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El número de los creyentes

​La primera regla del Club del Té

Cómo emborracharse a base de infusiones con los connaiseurs del underground de Montreal

Al anochecer, cuando los últimos clientes ya se han ido con sus bolsitas de Earl Grey y de jazmín verde, K cierra la puerta de su pequeña tienda en el barrio latino de Montreal y baja las persianas. Dentro ya nos hemos reunido unos cuantos, y cuando se hace de noche llegan unos cuantos más. Juntan seis mesas, ponen dos hervidores eléctricos y comienzan a descargar sus alijos; bolsitas de papel de aluminio que llevan inscritas una dirección de Hong Kong, zurrones de hierbas deshidratas con notas escritas a mano. Este selecto grupo de coleccionistas se ha reunido en la mejor tetería de toda Norteamérica para compartir lo que oficialmente K llama "After Hours". Cuando le pido que me explique de qué va, me dice: "Piensa en El club de la lucha". Es decir, cada uno trae lo mejor que tiene y, bajo la excusa de vivir una velada de camaradería, alberga la esperanza de recibir una paliza que le lleve a tener una revelación.

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Probamos entre quince y veinte tés, haciendo diversas infusiones de cada uno. K me pregunta si alguna vez me he emborrachado de té. Una hoja de té desprende cafeína más lentamente que un grano de café molido, pero el efecto se acumula a medida que uno va ingiriendo distintas variedades hasta alcanzar un estado mental similar al de un concierto de gamelán. "Cuando tomas mucha cantidad de té, como vamos a hacer esta noche," me explica K, "la sensación es muy agradable, porque te estimula al mismo tiempo que te relaja".

Los frikis del té huyen del azúcar. La leche es para ellos como la kryptonita. Buscan tés de una consumada ligereza, a menudo procedente de diminutos "jardines" de Darjeeling, Taiwán o del sur de China. Estos tés tan exclusivos han pasado desapercibidos para los amantes de la cafeína, ignorados al pensarse los café-adictos que no son muy diferentes del té con pastas que toman las abuelitas. Pero a medida que la gente ha ido descubriendo su pedigrí de cinco mil años de historia y su facultades farmacológicas, la Camellia sinensis ha comenzado a gozar de una inesperada popularidad.

Conocí a K en 2012, en una conferencia en la Universidad de California Davis sobre terroir, un término francés que significa "sabor de lugar". Él era el friki del té con un marcado acento británico y una dicción tan suave y perfecta que parecía que te estuviera amenazando. Catamos un mítico cabernet de una de las mejores bodegas del valle del Napa, y el enólogo se explayó acerca de su "poderosa nariz" y la "esencia de casis". Entonces, K dejó la copa sobre la mesa y dijo "Este tiene un agujero justo en el centro". Y los demás nos quedamos en silencio mirando nuestras copas porque, ya que él lo mencionaba, la verdad es que sí que había un agujero justo en el centro.

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Mantuve el contacto con él; le compraba té siempre que pasaba por Montreal y de vez en cuando él me pasaba material que yo no podía permitirme pagar. Para mí, resultaba emocionante coronar aquellas cumbres del té y descubrir aquellos etéreos aromáticos que no tienen comparación en la faz de la Tierra. Al mismo tiempo, resultaba algo deprimente comprobar que hasta entonces apenas había estado merodeando los pies de aquellas impresionantes montañas. Un día, K mencionó que tenía pensado viajar a Asia en busca de material extremadamente raro. "Te garantizo que no hay ningún otro lugar en Norteamérica donde se vaya a hacer una cata de este calibre", me dijo. Después de que le mirara como un cachorro abandonado, me dijo que podía ir, pero sin cámaras ni ningún otro cacharro propio de periodista. La primera regla del Club del Té es que no se habla del Club del Té. "¿Puedo tomar notas?", le pregunté. "Todo el mundo toma notas", contestó él.

En la tetería de K, la mesas estaban llenas de cuadernos de notas, paquetes de té y un montón de teteras de todo tipo; triangulares, achaparradas, de hierro o de cerámica. Para los cánones occidentales, son todas pequeñas. El té de verdad es a Hornimans como el espresso es al Nescafé. Echan puñaditos de hojas en delicadas teteras para que infusionen breve pero intensamente.

La primera infusión es un Bi Luo dorado —"la Primavera de los Caracoles"— de Yunnan. Las teteras se colocan en barcos —unas cajitas de madera con listones— que se llenan de agua hasta el borde, luego se bajan los émbolos de manera que el agua se filtra por los lados y a través de los listones. Es un proceso elegante y aromático, pero nadie dice nada. Es solo el calentamiento.

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El pu'er es un tipo de té oscuro y añejo que se produce en Yunnan, China. Tras haber sido secado y enrollado la hojas de té se someten a un proceso de fermentación y oxidación.

Le sigue un Yiwu hecho con árboles del té centenarios, luego un té blanco, un oolong, y un Hei He Shan procedente de la frontera con Vietnam. Probamos una nueva taza de té cada pocos minutos, y empiezo a sentir como el pecho se me abre como una flor.

Cuando vamos por la vigésima taza sacan la artillería. K nos atiza con un Thurbo Estate con aroma a castaña de Darjeeling. "Es espacioso", murmura alguien. Todo a mi alrededor adquiere una nitidez especial, como si hubiera estado todo el día masticando hojas de coca. Me pregunto si ya estoy borracho de té.

El especialista en oolong de la tienda nos presenta un Da Hong Pao aterciopelado de las montañas Wuyi de China, una de las regiones más antiguas donde se cultiva el té. Un buen Wuyi es más caro que el oro. "Es el Santo Grial del té", afirma. "Sabemos cuáles son los mejores tés de Japón, Taiwán y de la India. Sabemos dónde encontrarlos. En China, en cambio, hay más de un millón de productores diferentes, y una historia y una cultura inmensas. Unas cuantas familias de larga tradición conservan las mejores plantas y la sabiduría de cómo prepararlo. Son como viejos maestros del kung fu perdidos en las montañas Wuyi haciendo un té como el que jamás hubieras soñado".

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El Club de Té suele acabar con los pu'ers. La mayor parte de los tés son mejores cuanto más frescos, pero los pu'ers mejoran con el tiempo, lo que los convierte en susceptibles de ser coleccionados. En China, se venden "tartas" de pu'er –discos comprimidos de té del tamaño de un frisbee pequeño— como obras de arte. La primavera pasada, se vendió en Vancouver un disco de un pu'er de 1910 por 600.000 dólares.

Un doble de Gérard Depardieu que se dedica a escribir las poéticas descripciones del catálogo online de K hace un té con un Dayi de 1996 que transporta de la energía de las cavernas. Es como beberse una película de Werner Herzog. Como todos los pu'ers, es muy valorado (15 dólares el gramo, por si os interesa) tanto por su chi como por su sabor. "En los grandes tés, uno busca un feeling especial", dice. Los occidentales apreciamos el gusto del cuello para arriba, pero en Asia lo aprecian con todo el cuerpo".

"Este tiene buenos pulmones", dice K, sintiendo el chi en el pecho.

El doble de Depardieu, que hace talleres de maridaje de whisky y té, abre una botella de bourbon Evan Williams de barrica única de 2003 y lo marida con un oolong tostado de Bai Hao de 1976 que nos lleva al éxtasis. Viajo a una cueva, saltando de un pensamiento a otro como un esquizofrénico; fragmentos de ideas me salpican la conciencia cuando, de repente, se despliega en la pared de la cueva toda una teoría sobre "La hoja y el grano". El té, pienso, no actúa como el café o el vino, que construyen el sabor mediante bloques o compuestos como si fuera una catedral, más impresionante cuanto más compleja. El té es como contemplar un estanque; por mucho que te acerques no ves nada, hasta que de golpe el viento deja se soplar y las ondas en el agua desaparecen y el corazón te da un vuelco cuando ves reflejado el firmamento a tus espaldas.

Me dispongo a explicarles a mis colegas mi revelación, pero el agua ya está hirviendo para la siguiente infusión. La noche aún no ha acabado y aún hay mucho té que probar. El sol cae a plomo sobre Yunnan y dispara un billón de cloroplastos sobre las verdes terrazas de sus colinas mientras K llena su tetera con un té muy raro y potente —no he pillado cómo se llama— y espectros de vapor se elevan de la cerámica mientras sorbemos de nuestras tazas y ponemos a prueba nuestros límites. Somos conscientes de que, tarde o temprano, se hará de día.