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Semana Marihuana

La marihuana entre la guerra y la paz de Colombia

A pesar de que ya fueron concedidas cerca de 140 licencias para los diferentes aspectos del procesamiento del cannabis, las comunidades indígenas siguen siendo ignoradas.

Como muchos pueblos de latinoamerica, Corinto es una mancha urbana de 38 mil habitantes que se extiende alrededor de la carretera que lo atraviesa. A poco más de una hora en auto desde la ciudad de Cali, bajo un calor húmedo que caracteriza casi toda la región, se accede al valle llano del naciente Rio Cauca, contornado por los cerros que se erigen para formar el imponente macizo de las cordilleras andinas que atraviesan Colombia de norte a sur. La vasta presencia de agua y la geografía accidentada rellenan el paisaje de cascadas y exuberante naturaleza. Aun así, sus bellezas naturales no son las más que caracterizan la zona.

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El departamento del Cauca, donde nace el río homónimo, pudo contar en el 2015 más de seis mil hectáreas de cultivo de matas de coca. Juntamente a otros seis departamentos de la zona, suman 82 por ciento de la producción total de coca del país, según el último Reporte de Drogas, realizado por el Observatório de Drogas de Colombia (ODC). Sin embargo, no es la coca la que hizo esta zona mundialmente famosa, sino su reconocida producción marihuanera. Según el coronel Iván Ramiro Pérez, comandante de la policía de Cauca, había 65 hectáreas de cultivo de marihuana censadas en ese año entre los municipios como Toribio, Caloto, Corinto, entre otros. Justo donde ejército y guerrilla históricamente se enfrentan. En una ocasión el presidente afirmó públicamente que allí se produce cerca de 50 por ciento de la marihuana ilegal del país.

“La coca para nosotros es la mata bandera, la mata sagrada. Es lo que nosotros hemos manejado de manera milenaria, debido al gran potencial medicinal y aporte nutritivo”, dice Ovidio Altillo, un importante representante del pueblo Nasa, la etnia indígena que ocupa la región. La ganja entretanto no es una tradición tan longincua; según él hacen unos 30 años que se popularizaron los cultivos de marihuana. En su casa —la Casa de la Coca y de la Marihuana, como se hace llamar—, él dispone de aceites, pomadas, resinas, goteros, aerosoles y diferentes tipos de comestibles elaborados con coca y marihuana, incluyendo espaguetis y cervezas de coca para la venta. Ovidio comenzó a usar la marihuana para producir medicina cuando su hermana tuvo cáncer, y motivado por los resultados creó hace diez años un proyecto que hoy moviliza alrededor de 80 productores de cannabis del Cauca hacia la producción orgánica con fines medicinales, bautizado Cocannabis, y que según él tiene el permiso del estado para operar: “nosotros compramos su producto, procesamos y distribuimos. En lo ilícito lo están pagando 40 mil pesos por arroba; nosotros les estamos pagando 50 mil, pero estamos trabajando con muy poca base de dinero para competir con los demás”, afirma.

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De camino a su huerto, un paseo de cinco minutos desde su casa, pasamos por tres tanques militares y un pequeño campamento. El intenso conflicto armado en la región, aliado a las dificultades geográficas de accesibilidad, fue el principal fenómeno que posibilitó la manutención de tantos campos de cultivos ilícitos en esa zona en particular. La guerrilla armada, las investidas del ejército, los paramilitares y los narcotraficantes conforman el grueso caldo de la violencia que marcó el Cauca desde la década de los años 50, cuando hubo una impactante dinámica de despojo y alienación de tierras que empujó a indígenas, campesinos y afrodescendientes hacia los montes. Estas condiciones favorecieron el nacimiento de las FARC en los años 60, y la instalación de otros grupos guerrilleros como el ELN y el M19. Un estudio divulgado por el Instituto Colombiano de Desarrollo Rural calculaba que para el año 2000, 61 por ciento de la tierra estaba en manos de 5 por ciento de los propietarios.

“El paramilitarismo vino a proteger a los terratenientes que necesitan asegurar las cosechas de sus latifundios, amenazados por las ocupaciones de tierra. El gobierno ha financiado a los paramilitares. Ha habido muchos desaparecidos, muertos… Esto ha sido una lucha en medio a un fuego cruzado en el que nosotros también somos blancos”, nos comentó Manuel Altillo, hermano de Ovidio. Cuestionado acerca del motivo por su opción de cultivo Ovidio es incisivo: “El kilo de frijol o maíz ronda los cinco mil pesos. Si contamos costos de corrección de suelo, insumos agrícolas, y transporte no nos sobra nada. Por otro lado, el kilo de marihuana nos rinde de 6 a 20 veces más. Para nosotros la decisión es sencilla; se trata de supervivencia”.

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La sustancia ilícita más consumida en Colombia es la marihuana, seguida de la cocaína. Según el ODC los consumidores de cocaína en Colombia destinaron aproximadamente $62.644 millones (USD $31,8 millones) al año a su consumo. Este mismo cálculo, realizado para marihuana, arroja que los usuarios destinaron un aproximado de $169.780 millones (USD $ 86,31 millones); es cuatro veces más. Del total de consumidores de drogas ilícitas en el último año, el 87 por ciento consume marihuana; a nivel mundial también la marihuana es la droga de mayor consumo.

Colombia ha puesto mucho esfuerzo en el combate a los cultivos ilícitos en general. El plan Colombia fue un acuerdo económico-militar puesto en marcha en 1999. Previa principalmente la inyección de miles de dólares en armas, vehículos de combates, aeronaves y entrenamiento de militares para salvar, con la punta del fusil, un país hundido en la violencia. Diecisiete años después los resultados son controversos. Por un lado, las fumigaciones con agentes químicos destructivos desde aviones —el glifosato es nieto del infame agente naranja, creado y patentado por la empresa Monsanto y utilizado en la Guerra del Vietnam para arrasar la selva y descubrir los Vietcongs—y el avance de la línea de combate lograron reducir en más de la mitad el área estimada de plantío de coca para el año 2005. Por otro lado, el desplazamiento forzado duplicó para el mismo período; la tasa de homicidios se incrementó un 26 por ciento, las hectáreas de plantíos ilícitos en zonas de protección ambiental (donde es prohibido la fumigación con agentes químicos) triplicó, y muchos campesinos perdieron sus cosechas de alimentos por contaminación colateral, según dados del reporte “Monitoreo de cultivos ilícitos” de 2015 hecho por la agencia ACNUR de la ONU.

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En el huerto de Ovidio se distribuyen unas 3.500 plantas de variedades sativas espigadas hacia arriba sin muchas ramificaciones, dispuestas en hileras. En las colas disputaban espacio flores y semillas. Variedad “Corintiana” según él, “cultivada de manera orgánica para uso medicinal”. Alrededor se divisaban algunas variedades más enanas y robustas, notablemente de semillas importadas. En algunos puntos su cultivo era permeado por hileras de árboles fructíferos y algunos vegetales, además de una extendida área destinada al cultivo de coca. El cultivo de Ovidio actualmente representa la “vieja escuela” de cultivo de cannabis del Cauca, y es uno de los pocos que todavía insisten en cultivar las genéticas más antiguas de esta región, aunque la cercanía con cultivos de otras genéticas traídas de afuera hayan diluido su singularidad.

El gobierno de Juan Manuel Santos reconoció en cierta forma la falencia de las estrategias convencionales de resolución del problema. Los acuerdos de La Habana, también conocidos como acuerdos de paz, son un esfuerzo de conciliación con la participación de amplios sectores de la sociedad, que el estado y la guerrilla de las FARC formalizaron en el año de 2016. Por medio de un rebuscado tratado de 297 páginas compartidos en 6 capítulos, el texto admite que el proceso de paz necesita primeramente la reparación a las víctimas del conflicto, luego de la reinserción de los involucrados en la economía y sociedad formal. Aunque no se presentara ningún abordaje especialmente diferente para la política de drogas, el acuerdo resaltaba el cambio desde la perspectiva actual de criminalización de las acciones relacionadas, para la de rehabilitación y la “sustitución de cultivos”, como alternativa económica.

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Anteriormente al acuerdo la Corte Suprema de Justicia había despenalizado el porte de hasta 5 gramos de marihuana, y uno de cocaína, para los ciudadanos. Y de manera paralela, a partir del 2014, se fue dibujando un plan para la producción legal de marihuana medicinal. Este proceso empezó con la reglamentación del acceso, que también garantizó a los colombianos el derecho legal de poseer hasta 19 matas de cannabis en sus casas. El proceso en el que más se avanzó entretanto fue el desarrollo de un plan nacional de reglamentaciones para la producción empresarial con vistas a abastecer el mercado interno, pero sobretodo mirando hacia la exportación. El proyecto culminó en un plan de desarrollo pionero, pues reglamentaba aspectos desde la elaboración de productos finales hasta la concesión de certificaciones fitosanitarias para el comercio de semillas, fenómeno inexistente hasta hoy en ningún lugar del mundo. Con ello Colombia mira hacia el mercado mundial de cannabis en todos sus aspectos.

Entretanto esos conjuntos de reglamentaciones innovadoras nunca incluyeron al indígena ni a las comunidades campesinas que históricamente estuvieron imbricadas en la producción de cannabis, sufriendo con las intemperies de la guerra. Al contrario, la ley prohíbe la posibilidad de cultivos legalizados en el área históricamente involucrada en el conflicto, o las “zonas rojas”. Además, ningún trabajador de esa industria legal naciente puede tener ficha criminal, excluyendo la posibilidad de que los campesinos pasen a la legalidad teniendo una alternativa económica.

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“Pasamos 50 años sembrando marihuana a punta de la pistola de los narcos, paramilitares, de la guerrilla y del ejército, para que el gobierno ahora lo regularice y nos quite la posibilidad de cultivar. Mis padres y mis abuelos crecieron sembrando marihuana y coca. Así me educaran a mí. Que ahora no nos den la oportunidad a nosotros de transformarla, de estar en el negocio, no tiene lógica”, comenta Wilmer, y prosigue, “cuando nos damos cuenta de que va a salir la ley, de que se va a legalizar la marihuana, nosotros nos pusimos en el cuento. Sabemos que si continuamos así nuestra existencia estará amenazada. No habrá agua suficiente, y ni comida. Queremos cultivar orgánicamente y con mezcla de cultivos. Nosotros queremos participar de la paz, de la legalidad, pero el gobierno nos excluye, nos reprime y nos sigue arrojando glifosato”.

A pesar de que ya fueron concedidas cerca de 140 licencias para los diferentes aspectos del procesamiento del cannabis, las comunidades indígenas en las zonas de conflicto siguen marginalizadas. El gobierno parece ciego ante la posibilidad que representa la marihuana para el término de la guerra y la construcción de la paz. Al revés, con la llegada del nuevo presidente Iván Duque ese proceso incipiente echo marcha reversa: el porte personal de hasta 5 gramos de marihuana que había sido descriminalizada en el 2012 fue eliminada, y la violencia volvió a escalar con una cuenta creciente de líderes campesinos asesinados. Wilmer y otros campesinos no se desaniman: “Nosotros como organización indígena también vamos a estar allí. No vamos a vender o a abandonar el territorio. Vamos trabajar con la parte medicinal, y vamos hacer un trabajo de armonización con la semilla, la tierra, y la gente que la va a trabajar. Todo para liberar y quietar esa mala energía que cercea la planta y que ya creado tanta violencia”.