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Piedra, papel o ¡ay, güey!: Una pornoparodia con mucho filo

El hombre manos de pito.

Alguna vez, en torno a la actuación y la pornografía, el dramaturgo mexicano Juan José Gurrola dijo: “El actor ya es prostituto o prostituta, eso ya no es ningún problema, de ahí en adelante puede empezar a hacer coco no solamente con las piernas o con el pene, o con lo ajustado de los jeans, o con los pechos de alguien, sino con todos los objetos que se vuelven pechos, etcétera, y que viven y te están hablando. Aquí hay una continuidad desde el jarrón de barro que está en esa mesa hasta la pluma de quetzal, pasando por la mariposa a la que le acaba de caer una tormenta en Wisconsin, todo está relacionado”.

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La idea detrás de los actos “pecaminosos” en torno a la masturbación o a la pornografía, según Gurrola, develan al ser humano en su plenitud: cuando hay un desprendimiento de sí mismo, una sublimación en la que nuestro ser más puritano, mamón y conservador se deshace por completo a través de cosas como el cine pornográfico.

Si el humor es una cuestión de inteligencia y la pornografía nos revela tal cual solemos ser, fuera de los atavíos morales y sociales, entonces el director Paul Norman es todo un genio incomprendido, un transgresor y un alma franca y humana dentro de la hoguera poco vanidosa del cine en video.

Para los que sólo conocen el cine erótico a través de la barra nocturna cutre de Cinema Golden Choice, la idolatría hacia Norman es un terreno desconocido. Sin embargo, el actor, director y guionista pornográfico es respetado no sólo por haber estado casado alguna vez con cuerazo de mujer llamada Tori Welles (toda una emperatriz de la actuación pornográfica), sino también por haber filmado una cantidad de verdad apabullante de películas del género, con una voz propia y un sentido del humor realmente escaso.

El director de Sperm Bitches (2001), Cyrano (1991), Sexual Olympics 1 y 2 (1992) y de la saga de The Erotic Adventures of the Three Musketeers (1992) es un referente ineludible de las pornoparodias gringas de bajo calado, género que ante el desinterés por el mal gusto, la desproporción y la estilización de la industria pornográfica fue decreciendo de a poco, pero que en los noventa castigaba. Y bien duro.

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Norman es endiosado principalmente por una cinta, El vendedor de helados (Ice Cream Man, 1995), misma que curiosamente no es pornográfica y que representa el único intento serio de Norman por incursionar en la industria de la comedia y el terror. El fracaso comercial y consecuente desaparición la empotraron como un filme de riguroso culto.

Dentro de la basta filmografía de Norman existe una triada que roba nuestros suspirilitros. Se trata de Edward Penishands (1993), que aquí en nuestro país tuvo el mojigato nombre de El joven manos de… una parodia, filmada en respuesta al taquillazo de Tim Burton, Edward Scissorhands, del año anterior (1990).

La original de Burton versaba más o menos así: “Hay todo tipo de tijeras. Incluso hubo una vez un hombre que tenía tijeras por manos”. El mítico personaje que encarnaba Depp fue parodiado y “homenajeado” por Norman, con algunos cambios “ligeros”, enfatizando esa fabulosa habilidad para “podar y esculpir” con sus afiladas tijeras.

La historia no es nada compleja y sí bien maciza: Una vendedora de dildos de puerta en puerta se topa un día con Edward. Al descubrir las magníficas ventajas de sus “manos”, lo lleva a su casa, en donde se enamora de su hija. El resto es historia y “tijerazos”.

Como suele pasar en las películas del corte, las buenas ideas, los nudos dramáticos o cualquier cosa parecida a una “trama” quedan fuera a la hora de las folladas, que no son pocas y sí bien desagradables. El bajo presupuesto, mal gusto y el montaje de “las tijeras” dan al traste con algo que a todas luces es un error pero que en su momento causó un furor de culto riguroso. Tanto así, que Paul Norman no tuvo empacho en grabar ese mismo 91 una segunda y tercera partes.

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El actor porno que estelariza al joven manos de verga (como debió haberse llamado, si fuéramos fieles a la esencia de Norman) se hacía llamar Sikki Nixx (en claro homenaje al bajista de MötleyCrüe), quien, cuenta la leyenda, se la pasaba tatuándose pendejadas en el cuerpo y frecuentando antros de mala muerte en el sur de Estados Unidos, al lado de estrellas de rock de bajo pelo. Su destino estaba en casarse con otra dominatrix de la industria porno del momento: Jeanna Fine. Sin embargo, su cobardía y prejuicio fueron mayores y a la mera hora se rajó. Pero esa es leche de otro bote.

Como de costumbre en las trilogías, y sobre todo en la filmografía de Norman, para la segunda y tercera parte todo se va al carajo. Edward sólo aparece como lelo para no parar de cogerse a todas las damiselas que se le topan en el camino: las amigas de la vendedora, su hija de nueva cuenta, la vecina, la viejita, y así sin dejar de oxidarse. Lo mejor y más rescatable no es ni la historia, ni las actuaciones, ni siquiera las escenas de sexo (que forman parte del 80 por ciento de las cintas que duran cerca de 90 minutos cada una), sino los coqueteos a la cinta de Burton: “¿Creen ustedes que esas manos son calientes o frías? Y piensen lo que sólo un pequeño tijerazo puede hacer”, o bien “Él no viene del cielo, sino directamente de las espantosas llamas del infierno. El poder de Satanás está en él, lo sé”.

Burton es el pequeño pretexto para sublimar nuestro lado más bestia, y que éste no sea explotado con maestría, tino ni tacto, lo vuelve más inconsciente aún, mostrando al animal reprobable como un pequeño animal tierno que no puede ser de otra manera. Norman es un poco Edward, un inadaptado que con sus limitantes sale avante y saliéndose con la suya. Una verga pues.

Hace falta un maratón que le rinda homenaje a esta saga olvidadísima del cine porno, una charada involuntaria y una incomodidad muy bien ensartada. Al fin al cabo, el cine porno de Norman, como Edward, “por todos estos años de aislamiento no sabe diferenciar el bien del mal”. Simplemente es.