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Marca España

Cómo 'Compañeros' marcó mi infancia y despertó mi sexualidad

Me fascinaban tanto sus creditos de inicio como sus magreos inocentes por los pasillos del instituto Azcona.
Todas las imágenes son fotogramas de 'Compañeros'

Con nueve años y medio yo ya tenía una doble vida: por la mañana iba al colegio con mi pelo rizado como una coliflor, mis gafas ovaladas —«protégelas, que son tu vista», decía mi madre, aunque yo entendía «protégelas con tu vida»— mis calcetines de mercadillo marca Hike —o Kike en su defecto, nunca Nike— y mis bragas blancas y esponjosas como la mozzarella que me llegaban hasta el ombligo – que es algo maravilloso en una niña pero no tanto cuando ese estilo se mantiene intacto a los dieciséis - ; pero por la noche, me arremolinaba en la cama y abrazaba la almohada pensando que era Quimi, que había venido a Elche en su moto a decirme que le daba igual que llevase unos calcetines de algodón tan gordos que parecía que tuviese los pies inflamados ni mis bragas feas, que él me quería igual.

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Compañeros llegó a mi vida antes que la menstruación, así que me acompañó en ese camino que podríamos llamar «el despertar sexual», que en mi caso fue más bien un leve bostezo, un murmullo en la lejanía que te espabila y te arranca del letargo poco a poco. Por un lado, me encantaba fantasear con la idea de que Quimi me llevase en su moto con el casco apretando mi bola de pelo y mi ropa interior tamaño sábana asomando por encima del pantalón de chándal verde caqui —mamá, te quiero, pero ¿verde caqui?, ¿en serio?—; por otro, aquella serie del 98 me permitió descubrir los entresijos del cortejo y de la danza del apareamiento púber. «En un rincón occidental del Serengueti hay un paraíso en el que mandan los adolescentes. No hay una estación idónea para el coito, pero cuando este ocurre, el macho y la hembra pueden practicarlo hasta veinte veces al día». Así interpretaba mi cerebro todo aquel magma de hormonas ígneas procedente de la televisión que yo estudiaba con curiosidad científica mientras me mesaba el bigote incipiente.

Aquella pandilla del colegio Azcona —sí, pandilla, de vuelta a los noventa— me permitía estudiar los movimientos de sus componentes y extrapolarlos a mi clase. La diferencia era que en mi colegio el malote no era un chiquillo que sufría porque procedía de una familia desestructurada y que tenía que trabajar para pagarle la rehabilitación a su hermano yonqui, sino un chaval, Jose, conocido como «el Rubio». Vamos, un tipo con el pelo rubio, pinta de guiri y con las paletas muy separadas que decía que mi cabello rebelde parecía pelo púbico. Él lo llamaba «pelo chocho», y yo le miraba con ganas de decirle: «Podría subrayar mis apuntes con ese rotulador fluorescente que llevas en la cabeza», pero me callaba y le soltaba un tímido: «Pues no porque el de 'ahí' es más corto». Yo sabía que Quimi no era así porque en su grupo aceptaba a Luismi, con quien yo me identificaba muy fuerte: empollón y pardillo, la única diferencia era que yo tenía el cuerpo botijo de Olive, la cría de Pequeña Miss Sunshine.

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También teníamos a nuestra propia versión de Valle, que imitaban sus pantalones de campana, sus camiseta marcapezones y mechas rubias anchas como carreteras. Sin embargo, aunque Valle siempre dejaba claro que se liaba con quien quería, pero que no por eso era una «guarra» —en un capítulo de la primera temporada gana el concurso «La más puta de la clase»— y que si le decía «no» a un tío era «no», mis compañeras, si te descuidabas, pronto te plantaban en la agenda un «Si alguna vez te violan y no puedes gritar, ¡abre las piernas… y a disfrutar!». «Llevo unas bragas tan feas y altas que no querrá ni violarme», solía pensar yo.

Todos los miércoles —hasta que pasaron la serie a los lunes porque no podía competir con Gran Hermano I, allá por el año 2000— mi hermana y yo estirábamos las piernas como si la vida solo consistiese en descansar y chistábamos cada vez que mi padre hacía alguna broma de las suyas tipo «Anda, Antonio Hortelano, pero si a ese lo conozco yo». No nos hacía gracia, queríamos observar los créditos con atención y a aquel melenas de barba descuidada que aparecía cantando en la cabecera de la serie. No me voy a parar mucho en este momento, en el de la canción de apertura, pero algún día alguien hablará de lo grotesco del asunto. Porque, por si no os acordáis, los personajes de la serie aparecían en pantalla y se iban fundiendo con el siguiente personaje. Por ejemplo, «la Chiqui», madre de Valle y conserje del colegio, se convertía poco a poco en César, un chaval con el pelo tan naranja que su tinte parecía estar hecho a base de Riskettos. Cuesta describirlo, es mejor verlo. El resultado roza la inmoralidad, sobre todo si se analiza la transformación segundo a segundo. Además, no hay ningún tipo de disimulo: un señor viejo y gordo se convierte en una niña pequeña con coletas, no hay voluntad de que el predecesor y el sucesor se parezcan en absoluto.

Lo cierto es que Compañeros lo tenía todo para no resultar atractiva, y sin embargo esa sexualidad tan obvia e inocente a la vez —nunca había sexo explícito, a lo sumo «piquitos y algún que otro magreíllo», como me dijo mi madre hace unos días— resultaba cercana y creíble. Veías a la gente de tu clase enrollarse en los pasillos e intentar meterse mano bajo aquellas chaquetas bomber y era imposible no identificarlos con los adolescentes de la televisión. Los mismos morreos torpes pero hambrientos que los profesores atajaban con un «eso aquí no» mientras ponían mirada tierna. Yo, por supuesto, era la cría que en el recreo estaba concentrada en su bocadillo. Lo más cerca que estuve de tener algo de infancia hipersexualizada fue cuando me puse unos pantalones de campana de mi hermana con la ilusión de parecerme a Valle. Mi barriga con aquella prenda tan estrecha era como un globo terráqueo de los que usaba la profesora de Ciencias Sociales para situar algún país en el mapa, con la diferencia de que yo podía girar sobre mí misma y señalar, más o menos a la altura del ombligo, el punto geográfico exacto por el que acababa de irse mi dignidad. Gracias a Compañeros entendí —y compartí— aquel deseo de muchas chicas de que les estrujasen el culo como si fuese una naranja en un exprimidor.

«Eran chicas y chicos del instituto que eran amigos. Todas las semanas uno de ellos tenía un problema y tenían que solucionar el enredo». Así describe mi madre la serie, pero ella es consciente de que en casa no nos fascinaba la trama, sino Quimi. Y jugaba esa baza: nos amenazaba con no dejarnos ver el capítulo de esa semana si no nos acabábamos el plato. Aquellos años me volví sumisa, finiquitaba las lentejas sin preocuparme por si estaba prostituyendo mis ideales. Solo pensaba en ver a Quimi en acción y así imaginar por las noches, antes de que mi baba inundara la almohada, que me daba un beso y él olía a tabaco pero a mí no me importaba porque él también aceptaba mi pelo, mis calcetines y mis michelines carnosos como los labios de Scarlett Johansson. Él me sirvió para establecer un filtro: si fuma, tiene greñas y hace pellas, no pasa nada si demuestra cierta sensibilidad, adelante. Sin duda, era una producción que transmitía valores. Como dijo Manuel Valdivia, productor ejecutivo de la serie, unos meses después del estreno: «Seguiremos tratando temas actuales con rigor y de una forma realista y comprometida, de reivindicación social, pero en un tono menos fuerte y más constructivo».

La serie se mantuvo durante cuatro duros años en los que nos hacía mucha gracia cambiar el «No te fallaré» de la apertura por «No te follaré». Una especie de frase prohibitiva que nos hacía anhelar todavía más el día en el que al fin podríamos desterrar las bragas de algodón de mercadillo y cambiarlas por unas de encaje de Primark. Já, ni Madonna con su Like a virgin sabe qué es tanta osadía.