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Cultură

La pura puntita: Tiempo de compensación

'Tiempo de compensación' es un libro que busca los orígenes mitológicos que hacen del futbol lo que actualmente es: el ritual lúdico más repetido a la vez que irrepetible del planeta.

Tiempo de compensación es un libro que busca los orígenes mitológicos que hacen del futbol lo que actualmente es: el ritual lúdico más repetido a la vez que irrepetible del planeta, ningún juego se parece entre sí.

El libro es una compilación de cuentos, ensayos y crónicas sobre el deporte del que todo el mundo parece estar hablando. Encontrarás relatos pambleros de Javier García-Galeano, Javier Cervantes, Félix Fernandez Christlieb, Daniel Téllez, Edardo Sabugal, Alejandro Toledo, Horacio Ortiz, Alejandro Estrivill, Alonso Guzmán, Gustavo Marchovich, Vannessa Téllez, Carlos Miranda, Amelia Nava, Juan Rivera, Atahualpa Espinosa, Jonathan Minila, Jorge F. Hernández, Xitlalitl Rodríguez Mendoza, Rodrigo Márquez Tizano, Alejandro Ortiz González, Antonio María Calera-Grobet y Macial Fernández.

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Esta compilación fue publicada por Ficticia y Matarraya Ediciones, en coedición con el Fideicomiso del Centro Histórico y el lugar favorito de esta sección de VICE: Hostería La Bota. Aquí les dejamos la invitación para que vayan a la presentación del libro, hoy, 12 de junio, en La Bota, a las 8PM.

La Pura Puntita te presenta el cuento de Amelia Nava.

EL GATO

Los caminos de la vida no son lo que yo esperaba,
no son lo que yo creía, no son como imaginaba.

Omar Geles

Tras la victoria queda el agua para chocolate dando vueltas en la lavadora. De lo que antes fue polvo, domingos en algún campo llanero, cuates y caguamas tibias. Los domingos siguen siendo ese día glorioso de los trabajadores, ese en que las fábricas, por más que quieran, no pueden exprimirlos. Yo no sé cómo le hacen, pero el espíritu pambolero los hincha de gusto para echarse una “cascarita” dominguera, pese a todo.

Vaya que me resulta chingón que mi padre, tras una semana de chafirete, visitando moribundos, registrando pendejadas en un cuaderno de labores, le quedara aliento para el fut en su único día de descanso. Lo recuerdo como si fuera ayer, todo listo para el juego: short amarillo, playera con su número, apellido y acaso un seudónimo estampado en la espalda, calcetas y tacos que mi madre lavaba y guardaba amorosamente en su maleta. Unos “Adidas” piratas. La verdad es que recuerdo poco los partidos.

A los ocho años, mi interés estaba en la materia prima para hacer gorditas de lodo, tacos de alas y patas de mosca con salsa de lombriz y “manzanitas venenosas”. A lo lejos oía los chiflidos de una batalla campal de escupitajos, raspones empanizados de tierra, mentadas de madre, árbitros vendidos y golazos de vez en cuando.

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Aunque sí hubo un encuentro que recuerdo bien, porque ese día mi padre se preparó mejor que nunca, con su Speed Stick y talco Mexsana para no apestar a medio partido. Se acicaló bien y bonito para el encuentro con los once más despreciables de la fábrica. El hijo de puta de su jefe, un par de policías malencarados que siempre se la hacían de tos en la entrada; el secretario del director, el gerente, el abogado y gentuza de esa calaña que desde siempre se ha encargado de colmar de piedritas el camino del trabajador. La verdad es que nadie tuvo malas intenciones de principio y todo fue bien hasta el medio tiempo, hasta que el sol, la cervecita antes de regresar a la cancha y los gritos desde las gradas, les calentaron la cabeza.

La infumable querida del patrón, “la Güera Culo Prieto”, con un chicharrón preparado en una mano y con la otra aventando besos a su muñeco (que sólo corría como un pendejo con sus tacos nuevos); la soberbia a la que el abogado no renunció ni en la cancha y ni qué decir al nombrar a su equipo, Los Guapos, pronto hicieron hervir la sangre de Los Tejavaneros que, después de cincuenta minutos bajo el sol ardiente, seguían con el corazón firme y el ánimo dispuesto.

La bronca empezó cuando el imbécil del Cuyo, el poli más mala leche del planeta, le metió el pie al Pollo, quien acabó en el piso con una piedra en el hocico. El pinche abogado Bustos, para variar, no pudo hacer nada mejor que cagarse de la risa. Y la verdad es que eso poco importaba, la cosa es que mi papá ya le traía ganas desde antes, desde que el culero le tomó el pelo con una renuncia anticipada y un nuevo contrato que lo hizo perder su antigüedad en la fábrica. Y pues que le raja su risa de marrano con un cabezazo bien macizo, de esos que nadie olvidará jamás.

Las señoras y los niños en las gradas gritaban mil cosas para que se separaran, pero ya nada ni nadie podría parar aquel revolcadero. Ahí, en el  llano ardiente, una inmensa nube de polvo medía el tamaño de la venganza.

¿Qué dejaron ahí Los Tejavaneros? ¿Qué pudo haber dejado ahí el número 9, el Gato, mi papá?  Yo diría que una buena dosis de miedo, que ni falta que hace. Lo que de verdad importa es lo que recobraron a punta de trancazos: la dignidad. Esa que les habían hecho perdediza entre reglamentos, checadores, descuentos, firmas y horas extras. Ese día brutal vi a once trabajadores golpear a las bestias, en más de un sentido. Desde entonces, ahí seguimos los chamacos, las mamás, las familias de la clase media, gritando desde las gradas del mundo:

“¡Vamos, papá!¡Órale, viejo!¡Un gol, queremos un gol!”