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VICE Sports

Mi primer desafío en el MMA: ser mujer

Recordar mis complejos, inseguridades y mi evolución personal, interna y externa es la mejor motivación para continuar entrenando.

La prostituta hace un gesto discreto. Nos vemos diario a la misma hora. Camino ya sin miedo pues estoy familiarizada con los vagabundos y ambulantes de esta colonia de la Ciudad de México. Aún así, las calles no están iluminadas y la incertidumbre de un asalto me hace caminar rápido, sin procurar distracciones, además tengo el tiempo contado porque a las siete de la noche comienza la clase.

Conforme me acerco al gimnasio y observo crecer la luz que sale de la puerta, recuerdo un pasaje religioso, algo de una zarza ardiendo. Me dirijo al baño de mujeres, lugar siempre solitario y por consiguiente, limpio. A mi paso procuro no fijarme en los pezones con vellos, tatuajes sudados, panzas o músculos que portan los hombres que ahí entrenan. El aroma es avinagrado, a veces hay un olor a patas, otras pocas a desodorante o colonia, persistentemente a cuero viejo. Es un espacio pequeño con todo lo consistente para entrenar, un ring, una jaula, costales y peras desgastadas.

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Antes de conocer el MMA, yo me ejercitaba casi diario, corría por las mañanas, iba a todos lados en bici, hacía capoeira y llevaba cuatro años en karate. Pocos conocidos entendían esa necesidad y les parecía que practicaba muchas actividades que me quitaban tiempo de la profesión de artista.

Quien me introdujo a las artes marciales mixtas criticaba mi afición por tanto ejercicio; decía que si encontraba un deporte más completo, podría dejar de hacer tantas prácticas simultáneas.

“¿Por qué haces eso?”, me preguntaban cuando veían mis moretones y uno que otro rasguño. “No sé, tiene algo. Un día te voy a invitar a que lo pruebes”, era siempre la respuesta porque no entendía lo que me animaba a seguir constante.

“No me gustaría que me pegaran”, añadían. Yo pensaba que a mí tampoco me gustaba que me pegaran en los entrenamientos pero sucedía, repetidas veces.

Como en la parábola religiosa, las normas del gimnasio me exigen quitarme los zapatos para ingresar al tatami como si éste tuviese las mismas connotaciones sagradas. Me preocupa contagiarme un hongo. Soy la única chica. Al principio me trataban con suavidad por que resistía poco los impactos, mis espinillas y nudillos dolían constantemente y en ocasiones, además de los moretones, me llevaba un ojo hinchado. En el trabajo especulaban que llevaba una relación violenta con mi novio.

Al principio vestí como hombre, adopté una actitud reservada, quería que me tomaran en serio y la ropa me daba una falsa seguridad, como si únicamente vestida de esa manera pudiera desarrollarme en ese ambiente. Pensaba que siendo mujer nunca podría igualar en habilidad y fuerza a un hombre. Pesaba en mi cabeza la condición femenina, más débil, más delicada. En cada sparring me golpeaban un montón de prejuicios y miedos.

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Con el tiempo gané varios kilos de músculo, perdí grasa y ahora soy parte del grupo de peleadores que en un principio admiraba. En mi caso, la evolución corporal fue un reflejo de la evolución interior. Ahora disfruto del MMA como mujer, no entreno para sorprender a los demás con lo que puedo hacer, practico este deporte para demostrarme que puedo llegar a más. Hacerme fuerte me ayudó a desechar prejuicios sobre lo que las mujeres son capaces de aprender, me permitió estar cómoda conmigo y recordar que las apariencias son sólo eso.

Recuerdo un torneo en Cuernavaca donde esperé varias horas a que se presentara una chica, en últimas, de cualquier peso para tener con quién competir. Luego de mucha incertidumbre, uno de mis entrenadores sugirió que entrase a una categoría varonil. “No pasa nada, le ganas a varios chavos en el entrenamiento, ¿no?”, me repetían para infundirme seguridad. Finalmente se arregló mi participación en una categoría de juveniles (menores de 17 años), principiantes hasta 60kilos. Yo tenía bastante más experiencia, estaba invicta y pesaba 54kilos. Me sentía segura. Son chavitos, pensaba. Mi equipo estaba confiado. Me sometieron en la primera ronda con un armbar y mi codo tronó dos veces, una lección dolorosa por haber subestimado a esos adolescentes. Pensé en esa visión menospreciante que tenían algunos chicos conmigo. Había hecho lo mismo y eso me punzaba más que el brazo inhabilitado.
Las artes marciales me enseñaron que un cuerpo grande no es sinónimo de victoria. Con el paso del tiempo entendí que la disciplina inquebrantable, una buena técnica y un poco de talento garantizan un oponente peligroso aunque el envase sea pequeño o de apariencia dulce.

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Dar una ojeada en el pasado a esas calles oscuras de la colonia Tabacalera, fue la primera prueba de valor que me presentaran las artes marciales mixtas, recordar mis complejos e inseguridades y mi evolución personal, interna y externa es la mejor motivación para continuar entrenando. En la vida y en los combates, la dedicación, mentalidad y el objetivo que tengas determinarán un paso más o menos del resultado esperado.

Ahora si, vuelvan a preguntarme, “¿Por qué haces eso?”.

Este texto fue publicado originalmente en Fightland, nuestra plataforma sobre la cultura de la pelea. Síguelos en redes sociales para leer más:

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