El Cartucho volvió a El Cartucho

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El Cartucho volvió a El Cartucho

Fui a la proyección del documental 'Infierno o paraíso', junto a más de 500 habitantes de calle.

Todas las fotos por: Alejandro Gómez.

—¿A qué horas es que arranca este visaje!

La voz del hombre se levanta por encima de decenas de conversaciones. Rumor extraordinario. Las patas de las sillas Rimax se arrastran sobre el suelo. El sonido de las botellas de plástico y vidrios chocándose dentro de los costales.

Son las 6:00 p.m. del viernes 21 de noviembre y, en medio de la penumbra, muy pocos habitantes de calle se dan cuenta de la alfombra roja que les abre el paso. Algunos llegaron a pie gracias al voz a voz de la calle: así, al fin y al cabo, es la comunicación en el centro de Bogotá, mensajes que salen de la Casa de Nariño y el Palacio Liévano, y que siempre encuentran su camino hasta los oscuros cuartos de acopio de La Ele y Cuatro Huecos, desde donde se distribuye el bazuco para los 22.000 o más consumidores que tiene la ciudad. Muchos más llegaron en bus, con sudaderas verdes u overoles azules, con sus nombres colgando en etiquetas de papel en el cuello, provenientes de alguno de los centros de rehabilitación que tiene el Distrito.

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No sé cada cuánto se organice un evento público en el Parque Tercer Milenio, ese bonito espacio ideado por Giancarlo Mazzanti que desde hace una década todos los bogotanos observan sentados desde los articulados de Transmi que corren por la Caracas. Pocos son los que se animan a atravesarlo. El Tercer Milenio, para buena parte de los habitantes de esta ciudad, es un parque público solitario atrapado entre la bulla de los coteros de San Victorino y unas cinco ollas de microtráfico que parecieran custodiarlo con permanente rigor. De lo que sí estoy seguro es que pocos se atreverían a entrar acá de noche a menos de que, como hoy, la Alcaldía instale una pantalla gigante en el centro del parque, y la Policía disponga de un cordón de bachilleres con bolillos a lo largo del corredor por donde llegan los invitados.

Incluso Alejo, fotógrafo de VICE, me llamó cuando aún no había caído la noche y me dijo con la certeza de un reportero de mucha calle: "profe, yo estoy buscando policía para entrar, eso es demasiada candela".

Una vez dentro, sin embargo, no hay un solo atisbo de candela. Los habitantes de calle, los chirris, los ñeros que la parchan en El Bronx, en San Bernardo y demás ollas que sobrevivieron a la desaparecida Calle del Cartucho sobre la que se construyó el Tercer Milenio, son los invitados especiales a una gala pomposa que ha organizado el Distrito. Y, en realidad, acá no se siente otra cosa que la buena onda (y un frío que me mandará los siguientes tres días a la cama).

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Se les ve caminar entre las sillas emocionados. Envueltos en cobijas de lana coloridamente desteñidas. Algunos con botellitas de bóxer escondidas entre los pliegues motosos de las mantas, de las que aspiran vapores psicoatcivos con una mueca pícara de victoria, pues lograron ingresarlas de agache por los puestos de control. Otros toman tinto, bailan o posan al lado de los dos periodistas de Canal Capital, organizador del evento —y único medio que transmite lo que ocurre—.

En una esquina, la joven presentadora con blusa negra de encaje transparente, quien tiene a los más de 500 comensales más hipnotizados que un anillo bencénico, entrevista en vivo a Germán Piffano, un antropólogo de 46 años, director del documental que los más de 500 habitantes de calle han llegado a ver esta noche. Al lado de las sillas Rimax que improvisan la platea, José Antonio Iglesias, de cincuenta años, camisa de botones bien planchada y sin corbata, blazer de corte clásico oscuro, conversa sonriente y tranquilo frente a otro reportero. Esta noche es su noche. Con las luces de las cámaras sobre su rostro, y algo de base en la frente, Pepe es el Clooney de esta alfombra roja callejera: hace quince años, pesando dos terceras partes de lo que hoy pesa, caminaba costal al hombro por la Calle del Cartucho vendiendo lo que podía robarse para soplar bazuco. Hoy ha regresado a estas mismas coordenadas como protagonista de Infierno o Paraíso, el documental que cuenta su vida desde que decidió dejar el vicio, a comienzos de los 2000.

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Jose Iglesias (der.), centro de atención de la velada. 

Piffano e Iglesias se conocieron a finales de los noventa. Germán, que en 1998 terminaba su tesis de antropología, llegó a El Cartucho por azar e intuición. La zona se le había metido en la cabeza desde que una vez leyó un titular de El Tiempo que decretaba, como si fuera un edicto: "Calle tenebrosa con los días contados".

Después de cincuenta años de amagues, el Distrito había por fin diseñado un ​plan urbanístico de intervención del centro deteriorado, y la manzana de El Cartucho, con sus indigentes, saiyajines, jíbaros, campaneros, recicladores e inquilinatos, se convirtió en la punta de lanza de un plan de renovación urbana que contemplaba la recuperación de buena parte del territorio comprendido entre la Calle 8 y la Calle 10, entre la carrera décima y la avenida Caracas.

"En ese momento El Cartucho vivía un bombardeo mediático el hijuemadre", me dijo Piffano hace algunas semanas. "Se había creado el mito de que era el infierno, de que era lo más terrible, de que si tú te asomabas por allá te morías, de que si entrabas por un lado no salías por el otro".

Germán comenzaba a diseñar su tesis de grado, obsesionado por el concepto de "nómada" —los mochileros, que van por el mundo; los indigentes, que van por las calles— cuando el titular de El Tiempo y una oferta de trabajo en el Departamento de Bienestar Social del Distrito (hoy Secretaría de Integración Social) lo llevaron a dejar a un lado a los viajeros, y a aceptar la coordinación de la estrategia de intervención que buscaba reacomodar a los 12 mil habitantes santos y non sanctos que por esos días poblaban la manzana.

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Entre 1998 y 2000, Germán conoció todas las faces de El Cartucho. Descubrió que las papeletas de bazuco iban marcadas por variedades, que los jíbaros diferenciaban con los sellos para niños que vienen dentro de los huevos Kínder. Conoció a los saiyas supremos, los duros de los ganchos de expendio, muchos de los cuales se adueñaron durante esa década, a golpe de miedo y bala, de los edificios corroídos de la zona (pocos como ellos para sacarle provecho a la ecuación violencia + renovación urbana + real estate ). Censó inquilinatos hacinados donde su población cambiaba en dos horas. Comprendió cómo funciona esa cadena invisible, compleja y esencial que es el reciclaje. Y descubrió que el ñero está cargado de una inmensa ternura y una imprevisible maldad.

Hasta que un día, llegando el año 2000, conoció a Jose.

¿Y quién era Jose?

Este era Jose:

​La película avanza, y a los espectadores les cuesta concentrarse. Hay problemas de volumen, y eso obliga a que muchos se dediquen a jugar y a descifrar las imágenes de Infierno o Paraíso. Algunos recuerdan esos años: van nombrando los lugares del documental como si se tratara de un álbum con familiares muertos. Otros más reconocen a Jose: "le decíamos el gringo", me dice Saulo, un morocho sonriente, ansioso y hablador que lleva cuatro días sin consumir.

Mientras continúa la proyección, converso con un muchacho que tiene look universitario. No tiene el rostro derruido, como los demás. Tampoco la mirada perdida ni la ropa roída. Me cuenta que hace solo cuatro meses probó el bazuco. Que antes estudiaba en la universidad. Que por una depresión terminó soplando y que su fondo llegó desde hace quince días, cuando comenzó a "echar calle".

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Y luego me suelta como si necesitara desahogarse:

Hermano, estuve 15 días dando vueltas por El Bronx. Echando vicio en La Ele. Eso allá es lo peor, por allá camina el diablo. Todo lo que vi lo quiero olvidar: es cierto que si usted se mete allá y lo agarran mal parado, lo desaparecen. Pero eso no es lo peor: lo peor es cómo y para qué lo desaparecen. Allá se está moviendo el tráfico de órganos, yo lo vi, y también tienen a gente secuestrada. Y pa' rematar, está la brujería, le raspan a usted los huesos, y luego cocinan un arroz con carne que le ofrecen en la calle al recién llegado.

Pregúntele a alguien de La Ele si se comería ese arroz. Nadie lo hace. Todos saben que es en esa porquería que camuflan a los que pican.

El documental transcurre: Jose en la calle, Jose fumando bazuco, Jose ingresando a un centro de rehabilitación, Jose en un centro campestre unos meses después, con otro color y otra masa corporal. Jose con su esposa, una mujer con la que se rehabilitó. Jose y su hijo pequeño. Jose en España padeciendo el desempleo y los rigores de la hipoteca, en medio de un país en crisis. Jose reflexionando: "no sé que es más infierno: El Cartucho o la vida en este país".

Con lentitud y paciencia, Piffano nos da cuenta de una vida, entre silencios e imágenes íntimas. Es una lástima que muchas texturas de su trabajo se pierdan al aire libre…

De todas las escenas del documental, hay una en particular que me llama la atención. Jose está por irse a España con su esposa y con su hijo, luego de varios intentos fallidos. En la víspera, deciden regresar de noche al Tercer Milenio, este "campo santo", dice el protagonista, mientas camina junto a Germán y observan al niño corretear por el pasto.

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Mientras transcurre la escena, veo a los ñeros sentados en un parque condenado a estar vacío mientras observan la pantalla en la que se proyectan las imágenes de Jose caminando sobre el mismo parque. Y mientras Jose dibuja en su memoria los tenebrosos días en que este espacio fue la sede del infierno, pienso en las escenas diabólicas y macabras que minutos atrás me describió el estudiante universitario.

Y entonces pienso que el concepto "renovación" es escurridizo, y que esta ciudad sigue siendo un gran proyecto incompleto en el que se suceden vivas y putazos.

Infierno o paraíso dura dos horas. Salió a salas hace seis semanas con la expectativa de proyección de solo siete días y se ganó a pulso cinco semanas seguidas de exhibición, las cuales acaban este miércoles a las 2:00 p.m. en el cine San Martin (Cra 7 # 32 - 84).

Los chirris en el Tercer Milenio, sin embargo, no parecen tener tanta paciencia. No ayuda mucho el volumen al aire libre ni tampoco el frío afilado que baja desde los cerros. Poco a poco, en medio del documental, comienzan a levantarse y a salir de la plaza, en contra de los terapeutas y los asistentes sociales del Distrito que los tratan de contener en vano.

—Vamos mi pez— dice uno —que este cuento ya nos lo conocemos, pura autoayuda-dice uno de gorro en la última fila mientras le señala a los otros tres con la mano que es hora de volver a soplar.

Otros más se quedan allí observando a Jose, que sigue luminoso. Le piden autógrafos. Se toman fotos con celulares pequeños. Lo abrazan.

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Saulo, el moreno que llevaba cuatro días en rehabilitación, se le acerca a contarle  su historia mientras el exhabitante de calle lo mira sonriente, siempre sonriente. Saulo cuenta que hace cuatro días se le apareció un ángel y lo abrazo en pleno viaje de bazuco, en plena encarramañada. Más de 20 años soplando y echando calle y ese día decidió dejar el vicio.

Saulo habla rápido. Está ansioso. Su cobija al hombro. Los dos dientes que le quedan se hacen visibles cuando pregunta:

—Venga, dígame una cosa a lo bien: ¿a usted dejar el bazuco no le revolvió la tripa?

 A Juan Camilo le gusta escribir sobre ciudades. Anda por Twitter como: ​@donmaldo

Alejo es fotógrafo de VICE Colombia, lo consiguen como ​@alejandrocsp y esta es su crónica visual de lo ocurrido aquella noche: