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Rio 2016

El salto apátrida de Darya Klishina

La saltadora rusa recibió la ira de nacionalistas por no haber formado parte de los atletas suspendidos por el COI
Foto: Guillaume Baviere/Flickr

ACTUALIZACIÓN: Según Reuters, la Federación Internacional de Asociaciones de Atletismo (IAAF) acaba de suspender a Klishina debido a que "hay nueva evidencia que la vincula con el escándalo de dopaje", descubierto por la Organización Mundial Anti Dopaje.

La exclusión de los atletas rusos de Rio 2016 por el escándalo de dopaje, hizo reflotar encarnada en el caso de Darya Klishina, la extraña figura de los competidores sin nación. A partir de Barcelona 92 —momento en que el COI permite la competición bajo bandera neutral en caso de sanción o falta de reconocimiento—, yugoslavos, macedonios, kuwuaitíes, timoreses y antillanos, han participado en diversas disciplinas defendiendo la tierra de nadie. En ese extraño limbo es que incluso se han conseguido tres medallas –una plata y dos bronces—sin escuchar himno alguno.

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¿Quién le canta al Estado-nación? Es la pregunta que se hicieron Judith Butler y Gayatri Spivak al analizar como un grupo de inmigrantes mexicanos ilegales cantaban en español el himno de los Estados Unidos en señal de protesta por sus derechos en California ¿Quién canta? ¿Dónde pertenecen esas voces? Ni a Estados Unidos, ni a México: son voces apátridas. En los cimientos mismos de la construcción de un Estado-nación, en aquello que vincula y reúne a los ciudadanos bajo una identidad, yace necesariamente la exclusión de ciertos grupos. Es decir, un Estado para constituirse como tal debe producir apátridas.

Las reflexiones de Butler y Spivak en torno a la noción de apatricidad, derivan en un cuestionamiento al nacionalismo y en un intento de tensar las formas de pertenencia más allá de la nacionalidad. Sea quizás el deporte y su correlato en furibundos hinchas, un terreno que parece absolutamente impermeable a un desmantelamiento de la nacionalidad. El sentido de pertenencia a una nación es lo que dota de significado a cualquier competición y da pie para descabelladas analogías en las que el deporte transmuta en guerra. En la cabizbaja y finísima figura de Darya Klishina, se sintetizaron los ecos del más bajo nacionalismo, esos oscuros y sórdidos pliegues que produce el deporte en mentes limitadas.

Darya Klishina cargó consigo el peso del apátrida. A un mes de iniciarse los Juegos, fue autorizada a participar bajo la figura de bandera neutral, escandalizando a una horda de furiosos nacionalistas rusos que parecían temer que el espíritu del Zar Pedro El Grande volviera desde los confines del purgatorio a castigar a sus súbditos del futuro por haber permitido que una atleta rusa sea despojada de sus colores sin que esto le provoque deseos de abandonar la competencia.

Asentada hace años en un campo de entrenamiento en los Estados Unidos junto con atletas australianos, Klishina se transformó súbitamente en una traidora nacional, siendo comparada incluso con los nazis por algunos de sus compatriotas. En la ceremonia de la despedida de los deportistas rusos que finalmente sí fueron aceptados a compertir en Río 2016, las lágrimas de la saltadora con pértiga Isinbayeba flanqueada por el Presidente Putin fueron inevitablemente comparadas por los puristas de la nación con la figura de una Darya supuestamente acomodada en occidente, insensible ante el inadmisible agravio a la sagrada, ancestral y eterna patria.

Lejos del fetiche de la bandera tan propio de los Juegos Olímpicos, Darya sintió por última vez su mente en blanco antes de tomar el avión a Río. Su pie había logrado impulsarse desde esa única frontera que importaba, la frontera entre la zona blanda y la pista, el milímetro que separa la perfección del nulo en un salto largo. Sus 180 centímetros de cuerpo comenzaron a surcar los cielos del campo de entrenamiento de Bradenton, Florida, como en cámara lenta, mientras sus piernas y sus brazos dibujaron circunferencias en el aire en su búsqueda frenética por llevarla un poco más allá. La dorada cola de su cabello cruzó el viento dejando una estela, hasta que la gravedad la atrajo junto al resto de su humanidad a caer en el área de aterrizaje tras casi 7 metros de viaje, un trip tan real y terrenal que ninguna fantasía fronteriza humana ni el fantasma de los viejos zares podrían detener jamás.