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Manifestantes 0, FIFA 1

Protestas divididas y la represión policial están presentes en São Paulo, Brasil, durante la Copa del Mundo 2014.

São Paulo. El jueves el pinche sol por fin salió, luego de dos días nublados y por debajo de los 15 grados que derribaron mi falso imaginario sobre el país tropical con caipirinhas saliendo de los árboles mientras en las calles se baila samba.

Después de tomarme un jugo de vitamina —una extraña combinación de frutas que sólo me dio dolor de panza— tomé el Metro hacia Carrao, la estación donde esperaba encontrarme una batalla campal entre manifestantes que consideran excesivos los gastos del gobierno de Brasil en el Mundial y policías en punto de las diez de la mañana, evento que me catapultaría como reportero de guerra. Sólo había un hippie que hacía malabares frente a unos veinte policías que veían, entretenidos, el espectáculo.

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Decidí seguir siete estaciones más hacia la Arena Corinthians entre las playeras “verdeamarelhas” que invadían los vagones del metro. Al bajar me esperaban todos los estereotipos pseudonacionalistas que reúne el futbol cada cuatro años y la tienda de recuerditos de la FIFA.

Después de ver bigotones con sombrero de mariachi ofreciendo “fotos gratis” con las brasileñas, gringos que nadie pela y cariocas en éxtasis, decidí volver a Carrao para ver si ya se habían decidido a llegar los desvelados manifestantes.

Diez minutos después de la hora acordada por movimientos como “Pedra no Zapato” y “Ñao Vai Ter Copa” la estación Carrao lucía extrañamente tranquila. Bastó tocar la calle para escuchar los helicópteros que sobrevolaban una manifestación de no más de cincuenta personas que, sin problema, eran igualados en número por una prensa que parecía preparada para una catástrofe nuclear.

Alrededor de las diez y media los primeros gases lacrimógenos fueron lanzados por los uniformados y se escucharon detonaciones que retumbaron entre los edificios de las calles paralelas, donde en los balcones había chismosos, fisgones y curiosos, viendo con morbo cómo nos tragábamos el gas lacrimógeno. Algunas balas de goma alcanzaron a los manifestantes que se dirigían a las instalaciones del sindicato de trabajadores del metro de São Paulo. La policía ha hecho un uso excesivo de la fuerza. Me da la impresión de que en Brasil todo es mucho más enérgico. Un país con huevos y que no los ostenta tanto, pues.

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Geraldo Alckmin, el alcalde de São Paulo parece tener clara la instrucción y sus cuerpos policiacos —que van desde la Policía de Choque, de Táctica, Civil y hasta la Militar, todas presentes en ese momento— la obedecen: “Cálmalos en caliente”. No quieren desmadres durante el Mundial y mucho menos en el Metro, que es prácticamente la única vía de acceso al estadio.

A unos metros de Carrao, sobre la calle Serra Japi donde se encuentra el edificio del Sindicato de los Trabajadores del Metro se vivía una batalla campal entre la policía y anarquistas, jóvenes y ciudadanos que fueron a mostrar su apoyo a la causa de los sindicalizados, quienes estuvieron en huelga días antes de la inauguración del Mundial y sufrieron despidos injustificados. No llegaban ni a un centenar de personas pero la represión fue dura y agresiva.

El gas lacrimógeno nublaba la calle Serra Japi por completo. Alguien llegó y echó vinagre sobre mi camisa. En portugués me dijo qué era, entendí ni madres. La olí y de inmediato sentí el efecto curativo a mi carraspera. Los ojos seguían ardiendo pero la adrenalina lo compensaba.

Tres jóvenes con las manos en alto y llorando pedían tregua a los policías que habían cercado ambas salidas de la calle y se veían bastante encabronados con el desmadre que les habían montado frente a la prensa internacional y los turistas, que se asomaban desde los vagones del metro que por ahí baja la velocidad para detenerse en la estación, a unos metros.

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Se acercaban a ellos dando pasos cortos, con las manos haciendo movimientos pidiendo calma. Cabe mencionar que los policías son mucho menos ojetes que los de México, sus uniformes, el aspecto físico y cierta marcialidad lo dejan claro de inmediato.

Pregunté a uno de los manifestantes por qué tanto enojo y la respuesta fue: “No era necesario gastar tanto dinero en un Mundial, tenemos carencias que son prioritarias”. Concuerdo. Le pedí su nombre y me dijo algo al azar: “Gabriel”. Da igual. Es ciudadano libre, recalcó tras su máscara de Anonymous. Se quedaron plantados unos minutos frente a los fotógrafos que para entonces ya formábamos una vaya entre estos y la policía.

De pronto llegó el absurdo al lugar. Una plaga humana llamada “turistas” comenzaron a cruzar frente a los policías, se tomaron fotos con los manifestantes con pancartas y máscaras de Anonymous, posaron con sus perros en esta “zona de guerra” que parecía no encontrar más motivo para la protesta que forzarla. El gas y los gritos se habían difuminado. Faltaban no más de tres horas para el inicio del partido inaugural y eso parecía invadir el inconsciente colectivo de los brasileños. Gritaban en coro y con la mano alzada “Ñao vai ter copa”, aplaudían como las barras argentinas, pero parecía por un momento que todos querían irse a ver el futbol.

Llegaron más policías al lugar y cruzaron en filas de dos por el otro lado de la banqueta. Algunos les gritaban al oído, les arrojaban objetos sin obtener reacción a la provocación. Como esto no funcionaba, de pronto recordaron que quedaba una bomba aún no utilizada: los sindicalizados habían decidido no reanudar la huelga. Entonces el apoyo se volvió reproche.

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La hora del partido comenzaba y los trabajadores decidieron dejar su edificio con palos que sacaron de una maleta. Su pasividad se había en ira y salieron a la calle para subir a sus carros. Ellos ya tenían lo suyo, un aumento en el salario, aunque han dicho no reintegrarán a sus labores a los 42 trabajadores despedidos a causa del paro; los manifestantes no.

Después de una corretiza con la policía por las calles aledañas, varios volvieron al metro y forzaron el cierre de la estación Tatuapié, donde se hizo presente la policía militar mientras no más de cincuenta festejaban el logro que entorpecía a un centenar llegar a sus destinos sin deberla ni temerla. Entre gritos, pancartas improvisadas y performances, la protesta hizo un círculo para observar a unos malabaristas y un joven en zancos que enmarcaban su “triunfo”, mientras por un costado, ya imperceptible para los manifestantes, la policía abría una puerta para que la gente entrara al Metro. Así de fácil.

A unos diez kilómetros de ahí, el Fan Fest tenía a más de sesenta mil personas esperando el inicio del juego en el centro de São Paulo, y hacia el este, a no más de quince, la Arena Corinthians se olvida de todo mientras la ceremonia de inauguración se efectuaba con la normalidad que FIFA hubiera soñado. Al medio tiempo del partido entre Brasil y Croacia, en una fina mentada de madre, la transmisión en las pantallas del Fan Fest dieron tiempo para hacer mención de las protestas que se dieron en varios puntos del país. Una estrategia redonda para demostrar la “pequeñez” de aquello y sobre todo… que nada es más importante que el futbol.

Al final, FIFA “Sim vai ter copa” y São Paulo, metro.

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@Victorleaks