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Opinion

La Marcha del Orgullo LGBTI me mostró que siempre fui una mujer

OPINIÓN | Y que la desarreglada del otro día, cuando me desmaquillaba, me hacía sentir una tristeza muy grande.

En una Marcha del Orgullo LGBTI fue la primera vez que me vestí de mujer cuando aún me identificaba como un hombre. Le dije a unas amigas trans que me "treparan". "Treparse" es una expresión que se utiliza para decir que un man se va a poner prendas femeninas, va a montarse en unos tacones y se va a sentir regia por unas horas. Les dije que no quería nada ordinario, ni nada muy drag, que quería verme como la vieja más linda del mundo y no de forma exagerada ni disfrazada. Me llevaron a una peluquería en Chapinero, como en la calle 42 con 16, donde un señor que era experto en trepar gente.

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Alquilé un vestido divino y una peluca rubia con capul. Una amiga me acompañó a comprar los tacones en San Victorino y mi hermana me prestó un bolso viejito. El día del desfile, me maquillaron muy pesado y les dije que quería algo más natural (me odiaron por intensa). Me estiraron la cara con cinta transparente —de esas que se utilizan en los trasteos— y me acomodaron la peluca. Después de toda la emperijoyada y la producción me sentía divina.

Protesté, grité, bailé, repartí besos por todas partes y me enfiesté. En los remates, el cansancio y la borrachera iban reduciendo el número de personas dentro del parche, pero yo me rehusaba a renunciar. Quería alargar, lo que más pudiera, ese sentimiento de libertad y regiedad. No quería que se acabara esa sensación. Me sentía deseada, linda y cómoda. Se sentía delicioso: me miraba en el espejo y me encantaba lo que veía, los besos eran más ricos, los bailes eran más divertidos, levantaba más manes y recibía halagos. Sin embargo, llegó ese horrible final de la madrugada. Tenía que quitarme la peluca, desmaquillarme, volver a ver mis piernas y mi abdomen peludo, y volver a ser Matías. Cuando empezaba a salir el sol, llegaba la angustia.

La nostalgia es una forma de tristeza que se siente al recordar algo que te hizo muy feliz. Eso era lo que sentía cuando volvía a ser Matías, que había estado en un momento de dicha que se había acabado. Me había sentido tan bien trepada, que lo empecé a hacer con más regularidad. Buscaba cualquier excusa para hacerlo: una fiesta, una conferencia o un cumpleaños. Pero las "destrepadas" fueron cada vez más difíciles.

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La felicidad del día anterior era la tristeza del día siguiente. Esa angustia inexplicable de no entender quién era —y que había sentido toda mi vida— se silenciaba un poco con la base, los polvos, el rubor, el colorete y el pelo largo. Pero volvía con el algodón lleno de desmaquillador. Al otro día, tenía que lidiar con el dolor de extrañar la noche anterior. Fue un sentimiento clave para darme cuenta de lo que me gustaba, para darme cuenta de que lo que me hacía sentir bien era ser Matilda.

El guayabo del trago se juntaba con el guayabo químico y el moral. Pero el más insoportable era el guayabo de dejar de percibirme como mujer. La delicia de haber podido sentirme "la más" y la posibilidad de haber sido yo misma durante unas horas se desvanecía cuando llegaba el amanecer y se acababan los remates. Era una constante historia de cenicienta.

Mi cuerpo al otro día de las trepadas parecía una ruina de un imperio que en algún momento fue imponente, hermoso y poderoso: los pelitos, las uñas a medio pintar, los residuos de pestañina y el pelo tieso por el sudor, se juntaban con mi pijama de hombre, el mal aliento del guayabo y la pedorrera con ganas de cagar del aguardiente para dibujar un presente aburrido con vestigios de alegría. Los músculos adoloridos de taconear y el cansancio del cuerpo trasnochado eran la evidencia de un carnaval que había pasado por mi cuerpo.

La nostalgia también se suele relacionar con extrañar el hogar o el lugar de origen. Así me sentía después de treparme: ser mujer era mi lugar de origen. Sentirla hacía que viera la injusticia de que me hubieran alejado de la posibilidad de concebirme como mujer durante varios años, que me hubieran exiliado. Me habían condenado a sentirme lejos de mi misma. Tenía que volver allí, fuera como fuera.

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Sentía que esos domingos donde tenía que volver a ser Matías, eran innecesarios. Que no tenía porqué arrebatarme la posibilidad de ser Matilda. Que los domingos y lunes festivos Matilda podía seguir existiendo y que no tenía la obligación de morir la noche anterior. No tenía por qué vivir desencantada de mi presente, ni triste por mi pasado. Trepándome había descubierto una parte de mí que siempre supe que había existido pero que había ignorado. Cuando era leído como hombre, me sentía incómoda y extraña. Ser hombre era un lugar lejano y ajeno que no me hacía sentir bien conmigo misma. Treparme era mi retorno a casa.

Ese refugio tan acogedor al que llegaba cuando me trepaba iba en contra de lo que me habían dicho que se sentía ser trans. Se suponía que las personas trans eran personas infelices con sus presentes que anhelaban un futuro de fantasía que desconocían: "hombres que quieren ser mujeres". Esta expresión ubica la felicidad en el futuro y hace creer que lo que las personas trans pensamos es que "voy a ser feliz cuando sea mujer". Sin embargo, mi experiencia no era sobre querer sentirme de una forma que no había sentido antes. Sentirme trans era volver a querer sentirme feliz y cómoda otra vez, era más acerca de recuerdos que de fantasías. No era que yo quisiera ser algo que no era antes, sino que había encontrado un lugar al que quería volver porque allí me sentía cómoda.

Recordar las cosas buenas del pasado, así sea con tristeza, le da cierto significado a la vida. La nostalgia nos ubica en lugares chéveres, con emociones que se sienten rico, cerca de las personas que amamos y suele ponernos de protagonistas en nuestros propios recuerdos: nos hace dueños de un paraíso que existió. Pensar en la belleza del pasado también era un mecanismo de defensa para el malestar que me daba que el mundo me percibiera como un hombre. Me acordaba que había sido muy feliz y que había amado estar viva. Me daba optimismo. Me recordaba que sentirme excelente conmigo misma había sido posible antes. Nos da la noción de que lo bueno es posible en el mundo y su principal evidencia es que lo bueno ya fue posible en algún momento. Podía volver a sentirme así.

Claro, uno puede enfrascarse anhelando la felicidad del pasado, pero también puede convertirla en el marco de referencia para entender que está en un lugar de injusticia: es injusto privarnos o que nos priven de sentirnos bien. Sentirse regia y divina no tiene porqué estar guardado con los recuerdos y las antigüedades en el ático lleno de telarañas, ni tampoco tiene porqué estar destinado a estar colgado al lado de los disfraces. También puede ocupar espacio en nuestro presente y de forma pública, puede hacer parte de nuestros salones de clase, lugares de trabajo, transportes públicos, calles, instituciones públicas, bares y discotecas. La trepada no tiene porqué estar delimitada en el tiempo y en el espacio, podemos hacer de nuestra vida una pasarela sin fin.

* Esta es una columna de opinión. Por tanto, no representa la postura de VICE Media Inc.

** Mati es la travesti peligrosa de la que tanto te advirtieron, síguela en su Twitter, @matigonzalezgil