Espectadores. Careté,Córdoba, febrero de 2003.Esta galeria hace parte de la revista impresa de VICE de agosto.Era una tarde de corraleja en Cereté, cuando el asta de un cebú alcanzó la ingle de Félix Mejía en el mismo rincón del ruedo donde se desangró. Cayó a un metro de la salvación de un palco, frente a más de cinco mil personas que ovacionaron su fin como la obra máxima de su vida. La bestia le ganó al hombre y en ese instante se hizo efectiva la comunión perfecta de esta fiesta taurina.
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En aquel palco al que el Mono —como llamaban al popular capotero— no alcanzó a llegar en esa tarde de febrero en 2004, un fotógrafo cámara en mano veía el espectáculo sin saber que el muchacho de 28 años moriría frente a su lente. Disparó su cámara sin parar, y cuando la cornada final alcanzó el cuerpo ensangrentado del Mono agonizante, el toro miró al reportero a los ojos.Ese fotógrafo, el norteamericano Stephen Ferry, sintió bronca con el público. El animal —como una máquina— cumplía el mandato fatal que le dictaba su instinto, mientras la gente excitada gritaba con júbilo por los eventos recién ocurridos en aquella arena. Pero a nadie le gusta cuestionar que la muerte sea el eje central de una tradición tan respetada y centenaria. Como se escucha una y otra vez en la tribuna: "sin muertos no hay corraleja". Esta vez el Mono Mejía había sido el tributo.Entre los cientos de personas que participan en las corralejas desde el ruedo, hay capoteros, muleteros, banderilleros y garrocheros, quienes reciben honorarios de entre quinientos mil y un millón de pesos por cinco días de corralejas. Son profesionales de la corraleja, como lo fue el Mono Mejía, recordado por su habilidad con el capote. Tanto aquellos contratados como los más aficionados hacen sus malabares, trucos y correndillas por las arropillas, dulces que el público tira de las gradas cada vez que hay emoción en el redondel, y por el mangue, que consiste en el dinero que el toreador recoge entre el público después de haber realizado una hazaña. Mantero que se respete sabe a quién ofrecer sus piruetas, y cuando el ganadero más adinerado de la tribuna le hace el guiño, trucos tan complejos como el Salto de la Muerte o el Banderilleo Acostado pueden pagar hasta cien mil pesos.
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El Mono era un campesino recolector de algodón y de maíz que, durante unos meses y por siete años, se volvía un dios en el ruedo. El día de su muerte había recogido en mangue, según la prensa de ese año, cuatrocientos mil pesos que le sacaron del bolsillo mientras agonizaba en la arena. Para pagar el cajón y el entierro hubo que hacer "vaca" entre la familia y los amigos cercanos.Para un jornalero como el Mono, un día de trabajo paga doce mil pesos; pero un corralero profesional puede llegar sólo en mangue a los cientos del miles. En un departamento como Córdoba, que puede ser el reflejo de las condiciones en las que se vive en las zonas rurales del país, el índice de pobreza llega al 46 %, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE).El Valle del Río Sinú es un territorio latifundista que abusa de la ganadería. La mayoría de la gente no es dueña de nada, así que entre menos trabajo haya en la tierra, menos oportunidad hay de ganarse la vida. Se puede decir que en Córdoba hay vacas viviendo mejor que sus campesinos, y durante las corralejas se crean opciones para obtener unos buenos pesos que contrarresten la escasez del resto del año.En una tierra con altos niveles de desigualdad, que ha sido ocupada por todos los tipos de males que ha experimentado Colombia —la guerrilla, el paramilitarismo, las bandas criminales, la corrupción—, prácticas como las corralejas son entrañables y están estampadas en la tradición como una entidad ineludible. En el Caribe, durante las más de 530 tardes de corralejas que ocurren a lo largo del año en muchos de sus municipios, la frontera entre necesidad, placer y violencia es porosa.
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Esto es lo que el sociólogo francés Pierre Bourdieu llamó "violencia simbólica", refiriéndose a una agresión que no se percibe como tal porque se ejerce en un escenario de unidad, donde todos parecen iguales. Esto transforma las relaciones de dominación y sumisión en relaciones afectivas. Aunque la concepción de Bourdieu no contempla en sus bases las manifestaciones físicas, las corralejas como festejo normalizan la violencia en nombre de la igualdad y la integración.Durante aquella tarde de luz magnífica —en la que el Mono perdía la batalla contra ese gladiador de media tonelada— el público, que antes había aplaudido desde la gradería su agilidad con el capote, ahora celebraba con algarabía su muerte ahí abajo en ese ruedo polvoriento.Stephen Ferry acudió al periodismo para poder digerir esta historia. Entre 2004 y 2010, fotografió corralejas de la región caribe colombiana y las mantuvo guardadas hasta que llegó el momento de salir de la culpa y la soledad que sintió cuando vio morir al Mono. Doce años después, con este ensayo fotográfico, espera asentar la huella de todos los manteros caídos en el ruedo. Pero en especial, y muy sentidamente, el recuerdo de aquel recolector de algodón cienaguero que usaba guayos para desafiar a los toros en las fiestas de corraleja.Texto por Teresita Goyeneche