Todos hemos pasado por el Club del Tonayán

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Todos hemos pasado por el Club del Tonayán

Queríamos embriaguez, pero no teníamos dinero. Queríamos fiesta, pero teníamos los bolsillos vacíos.

Casi todos hemos sido miembros del Club del Tony. No tengo el recuerdo claro de cómo lo hice. Supongo que como la mayoría: queríamos embriaguez, pero no teníamos dinero. Queríamos fiesta, pero teníamos los bolsillos vacíos.

Dice Quiroga que juventud y hambre son el más preciado don que puede conceder la vida a un fuerte corazón. Sin embargo, estos dones también pueden convertirse en un lastre y de ahí transmutar a una llave que nos abre las puertas del Tonayán.

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A finales de la década los 90, mi vida personal era un auténtico desorden. Un coctel de crisis existencial y el contexto de esos años (EZLN, comienzos del internet, Fox, rock en tu idioma), me tenían en ebullición, pero también al borde de la indigencia. En ese tiempo, junto con mis amigos de la infancia teníamos dos pasatiempos que absorbían la mayor parte de nuestras vidas: el basquetbol y la bebida.

Un día descubrimos este "licor de agave", que en realidad es licor de caña. No nos fijamos en su nombre, ni su origen, sino en su precio. Seguramente alguien nos dijo, "miren lo que encontré. Y bien barato". Esto último fue la palabra mágica. Así comenzamos nuestra época en el Club del Tony.

Lo hicimos, primero, con mesura. Como ya dije, éramos bebedores de gran calado: teníamos un hígado joven y un cuerpo curtido con duros entrenamientos en el pueblo. Soñábamos con jugar basquetbol, pero también nos gustaba la bebida. Cuando digo, "nos gustaba", lo digo en serio.

Los efectos del Tonayán primero fueron una novedad. Luego se hizo un hábito. La embriaguez que provocaba es más extensa y demoledora. Nuestro dinero duraba más tiempo y las parrandas también.


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Antes del Tonayán tuvimos otras etapas, todas, orilladas por el mismo motivo: la falta de lana. Durante unos dos años, tomamos una especie de ron llamado Richardson. Esta botella fue muy famosa en los 90. Era barata y tenía una pinta muy cool: botella de vidrio oscuro y una etiqueta bien acá. El problema eran los gastos extras: hielos, coca y agua mineral. Por ello, algunos lo mezclaban con agua de jamaica o de tamarindo. Su aroma era indecible; y su sabor, malo, aunque le echaras mucho refresco.

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Luego, la Richardson desapareció de los anaqueles y llegó otro ron, igual de malo: Etiqueta Negra. Su botella de vidrio transparente dejaba ver un ron de color marrón bien falso. En la etiqueta se veía el nombre y un gato negro que me recordaba al de las pilas Eveready. Al igual que la Richardson, la Etiqueta Negra requería de otros gastos y también desapareció. En internet no existe registro de ambas bebidas, pero sí el testimonio vivo de miles que nos bebimos esos licores chafísimas.

También le entramos a la Sol Brava, que era malísima y pegaba con tubo; al brandy Presidente, el cual birlábamos de las bodas y XV años, o incluso hasta al alcohol del 96, el verdadero "etiqueta roja". Cuando teníamos algo de dinero le tupíamos macizo al Bacardí Blanco (en cubas pintaditas, con limón y sal) o al tequila Sauza (directo, en palomazos o con coca cola, mejor conocido como charro negro). En los 90, por cierto, las cavas de los supermercados eran bien limitadas, no como ahora, que te encuentras licores finlandeses o cerveza africana, a precios de risa pacheca.

Con el nuevo descubrimiento, el del Tony, casi toda la semana la pasábamos ebrios. No éramos buenos estudiantes, no teníamos trabajo fijo, apenas y conseguíamos dinero para lo más básico. Lo que sobraba, lo invertíamos en Tonayán. Casi no comíamos. Estábamos flacos y amarillos. Eran constantes los vómitos matutinos; las lagunotas del día anterior o uno que otro brote psicótico que terminaba en bronca.

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A medida que el cuerpo fue resintiendo los estragos del Tony, las resacas eran más insoportables. El regusto que dejaba su ingesta provocaba que al otro día no probáramos bocado. También había dolores de cabeza encabronadamente fuertes, desórdenes metabólicos y en lo personal, noté una pérdida importante en la capacidad visual. Los lentes se volvieron obligatorios. Fue en ese tiempo que lo dejé.

Con el paso del tiempo, en las distintas redacciones de periódicos y revistas por las que desfilé, conocí a más gente que también tuvo su estancia en el Club del Tony. Algunos con peores experiencias que otros, pero eso sí, coincidíamos en que llegamos a él por su precio. He leído los escalofriantes datos de su peligroso contenido, los estudios que evidencian los deficiente controles de calidad y me son familiares las consecuencias de haberlo bebido.


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Tenía más de 15 años sin probarlo. Pero de un tiempo acá, comenzaron a proliferar los youtubers que dan recetas de cómo emborracharte con 50 pesos, de preparar las aguas locas más sabrosas o peor aún, de gente que se echa una botella de Tonayán de un solo trago. Reconozco que mirar esos videos y la noticia de la muerte de Armando Corona Flores, propietario de la empresa que fabrica esta calamitosa bebida, recordé mi etapa en el club y decidí echarme un trago. Nomás uno.

Cuando acudí a la tienda, vi que además del panalito (la medida habitual del Tonayán), ahora también existe la versión en pachita sobaquera. Asimismo, hay una gran variedad de refrescos y jugos (con o sin gas) que facilitan su mezcla. Decidí tomarlo como lo hice durante años: Squirt, hielo y un poco de Tony (con una sobaquera me habría bastado para hacer una agua loca de tamaño pequeño; pero no). El resultado fue fatal: su sabor sigue siendo indecible, por no decir, horrible. De sopetón reviví mis arqueadas por la mañana, mis cefaleas y sobre todo, mi temprana deficiencia visual. Volví a percibir ese desagradable gusto que deja en la parte posterior de la lengua. Todo eso debe haberle valido sombrilla al señor Corona. Como a mí debió haberme valido su muerte.

@balapodrida