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R. Crumb: ¿Punto de lectura? No sé nada de eso. En el pabellón danés se distribuía un libro con el mismo título que la exposición, Speech Matters. En el libro hay un montón de cosas aburridas sobre los artistas que exponían, pero en mi copia había también un señalador que mostraba a una pareja gay transexual registrándose para obtener un certificado matrimonial.
Me mandaron ese libro. ¿Pero no le enviaron el señalador?
No. ¿Le ofendió que le rechazaran la ilustración?
Estoy en una posición privilegiada, porque no necesito el dinero. Cuando vas al despacho del editor, puedes ver las paredes cubiertas de portadas del The New Yorker rechazadas. A veces dos por cada número. No sé cuál es su política habitual, pero su redactor jefe, David Remnick, que es quien toma las decisiones finales, no me dio ninguna explicación. ¿Ha probado The New Yorker a encargarte más trabajos después de esa ilustración?
Sí, Françoise [Mouly, editora artística] sigue enviándome cartas modelo, las mismas que envían a todos los artistas. Dice algo como, “OK, estos son los temas para las próximas portadas”. Las envían dos veces al año o algo así. Pero es una carta modelo, no una carta personal. ¿Recibió usted alguna disculpa?
¿Una disculpa? Yo no espero una disculpa. Pero si voy a trabajar para ellos necesito saber qué criterios siguen a la hora de aceptar o rechazar trabajos. El arte que yo hago sólo funciona de verdad como portada de The New Yorker. No hay otro lugar para él. Pero me pagaron de antemano, una cantidad decente. Ahí no tengo queja. Le pregunté a Françoise qué era lo que estaba pasando con la portada y me dijo, “Oh, Remnick aún no se ha decidido…” Cambió varias veces de opinión. Pasaron varios meses. Entonces, un día, recibí la ilustración por correo. Sin carta, sin nada. Retrato De Johnny Ryan Le pedimos a Johnny Ryan que se currara un retrato de R. Crumb, porque sabemos que es uno de sus héroes. ¿Podría dejar claros los géneros sexuales de la gente que sale en la portada, o sería eso desvelar algún secreto?
No hay en ella ningún veredicto, esa no es la cuestión. Prohibir el matrimonio gay es ridículo porque, ¿cómo se supone que puedes determinar de qué sexo es alguien si se lo cambian? Podrían ser cualquier cosa, un travesti casándose con una transexual o qué más da. Prohibir su matrimonio porque a alguien no le gusta que sean del mismo sexo, eso es ridículo. Esa era la intención de la portada; ahí tenemos a ese funcionario de la oficina de licencias matrimoniales que no está seguro de si tiene ante él a dos mujeres. ¿Qué demonios son? ¡No puedes decidirlo! Al principio tuve la idea de hacer que parecieran unisex, sin ningún género sexual en absoluto. Una vez vi en televisión a una persona que estaba haciendo una cruzada en contra de la definición sexual, y era imposible decir si era un hombre o una mujer. Era totalmente asexual. Iba a hacer la portada así, pero cuando la dibujé no resultaba muy interesante, y pensé que debería ser más escabrosa de algún modo. Un drag queen y una drag king casándose.
Lo que sean. ¿Cree que el New Yorker es un medio homófobo?
Creo que es justo lo contrario. The New Yorker es políticamente correcto, les aterra ofender a alguna persona gay. Le pregunté a un amigo mío gay, Paul Morris, “¿Si vieras esta portada en The New Yorker, ¿te sentirías ofendido?” Y me respondió, “¿Ofendido? ¡Quiero colgarla en mi pared!” ¿Sabe si le encargaron algún trabajo a otro artista para esta idea en particular, la del matrimonio gay?
¿Sobre este tema? No creo, no. No creo que acabaran publicando ninguna portada sobre el matrimonio gay. Y una vez un tema ya no es de actualidad, pasan de él. No espero una disculpa, sólo ser tratado con igualdad, ¿sabes? La mayoría de artistas doblarían la espalda hacia atrás para complacer a los editores, pero yo estoy malcriado. Desde la era hippie he tenido libertad total para dibujar lo que yo quisiera. En aquellos periódicos underground podías publicar cualquier cosa. Lo que fuese. Esa es una clase de libertad que pocos han catado.
No había dinero, pero la libertad era increíble. No tenías que responder a ningún tipo de política editorial. Incluso después de que lo mío se hiciera popular seguí trabajando sin censura alguna. Entonces The New Yorker contactó conmigo, y cuando The New Yorker te llama, es algo grande. Una tirada de dos millones, bla, bla, bla, y pagan muy bien. Espero ciertas limitaciones por parte de The New Yorker; no puedo mostrar sexo explícito ni emplear lenguaje soez, o al menos no demasiado soez. Puede esperarse eso de cualquier publicación mayoritaria, es algo con lo que puedo vivir. La política habitual de The New Yorker es que los artistas envían esbozos de lo que quieren hacer, y el editor puede sugerir cambios. Yo les dije desde el principio, “Yo no hago eso, no puedo trabajar de esa forma. Os enviaré las obras acabadas, podéis aceptarlas como son o rechazarlas”. Me respondieron que a ellos les parecía bien. Bien por usted.
Esta fue la primera vez que rechazaban algo mío. Podría vivir con ello si me hubieran dado alguna razón. Si no, no puedo sino intentar adivinar los motivos del editor y… Y eso es hacerle perder el tiempo.
Bueno, mira, no necesito tanto el trabajo como para tener que preocuparme de qué le gusta o le disgusta a David Remnick. Pasemos a algo más agradable. ¿Es verdad que va a publicar el año que viene un proyecto de diez volúmenes en Taschen?
En realidad son todo esbozos y dibujos preliminares. Taschen piensa las cosas a lo grande. Querían hacer un libro gigante conteniendo toda mi obra, un puto monstruo de 45 kilos de peso con todo lo que he hecho a lo largo de mi vida, y yo pensé, “No, no vamos a hacer nada parecido, olvidadlo”. ¿Por qué no?
¿Por qué? ¿Alguna vez has visto esos libros enormes de Taschen? Son ridículos. No puedes ni leerlos. Tienes que poner el libro en un podio y pasar las páginas como si fuera una Biblia gigante en una iglesia. Yo no quiero nada así. A lo que sí accedí fue a hacer este libro de bosquejos. Básicamente es material esbozado entre los años 60 y 2011. Probablemente acaben siendo doce libros en vez de diez, porque soy demasiado egoísta para descartar mi propio material. No sé cuándo se va a publicar. Muy bien, una última cosa. Le oí decir a alguien que usted ya no concede entrevistas ante una cámara. ¿Por qué?
Es una producción demasiado grande, ¿sabes? La verdad es que, si voy a estar en Nueva York, en alguna parte, y alguien me dice, “¿Podría entrevistarle [con una cámara], grabarle mientras habla?”, entonces vale. Pero no quiero gente viniendo a mi casa. No me gusta cómo salgo en televisión. Es una tortura tener esas putas cámaras delante de mi cara. Odio que me hagan fotos. Me niego a que me saquen fotos los fotógrafos profesionales. Pueden ser muy agresivos. Los detesto. Tiene que saber que estoy haciéndole esta entrevista en ropa interior y usted se lo está perdiendo. Podríamos haberla hecho por vídeo chat.
Hostia, sí. Quizá deberíamos meternos en Skype o algo así. Tengo unas tetas muy, muy grandes y me parezco a las mujeres que usted dibuja.
¿Cómo tienes el culo? ¿También es grande? No, es bastante pequeño. Me han dicho que lo tengo bonito, pero las tetas son extragrandes. La gente se fija en ellas antes que en mi cara.
Sobre todo si eres alta, porque entonces tienen las tetas justo en los morros. Exacto. Voy a tener que enviarle fotos sexy.
Oh, sí, por favor. ¿Tienes mi dirección? Te la voy a dar. ¿Puedes apuntarla? No digas nada de dónde vivo. No quiero que nadie se me presente en la puerta. En particular la gente con cámaras.
En particular ellos. Este es el texto, escrito por R. Crumb, que aparece en la parte de atrás del punto de lectura insertado entre las páginas del catálogo de la exposición en el Pabellón Danés de la Bienal de Venecia de 2011. “El editor de las portadas de The New Yorker me sugirió que hiciese una para el número previsto para junio de 2009. Ya que se trataba de un asunto candente entonces, se me sugirió que tal vez podría hacer una portada sobre el matrimonio gay. Yo procedí a hacerla. Más tarde, el editor de las portadas me explicó que el redactor jefe, David Remnick, cambió repetidas veces de opinión, primero aceptando mi diseño, después rechazándolo, después aceptándolo, luego rechazándolo. Y así durante meses. Durante mucho tiempo no supe nada de ellos. Al final la obra me llegó de vuelta por correo sin ninguna explicación. Nunca me llegó explicación alguna. Remnick nunca dio ninguna razón para rechazar la portada, ni al editor ni a mí. Por este motivo me niego a hacer más trabajos para The New Yorker. Me siento insultado, no por el rechazo sino por la falta de explicaciones. No puedo trabajar para una publicación que no te da guías ni explica sus criterios para aceptar o rechazar un trabajo enviado. ¿Pretenden que los adivinemos o qué? Creo que parte del problema es el enorme poder que el redactor jefe de The New Yorker ha acumulado. El poder que tiene le ha estropeado. Hay tantos artistas ansiosos por publicar en The New Yorker que a ojos de David Remnick se han devaluado. Son meros peones. No se siente obligado a mostrarles ningún respeto. Cualquier artista es fácilmente reemplazable. Afortunadamente para mí, creo que no necesito tanto a The New Yorker como para pasar por alto un trato tan brusco a manos de su redactor jefe. ¡Al cuerno con él!”