Por qué disfrutarás de 'Una serie de catastróficas desdichas' siendo adulto

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Por qué disfrutarás de 'Una serie de catastróficas desdichas' siendo adulto

El nuevo estreno estrella de Netflix, adaptación televisiva de las novelas de Lemony Snicket, propone un universo temático, visual y emocional que difumina por completo la frontera entre el mundo infantil y el mundo adulto.

Lo mejor de Una serie de catastróficas desdichas es que gustará a los niños y encantará a los mayores. Tiene chicha e ingredientes para ambos públicos, y es en esa capacidad para moverse con naturalidad entre dos aguas donde la serie empieza a construir su éxito y acierto. Si lo que pretendía Netflix llevando las novelas a la pequeña pantalla era el hecho de tener otro título importante que se pueda ver en familia sin desplazar o menospreciar a los padres, es evidente que lo ha conseguido.

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Porque el secreto de los libros, que arrasaron en los 2000 y aún hoy siguen siendo todo un referente de la literatura para niños, es que se hacía difícil saber quién lo pasa mejor con su lectura: si los chavales, fascinados con el talento de los hermanos Baudelaire y sus peripecias contra el Conde Olaf, o los propios padres, que de repente descubren un universo fascinante, oscuro y magnético con un villano carismático, unos niños avispados e inteligentes, ráfagas de humor negro y un envoltorio gótico irresistible.

La serie ya está disponible en Netflix.

De la mano del director Barry Sonnefield, que ya hizo algo similar con la versión cinematográfica de La familia Addams o con la trilogía de Men in black, y del productor Mark Hudis, también experimentado en las ambientaciones de novela gótica gracias a True blood, Una serie de catastróficas desdichas traslada todo el imaginario de Snicket con el respeto y la fidelidad que sus seguidores esperan y desean. Como ya sucedía en la magnífica película de Brad Silberling protagonizada por Jim Carrey, también disponible en Netflix, la serie es muy meticulosa con el material de origen y sus esfuerzos se centran en la recreación más precisa posible de sus personajes, su estética y su pesimismo corrosivo y totalmente paródico.

A lo largo de los ocho episodios que forman esta primera temporada, a dos por novela adaptada, la serie huye de experimentos, salidas de tono o intentos fallidos de cambiar la base literaria del proyecto. No quiere reinventar la rueda, sino aproximarse al máximo al origen de todo con sus propias aportaciones y matices. En relación a la película de Carrey, por ejemplo, el seguidor notará algunas actualizaciones interesantes y de perfil más televisivo. La presencia de Neil Patrick Harris es un gancho interesante: el actor norteamericano encarna a un Conde Olaf menos siniestro e histriónico que el de Carrey, pero más irónico, cabroncete y sutil. El desconcierto inicial cuando te encuentras con el personaje rápidamente deriva en fascinación a tenor de su cambio radical de rol interpretativo.

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Neal Patrick Harris está que se sale en su papel de cabroncete.

Después de dedicarle años a un personaje cómico como Barney, estrella de Cómo conocí a vuestra madre, Harris arriesga y gana con una compleja pirueta actoral que tiene momentos hilarantes, como en la historia en que le vemos vestido y caracterizado como una mujer. Pero este Olaf no solo evita el ridículo y la caricatura, trampa en la que hubiera sido fácil caer a tenor de la singularidad del personaje y sus situaciones planteadas, sino que se suma a la lista de malvados carismáticos del catálogo de Netflix, desde Pablo Escobar a Elektra Natchios o Moriarti.

Estéticamente también se produce una evolución considerable en relación al filme. De indudable tono timburtoniano, pero también con claras inspiraciones estéticas del pop surrealista, del gothic art norteamericano y de series como Pushing Daisies, la propuesta visual de la serie es un derroche de ideas y recursos que atrapará a espectadores de todas las edades. Incluso puede llegar a saturar en algunos momentos de la temporada, cuando los excesos visuales flirtean con el barroquismo y te dejan exhausto. Han pasado algo más de doce años desde el estreno de la película, y eso se percibe en el apartado formal de la serie, que se beneficia de las infinitas posibilidades que permite la tecnología digital y de un montaje más ágil y disparatado, más afín al lenguaje televisivo del momento.

Una mezcla perfecta del universo de Tim Burton, Wes Anderson y Amélie.

Pero donde más se nota la diferencia entre la serie y la película es en su fidelidad a las novelas. Con toda una temporada por delante para exprimir al máximo a los personajes y las historias de los libros, la serie dispone del tiempo necesario para cuidar hasta el mínimo detalle en ese sentido. Si el filme de Silberling se veía obligado a condensar en poco menos de dos horas un universo inabarcable repleto de juegos y triquiñuelas y evidentemente se dejaba cosas en el tintero, la serie, por el contrario, juega con ventaja y se explaya a su gusto para recuperar todo lo que le interesa de los libros.

Y el final más que abierto de la primera temporada nos deja claro que aún queda mucha tela que cortar de cara a una segunda y quién sabe si tercera, cuarta….