímpetu que uno podría haberse preguntado cuál sería el propósito de esta creación, un costal de carne lleno a reventar de sangre, y luego revienta.

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***

Y mamá berrea, dice que es ruin y cruel que la gente me eche la culpa, como si no fuera suficientemente horrible la forma en que morí, desangrado hasta la muerte, atrapado dentro de la camioneta volteada que le faltaba tanto por pagar y tampoco estaba al corriente en los pagos del seguro. —Culpar a la víctima, eso es lo que hacen—, dice mamá y sus hermanas, Stace y Claire, mis tías, tratan de consolarla. Y yo, tipo: —Por Dios. Basta de todo esto—. Se ve que chuparon antes de llegar aquí, quizá pararon a comer en ese hotel viejo, ¿cómo se llama? Crescent Inn y se tomaron unas cervezas, o vino, o unos tragos. —¡Vale madre!

Estas mujeres, abrazando a mamá, quien exige saber: —¿Cómo se atreven a juzgarnos, en qué están pensando?— Sus hermanas y amigas le han dicho lo que cuenta la gente del pueblo. Personas que fingen ser amigos de mamá, y que le mandan flores y tarjetas de condolencias, y que le preguntan qué puede hacer para ayudarla, y ella nunca los ha juzgado a ellos, hijos de puta. —Cómo se atreven a juzgar a mi hijo, cómo se atreven a decir que alguien se merece que le pase una cosa así. Y Kevie, un niño tan lindo, sólo tenía 18 años, y me cuidó cuando su padre nos abandonó. Kevie no bebía y NO CONSUMÍA DROGAS, ¡no drogas duras! Nada de lo que Kevie hizo fue distinto de lo que los otros chicos hacían, incluyendo los de la secundaria, en Forked River, eso es un hecho. Lo último que mi hijo se merecía era que lo dejaran morir desangrado en la oscuridad porque los bomberos de Atlantic City llegaron demasiado tarde para rescatarlo.

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***

Viento húmedo del Atlántico, la lluvia golpea al caer. Días de lluvia.

Partes del altar están empapadas, arruinadas. Algunas de las fotos están esparcidas sobre el pasto. El ángel de árbol de navidad desapareció. Los geranios sobreviven, apenas. Los adornos y las flores de plástico sí sobrevivieron. El tenis solitario también, pero se cayó al piso, está mojado y sucio. La bandera del abuelo Joe-Joe se cayó al suelo.

Hace frío para ser junio. Es difícil saber qué año es este.

En un lugar como este, no hay años.

Pero de pronto sale el sol, su luz cegadora.

Sonido de puertas de autos azotándose. Voces emocionadas.

—¿Cree que Kevin pueda oírnos? O sea, ¿que su espíritu esté aquí?

Cuando las voces se callan, lo que se oye es el viento. En la distancia, ese sonido apagado, monótono, las olas.

Caminar en la playa te cansa rápido. De eso me acuerdo.

Tratar de correr a lo largo de la playa, una “playa” tan pinche: los pies se hunden en la arena, como en una arena húmeda, pantanosa y apestosa. Unos enormes árboles se cayeron hace años durante algún huracán. Debió haber sido cuando estábamos en noveno. Habíamos estado tomando cervezas, fumando mota en la playa. Y el día era caliente y soplaba el viento, las olas estaban muy altas, y tenían una espuma como personaje malo de un videojuego que caminara sobre las patas traseras, y al que había que chingarse con una ametralladora semiautomática: rápido antes de que te chingue a ti.

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El rojo sol brillando y deslizándose detrás del bosque de pinos del Parque Estatal de Lenape.

Un altar como este requiere mantenimiento, ese es el problema. Cinco o seis semanas después del choque, el altar se ve algo descuidado. Mamá está arrodillada en el pasto y repara algo del daño, mientras Teddy se queda de pie, se ve nervioso.

—¡Hey, Ted! ¡Hey, carnal! Soy yo.

Me odiaba, supongo. El cabrón del hermano mayor, siempre molestándolo, siempre pegándole. —¿Por qué hiciste eso, Kevin? Me duele.

—Porque tienes caca en el cerebro, por eso.

Pero la verdad es que no sé por qué. Creo que nunca supe por qué.

Teddy ayuda a mamá a poner copias nuevas, enmicadas, de algunas de las fotos dañadas. Teddy amarra mi tenis con la agujeta a la cruz.

Alguien se robó Resident Evil y dejó Walking Dead. Alguien destruyó las macetas por pura maldad y arrancó el “sagrado corazón” de Jesús.

Después de estar arrodillada un rato en el pasto, mamá no puede levantarse, está muy débil como para levantarse. Teddy tiene que ayudarla. Dice con una voz amarga y llena de rencor lo mismo que siempre dice: —¡Mi hijo no se merecía morir! Dejaron que mi hijo muriera desangrado. Se llevaron a los otros muchachos, y los salvaron, pero no a mi hijo. Que Dios los mande al maldito infierno, por dejar morir a mi hijo desangrado entres los fierros, como un perro.

Y a veces mamá dice: —Kevie, ¿puedes oírme? Kevie, ¿estás aquí? Te amo, Kevie, te perdono. Kevie, no me dejes—, toda descompuesta y chillando, hasta que el pobre de Teddy la tiene que arrastrar hasta el auto.

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¡Qué alivio, cuando se van, Dios mío! Ojalá no tuviera que volver a ver a ninguno de ellos de nuevo. Si volviera de donde estoy, cuidaría mejor a mamá. ¡Pero no viviría en esa casa! Nunca jamás.

—Ok, má. Lamento muchisisísimo lo que hice. Las cosas que hice que ni siquiera sabes. ¿Ok, mamá? Fue mi pinche culpa. Chingada madre, lo siento, ¿ya? Supéralo.

***

Quizá fue un error que yo haya nacido. Quizá mamá no me quería, ese era su secreto. Y el secreto de papá.

Seguro que no me querían. No sabían nada sobre .

La Canción de la Muerte, antes de nacer. Es lo primero que escuchas. Será lo último que escuches.

Cuando estás en cristal, las visiones te llegan tan de pronto que no puedes lidiar con ellas. No puedes procesarlas. Como cuando vas manejando muy rápido con todas las ventanas del auto abajo, y el aire te golpea la cara, y tu piel se siente grasosa y sudorosa y sientes que los ojos te queman, como si hubieras estado viendo el sol de frente. Tienes el cerebro hecho mierda, frito, pero todo está bien… ¡¡¡Se siente bien!!! ¡¡¡Demasiado!!! Todo te llega de pronto, como los cometas locos que salen al final de esa película 2001.

Volando hacia el campo gravitacional de Júpiter. Salvaje, como si el corazón te fuera a explotar.

***

Pasan los días, nadie viene al altar.

Supongo que ya todos se graduaron. Clase de 2012, Preparatoria Forked River.

Luego viene una furgoneta. Chavas más jóvenes, que no conozco. No me sé sus nombres. En la escuela las veía: sin chiste, de las que no volteas a ver más de una vez. Chavas con sus celulares tomándole fotos al altar de Kevie Orr a la orilla de la carretera Forked River en Lenape Point.

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Una de ellas es Janey Bishop. Siempre me sentí algo avergonzado por lo que pasó entre Janey Bishop y yo, y que la banda se enteró de todo, o casi todo.

Nunca supe si Janey se enteró. Cuánto sabrían los chicos. Janey se arrodilla en el pasto como si estuviera rezando.

Janey siente los pensamientos que surgen de mí y mira hacia arriba, como si alguien la hubiera pateado.

—¿Kevin? Kevin, ¿estás aquí?

Y yo: —Dónde putas madres crees que estoy, aquí es donde mis sesos se embarraron en la camioneta y se vaciaron en el lecho del río. Aceite, gasolina, sangre, sesos y tripas. Los doctores tuvieron que levantarme con pala para poder ponerme en la chingada camilla, ¿qué, nadie te lo dijo?

Las chavas se ven incómodas, tiemblan un poco y dicen: —Kevin no parece tan lindo ahora. Es como si hubiera… cambiado…

—Ya cruzó a otra parte. Puede vernos y oírnos, pero nosotros no podemos verlo ni oírlo.

—¡Siento sus pensamientos! Creo que sus pensamientos son hostiles.

—¿Por qué tendría Kevin Orr pensamientos hostiles hacia nosotras? Estamos aquí para decirle cuánto lo amamos, y cuánto lo extrañamos.

***

Nadie lo sabe, ni siquiera mamá, pero Teddy viene aquí a veces.

Viene pedaleando solo en bicicleta hasta Lenape Point, más de 11 kilómetros.

En la vida real, sería de lo más pinche raro que yo y Teddy nos encontráramos así. Si tuviéramos que mirarnos de frente y hablar.

Teddy lleva puesta una de mis viejas gorras de béisbol de la prepa Forked River, la usa hasta la mitad de la cabeza. Una de mis viejas camisetas de Matrix, que le queda enorme. No es feo, sólo un chico ordinario que va en una bici a la que nadie prestaría mucha atención, mucho menos se la robaría. El tipo de niños flacuchos que ves en el 7-Eleven o atrás de la escuela, por las canchas. El tipo de niños que no pertenecen a equipos deportivos y que no tienen amigos más que otros perdedores como ellos mismos, inhalando cemento. Me da tristeza pensar que Teddy podría volverse así, como si fuera mi culpa.

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Por qué traté así a mi hermanito, no lo sé. Supongo que no estaba consciente de ello en el momento. Una vez, cuando tenía como cinco o seis años, y yo tenía unos diez, lo empujé para que se cayera en el chapopote que acababan de poner en la entrada de una casa. Una vez lo empujé a una zanja bastante fea, y cuando intentó salir, lo pateé para que se volviera a caer. Me burlaba de él frente a mis amigos. Decía cosas patéticas, como perrito pateado: —¿Por qué me odias, Kev?— Y yo le contestaba: —No te odio, ¡con una chingada! Nada más no me estés chingando.

Hasta donde me acuerdo, Teddy siempre andaba pegado a mí, me seguía a todos lados. Videojuegos, computadoras, la tele. El tipo de juegos que me gustaba jugar, no quería que él los viera, que le fuera a decir a mamá, aunque me prometiera que no lo haría. Cuando papá se fue de la casa y se fue a vivir a Toms River, venía a recogernos a los dos un viernes sí y otro no, yo me la pasaba bien más o menos, pero Teddy no, y siempre se quejaba: —¿Cuándo vas a volver a casa papá?

Papá puede ser muy callado cuando no quiere hablar con nadie, o incluso oír a nadie, pero siempre trataba de ser amigable cuando nos veía. Trataba de estar bien con nosotros y con el cambio de circunstancias. Cuando se acaba de echar unas cervezas, a papá le gusta reírse. Le gusta que la gente alrededor se ría, no que les duela el estómago, ni pongan carota, como dice.

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Pá nos preguntaba sobre má y luego nos hacía reír cuando se burlaba de ella —vieja estúpida, perra tonta, vaca, culera—. Para Teddy era muy rudo oír estas palabras, pero a mí no me afectaba, le daba sorbos a la cerveza de papá y me reía. Papá y yo nos entendíamos con los deportes, a veces. Otras, como en un partido en el que un jugador estrella había jugado como si le valiera madre aunque ganara como 50 millones de dólares al año, papá se encabronaba en serio. De albañil, como papá, uno ve las casas que construye gente que tiene así, un montón de lana, como las de Jersey Shore, y uno se da cuenta de muchas cosas. Los demás, como la otra gente que vive en Forked River, ni se enteran.

Lo que me dolía era cómo a veces, si papá estaba en uno de sus humores raros, que no importaba lo que le dijeras, o lo que te estuviera pasando en la vida. Nunca iba a mis partidos; la verdad es que no me importaba, ninguno de los papás iba seguido a los juegos, ni siquiera a los del viernes en la noche. Pero si metía un gol, o dos goles, y le decía, era como si no escuchara. Cuando la escuela casi gana el campeonato de hockey del condado este año, papá nada más dijo: —De casi no se muere nadie— o alguna pendejada por el estilo que, por más que la pienses, quién sabe qué chingados quiera decir.

Mamá decía: —Tu padre no puede contra su propia naturaleza, Kevie, un día despertará y se dará cuenta—, y yo la tranquilizaba, le decía: —Un día todos nos despertaremos muertos. No pasa nada—. Una época, cuando tenía como 15 o 16 años, estuve celoso de mi hermano, aunque no me lo crean. El flaco Teddy, el mocoso Teddy quejiche y llorón, y como yo nunca lloraba, ni en sueños iba a llorar, ni rogarle a papá que volviera a vivir con nosotros, a papá se le metió en la cabeza que no me importaba un carajo, no como a Teddy. Así que, entre más callado me quedaba yo, más se le metía la idea a papá. Algunas de esas veces, papá se ponía hasta la madre de borracho y se la pasaba la mitad del tiempo que estaba con nosotros hablando por celular (¿con quién? ¿alguna mujer?) o nada más nos miraba, con una risita burlona, a Teddy y a mí; nos mandaba sentar de un lado de la mesa, en el sillón, y él se sentaba del otro lado, para que viéramos lo aburrido que estaba. Y yo pensaba, Te odio, ¿por qué no te mueres? Pero no lo hizo.

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Fue hace unas semanas, Teddy estaba inhalando, y echando desmadre, y se metió a mi cuarto, como si quisiera preguntarme algo. Podía oler la miseria que emanaba, como si fuera su sudor. Yo estaba hasta el pito porque había estado fumando yerba con la banda, pero ya me estaba dando el bajón, y le dije a Teddy que tuviera cuidado o que le iba a azotar la puerta en la cara. El chico nada más parpadeó, como si le hubiera dicho un chiste, y ni se movió rápido, y eso fue precisamente lo que sucedió. La cara se le quedó prensada en la puerta cuando la azoté. Teddy gritó como si lo estuvieran matando, y abrí la puerta y, puta madre, no sé por qué, la volví a cerrar, más duro. Teddy gritaba, la cara llena de sangre, mamá estaba abajo y nos gritó a los dos. Yo lo agarré y le dije: —Pinche pendejete, deja de chingar, eso no duele, culero de mierda. Te voy a partir el hocico en más pedazos si no te callas—. Por qué estaba tan enojado, no lo sé. Los saqué a empujones de mi cuarto, a Teddy y a mamá. Azoté la puerta y les grité a los dos que los iba a matar si no se largaban a la chingada.

Es como una llama que se me mete a las venas. El cabello encendido. Las chavas me tenían miedo, por estos ataques, que eran como los de mi papá, sólo que yo no tenía que estar ni borracho ni hasta la madre de nada. Chloe decía que la ponía medio caliente, pero que también le daba miedo. —¡Dios, Kevie, deberías verte!

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Pero nunca lo hice, creo.

***

El canto indio de los sueños, fumas datura y bailas. Bailas hasta que tu corazón revienta. Te pones talismanes especiales que estimulan sueños especiales. El olor de la noche. Truenos de fuego que te atraviesan los párpados si te quedas dormido. La canción que cantas cuando estás en la batalla, enfrentando a la muerte. Tu canción secreta, tu Canción de la Muerte.

En el momento del choque de la camioneta, sonaba Black Sabbath. Cuando la camioneta se patinó, le pegó a la valla de contención, y se volteó y todos gritaban, y yo gritaba, como cuando Teddy gritaba que alguien lo ayudara, como si Dios hubiera agarrado la camioneta con una mano y la hubiera hecho rodar una y otra y otra vez por el barranco, hasta que se estrelló con las rocas y quedó de cabeza. Chamacos pendejos, a ver qué les parece. Mi justicia y mi misericordia, a ver qué les parecen.

***

Cuántas semanas han pasado desde el choque, no lo sé.

Cada mañana es una nueva mañana. Cada mañana es única, pero no significa nada. En la escuela una vez le pregunté al maestro por qué, si sumabas cien ceros, daba cero, y si sumabas 200 ceros, daba cero. O dos ceros. Mil veces cero, ¿no debía ser mil? Si cero más cero es cero, ¿por qué no mil veces más sería, pues, más?

El maestro se rio de mí. Como si estuviera haciéndome el chistoso.

Puta madre, me cagaba la aritmética, y luego las matemáticas. Algo en mi cabeza parece que va a explotar cuando se trata de números.

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La verdad es que… la verdad es que no quiero aceptarlo, pero quiero que venga papá, pero papá nunca va a venir, nunca. A los ojos de papá, soy su mierda de hijo, se lavó las manos de mí, eso había dicho. Antes del accidente, fue esto. Trató de conseguirme un trabajo de verano en la cantera, a través de su hermano Luke, y fue un malentendido, porque yo no entendí que tenía que ir a ver en persona al capataz. Supongo que la cagué, y papá dijo que ya lo tenía harto. — Vete a la chingada, Kevin— me dijo, y yo pensé, Tú también vete a la chingada, culero de mierda. Chingando a mamá todo el tiempo, y haciéndola llorar. Es fácil hacer llorar a una mujer, pero luego tienes que escucharlas y dan ganas de ahorcarlas. Como si me importara una mierda, trabajar en la cantera. Aunque paguen bien para los sueldos en Lenape County. Como si me importara una mierda cualquier cosa que puedas hacer por mí. Es lo que quería decirle, pero no le dije nada. Ya una vez me había roto el hocico con el revés de la mano, cuando tenía como cinco o seis años. Ese es un error que no se comete dos veces.

Como sea, quería caerle mejor a mi papá. Quizá que me quisiera, no sé. Es lo que uno quiere, lo que no puede tener.

Lo deseas tanto que casi lo saboreas en la boca. Mi mamá y mi abuela, me aman, pero ellas no me importan tanto. Tu mamá siempre te quiere, ¡¿y eso qué?! Es como cuando metes la mano al bolsillo del pantalón y te encuentras un pañuelo para sonarte la nariz: lo haces y ni lo piensas. Y no piensas, Hey, qué suerte tengo de traer este pañuelo, o tendría que sonarme la nariz con la pinche mano.

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La verdad es que a mi papá le doy pena. Sabe que existe el altar, ha visto las fotos en los periódicos y la tele. Forked River mantiene altar a la orilla de la carretera para adolescente muerto en el choque. Alumnos de la Preparatoria Forked River conservan altar para su compañero de la generación 2012.

Papá mira para otro lado. Papá no quiere ver. Papá no vino al funeral y (dice) no sabe dónde está enterrado el cadáver de su hijo. Papá nunca manejaría hasta el altar, le daría asco ver todo el espectáculo. Soltarlo todo (dice papá) es lo que hacen los pendejos. A papá le da asco que la gente “haga una tormenta en un vaso de agua”, como dice que hace casi todo el mundo. Como cuando tocaron “Las barras y las estrellas” en un juego al que nos llevó a Teddy y a mí en Trenton, se enojó y dijo: —Tanto desmadre por una chingadera—. Cualquier tipo de emociones femeninas lo hacen enojar. Cosas como niños berreando o con miedo. Así que papá nunca se arriesgaría a visitar el altar, porque le daría miedo lo que podría ocurrirle ahí. Si creyera que su hijo está ahí, de alguna manera. No se arriesgaría.

Cuando estaba vivo, papá no quería hablar conmigo. Ahora que estoy muerto, papá no quiere hablar conmigo. Ve su propia muerte acercarse con la mía. Creo que eso es. Pero nunca lo aceptaría. Se emborracha y dice: —Mocoso idiota. Ni siquiera llevaba cinturón, ahora sí se lo llevó la chingada—. A veces papá se ríe y su boca se contrae como si le doliera algo. Pero nunca aceptará que le duele algo.

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Hay algo de malo en ello, así lo percibe él. Un hijo no debería morir antes que el padre. Por qué papá se emborracha siete días a la semana. La aberración de que un hijo parta antes. Es una violación de la naturaleza.

—Se iba a enlistar en el ejército, eso lo hubiera espabilado un poco, lo hubiera hecho madurar, a menos de que lo matara. Pero se mató primero él solo.

***

Nunca vino a verme. Pero su brazo está pegado a mi cuerpo, al lado izquierdo de mi cuerpo, donde estaba mi propio brazo.

El brazo de papá con todos los tatuajes que recuerdo. El brazo de papá es más musculoso que el mío, así que es más fuerte que mi brazo derecho.

Papá nunca vino a verme, ni al funeral, pero papá me dejó su brazo izquierdo.

***

Esta mañana, es uno de mis maestros el que viene al altar.

El señor Groppel, de sociología. También es fotógrafo.

El señor Groppel toma fotos del altar con una cámara grande. Examina la cruz hecha a mano. Las fotos maltratadas por el clima, los espejitos de las chicas en forma de corazón, corazones de satín rojo deslavado por la lluvia y el sol, despintados hasta quedar casi blancos. Alguien volvió a levantar la bandera que el abuelo Joe-Joe trajo y ya se ve bien. Y hay más imágenes cursis de Jesucristo, y cartas que algunas chavas le escriben a Kevie Orr y que amarran con listones al árbol. En algunas, marcas de besos que se ven a tres metros de distancia. El señor Groppel toma fotos hasta que se va la luz.

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El señor Groppel tiene un tripié que acomoda sobre el suelo rocoso, y encima pone su elegante cámara. El señor Groppel hasta fuma mota, ¡esto sí que es una sorpresa! Pero el señor Groppel no trajo nada para poner en el altar, como casi todo el mundo hace. Y el señor Groppel no habla con Kevin Orr, ni siquiera una vez.

***

—¿Kevie? ¿Estás aquí? Oye, Kevie.

—Oye, te extrañamos, Kevie. Te extrañamos y te amamos muchísimo—. Son chavas que se tropiezan por el pasto, se ríen, pachecas. Sus novios las esperan en la carretera. Caras que conozco, pero no sus nombres.

—¡Kevie! Eres la única persona con la que puedo hablar…

La chava se pone a llorar. Las otras la rodean, y la tranquilizan.

***

(Quizá esa chava. Quizá otra. Dejó lo que los medios describieron como una “nota suicida/carta de amor” para el “finado” Kevin Orr, pegada a la cruz del altar, luego fue a casa y se tragó 30 Tylenols, pero no logró matarse, tenía 16 años). (Y surgieron los padres preocupados por “pactos de suicidio” en la Preparatoria Forked River. Chavas que mandaban textos de “querer unirse” a Kevin Orr, a quien apenas conocían. Las autoridades escolares advirtieron de los peligros de “peregrinaciones al altar” y aconsejaron a los padres estar atentos a lo que hacían sus hijos, adónde iban. Qué mensajes enviaban. Y qué planeaban.)

***

Están ellos, y estoy yo.

Una categoría está viva, y quieren mandar todo a la chingada como cuando apagas la tele si el programa está aburrido, pensando medio pendejamente que lo puedes volver a prender si quieres. Pero no puedes.

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La otra categoría no está viva. Y atascado en este lugar, deseando desesperadamente poder volver. Pero no puedes.

***

Cuando estaba vivo no pensaba gran cosa. Generalmente en mi cerebro había estática, y cuando no, una suerte de viento caliente soplaba a través de él como uno de esos respiraderos con termostato que se encienden y apagan siguiendo su propia lógica. Pero ahora, pensar es lo que soy.

Hay una teoría de que mi vida es la suma total de todas las veces que la cagué. Como sumar ceros.

Por qué estoy aquí. Por qué me abandonaron, salieron arrastrándose de entre los fierros y se los llevaron de prisa a urgencias.

Lo que ocurre en el altar es que esto se está llenando de basura. O sea, hay gente que dejó cajas de pizza, botellas y latas y unicel, basura que levantó el viento y que quedó atrapada entre los árboles y arbustos. Podría pensarse que es una zona de picnic, junto a la carretera, y que nadie pasa por la basura, y por eso se acumula.

Para ser justos, diré que algunos sí tratan de limpiar un poco. Mamá, supongo. Y otros. Tormentas sobre el Atlántico, nubes como metal retorcido. Nubes que pasan por el cielo como una secuencia en televisión que nunca termina.

Pienso: ¿Esto es todo?

Sigo escuchando el momento del derrape, las llantas sobre el asfalto, alguien grita. (¿Quizá soy yo?) Black Sabbath, a todo volumen, retumba. Esa música que se te mete en las entrañas. En el cerebro.

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Sangraba, en el cerebro. No podía ni siquiera jalar aire para llorar: —Dios, ayúdame. Dios, no era mi intención, nunca quise que esto pasara. Dios, ayúdame—. No podía rogar, o llorar. No podía hablar, tenía la boca llena de tierra, sangre y dientes rotos.

***

Kevin habría sido soldado. Pudo haber muerto por su país. Se habría sacrificado por su país. Pudo haber sido un héroe, como su abuelo Joe-Joe, a quien le dieron la condecoración Corazón Púrpura.

***

Es un día frío, luminoso, con viento. Ya casi nadie viene al altar, ahora que termina el verano.

Chloe y sus amigas, y otras chicas, chicas que traen a otras chicas que ni siquiera conocían a Kevin Orr. O hasta que vieron fotografías del altar en los periódicos y en la tele.

Y mi mamá, y Teddy. Ya no vienen muchos chavos. (No los culpo: yo tampoco vendría.) Me pregunto cómo están los de la banda: Josh, Casey, Flynn. Dónde andarán. Adónde los llevarán sus vidas. Me pregunto cómo estará Josh, si ya sanaron sus piernas rotas. Si ya le creció el cabello y ya no se le ve la cicatriz en el costado de la cabeza. Si tuvo daño cerebral como temía la gente. Si piensa en mí, o qué piensa de mí. ¿Cómo eran unidos como dos hermanos, él y Kevin Orr? ¿Y qué quiere decir eso, unidos como hermanos? Si Josh se acuerda, fue su idea ir manejando hasta Lenape Point y llegar en coche hasta el mar. Jugar carreritas con Jimmy Eaton y sus amigos. La idea de Josh, y la camioneta de Kevie.

O sea, la camioneta de la mamá de Kevie. Que nunca terminó de pagar.

El abuelo Joe-Joe está demasiado enfermo como para venir, aunque sólo son 11 kilómetros. Dentro de su cabeza, el abuelo piensa que su nieto Kevin murió en la guerra de Afganistán, o quizá en la de Irak, esa que nadie supo por qué se peleó, que era lo mismo que se pensaba de la guerra de Corea.

En la iglesia oran por mí, les da un motivo para rezar.

Pero también vienen algunos desconocidos al altar. Desconocidos que van manejando por la carretera Forked River, y ven el altar: la cruz hecha a mano y todo lo demás, y se detienen de este lado del puente, y bajan a ver. En ocasiones un desconocido trae algo para el altar: un corazón de hojalata, un globo para niños, un peluche. Cosas de esas que luego trae uno en el auto, y que anda buscando qué hacer con ellas. La gente se toma fotos con su teléfono, frente al altar. En octubre, alguien deja una calabaza anaranjada, de cáscara brillante y forma perfectamente simétrica al pie de la cruz. La gente se siente bien cuando ve cosas así. La gente siente: Descansa en paz, Kevin Orr. Dios te tenga en su gloria, te amamos. Levantan la cara hacia las ramas más altas de los árboles y más allá del cielo, que ahora es de un color gris claro, suave, como si se estuviera derritiendo.

Algunos visitantes se toman la molestia de limpiar las cacas aguadas que los pájaros dejan sobre el altar. Las duras lluvias lo mantienen casi siempre limpio. La gente es feliz aquí, se ven a sí mismos en su mejor momento. Los chavos que vienen con intenciones de vandalizar el altar cambian de opinión cuando ven las fotos, una de las cuales es la foto para el álbum de la escuela de Kevin Orr. Los pone tristes ver que es un chavo igual que ellos, o un chavo como el que quisieran ser. Los restos de un tenis, el palo de hockey, piensan en robárselos, pero no lo hacen.

Las Michelob, el Red Bull, las cocacolas, hace mucho que ya no están, pero casi todo lo demás sigue en el mismo lugar donde estaba al principio.

Estoy orgulloso de eso, creo. Que la gente venga con malas intenciones, y que cambien de opinión.

***

Mi vida mierdera de niño. Era más que nada una vida de perdedor. Supongo que para allá iba, como sumar una columna de ceros, pero no lo sabía en ese momento, es algo que nunca se sabe en el momento. Los señores de la edad de mi papá están amargados y son cínicos, ya saben de qué va el asunto, pero Kevie Orr nunca lo hizo. Una vida mierdera de niño, pero la extraño.

Pasaría más tiempo con papá, si pudiera. Las noches de los viernes, en su casa, viendo la tele, las tardes de sábados y domingos viendo los partidos, comiendo pizza con él y con Teddy, eso es todo lo que quisiera. Por qué quise que me diera más, ese fue un error. Y debía haber sido más amable con mamá. Y Teddy, por qué me porté tan de la verga con ese escuincle, la verdad es que me caía bien, quizá hasta lo quería; toda la vida va a caminar chueco, un poco de lado, el ortopedista dijo que por la forma en que se le dobló la rodilla, y porque cayó con todo su peso sobre ella, esto dañó de forma permanente la rodilla. (También iba todo mi peso, lo estaba empujando desde atrás.)

(No estoy seguro de cuándo fue esto. Quizá estaba en séptimo.)

En cualquier tipo de relación, sea familiar o con una chava, siempre hay uno que da más que el otro: siempre hay un “cazador” y una “presa”. Básicamente al que le vale madres es el que gana, podría decirse que usa al otro. Por lo regular yo era ese tipo de chavo, y por eso les gustaba a las chavas, supongo, cada una creía que ella sería la que lograra que Kevin Orr anduviera en serio con alguien. Siento que ahora ya soy “serio”, estoy creciendo.

Siento que estoy creciendo, pero ya no “estoy”. Sé que es raro, pero siento que mi espíritu se está refinando conforme el altar sufre las inclemencias del tiempo, pero está bien, es casi bello (creo). Como en la cantera, separan el mármol de la roca que lo rodea. En el cementerio de la iglesia, mis huesos rotos están volviendo a ser polvo. Mi cráneo, que ahora tendrá agujeros donde estaban los ojos, y una tonta boca como de Halloween. No donde estoy ahora, que es aquí.

Esto es lo que aprendes: tu cuerpo no está donde estás, una vez que te fuiste. Tu lugar especial es donde moriste, “falleciste”. Tu canción especial es tu Canción de la Muerte, la que oíste por primera vez en el vientre, ignorando por completo lo que era, que te seguiría el resto de tu vida.

Me pone triste pensar que mi hermanito es un perdedor aún más perdedor que yo. Nunca se va a recuperar de la muerte —tan pronta— de su hermano mayor. Igual que nunca se recuperó de que papá se haya ido, tan pronto.

(Era evidente que las cosas iban mal entre nuestros padres, no hacía falta ser brillante para verlo, pero un chavito nunca es brillante, el pobre de Teddy no tenía idea de nada. Fue entonces que comenzó a tener problemas para respirar, algo como sinusitis o asma, se ahogaba cuando estaba acostado. Papá creía que era para hacerlo sentir culpable, lo que lo hacía encabronar mucho, porque, claro, papá se siente culpable, pero odia que lo hagan pensar que debería sentirse culpable.) Quiero pensar que Teddy me perdona. Se la pasa pegado al cemento, fuma mota, y se la pasa haciendo nada con perdedores de su edad, va en ese camino; quizá termine la prepa, quizá no, y luego, no quiero pensar más. (¿Quizá se enliste en el ejército?) Uno se pregunta, un perdedor así, ¿tendrá su propia Canción de la Muerte? ¿Su canción? Difícil de creer, pero puede ser que sí.

***

Esta mañana no vino nadie al altar. Nadie ha venido al altar en, ¿cuánto tiempo?

Días, semanas.

Vienen los venados. Cuando comienza a anochecer, se acercan al altar. Me pregunto si les da curiosidad saber qué chingados es esto, pero los venados no parecen tener curiosidad, no hay nada especial en sus bellos ojos. Y la forma en que su cola blanca se agita, una hembra y dos cervatillos, y algunas otras hembras, y un macho joven con astas aterciopeladas, un cervatillo que nació el año anterior.

Algunos de los venados parecen mirarme con calma. No todos, sólo algunos. La hembra más grande, la que parece la líder de la pequeña manada. Agitan la cola para espantar a las moscas. No me tienen miedo porque estoy muy quieto, y soy transparente como vapor de agua, ya no huelo a nada, no soy su enemigo. Sin miedo se me acercan. Sus sensibles narices se mueven por el suelo. En todo esto hay una suerte de felicidad. Apenas hace un año, habría tenido ganas de dispararles, especialmente al macho; cuando papá se llevaba mejor con su hermano Luke, me llevaban a cazar con ellos a Pine Barrens. Le disparé a algunos venados, pero nunca le di a nada, pero creo que ahora no me gustaría matar a ninguno de estos venados que son mis amigos en este lugar tan solitario. Estoy en paz con ellos. En vida, nunca pude estarme quieto mucho tiempo. Me sentía incómodo, ansioso, nervioso, cuando manejaba un auto, tenía que pisar el acelerador a fondo. Como si quiera sentir que el motor estaba vivo; necesitaba saber que, si lo quería, podía moverme rápido.

Ok, ahora ya estoy en un solo lugar. Y ahora estoy feliz, creo.

Los amo y los bendigo a todos.