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Cultură

Fuimos al Festival de Malambo, donde los gauchos también vuelan

En un pueblo de Córdoba se realiza el Festival Nacional de Malambo hace más de cincuenta años. Están convencidos de que es el evento “más argentino” del país, en que los gauchos saltan hasta tocar el cielo.
Fotos por Mario De Fina​
Fotos por Mario De Fina

Artículo publicado por VICE Argentina

En un pueblo perdido en el sur de Córdoba llegaron a una revelación impactante: están convencidos de que son anfitriones del festival “más argentino de todos”, un evento que sigue reuniendo, desde hace más de medio siglo, a bailarines de malambo de todo el país. Como todo en la nación más austral del mundo, el certamen también es tirano y misterioso: el campeón alcanza la gloria y la vez la jubilación, porque un pacto casi sagrado le impide volver a competir en la categoría mayor.

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Un cuarteto de malaguistas bailan el estilo norteño en la categoría cuarteto en el Festival Nacional de Malambo, en Laborde, Córdoba, Argentina, jueves 10 de enero del 2019.

El campeón ya no tiene miedo, no tiene que ganar ni que perder. El campeón puede pasar la noche entera bailando entre amigos y sonriendo para las fotografías, mientras un aguacero de madrugada de miércoles barre todo a su paso. Sólo un cansado agente de policía, que quiere desalojar el lugar e ir a dormir, le corta la felicidad y lo obliga a retirarse. El rostro juvenil de Matías Giménez, de 24 años y último vencedor por Tucumán, ya ilustra, junto con otros 50 cuadros, la galería de campeones. No todos la pasan tan bien como Giménez: mientras él ríe otros 23 aspirantes no duermen, no salen, no comen y no piensan en otra cosa que no sea en ganar el próximo Festival Nacional de Malambo.


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Los gauchos, odiados, amados, eternos, son jinetes que habitaron la llanura argentina, dedicados a la ganadería y la cría de ganado. Son una figura histórica del país, desde los tiempos del Virreinato. En el malambo, una danza tradicional del Río de la Plata, se enfrentan zapateando al ritmo de una guitarra y un bombo para desafiarse unos a otros, para poner a prueba la destreza y la resistencia mediante una combinación de movimientos y golpes rítmicos que se efectúan con los pies. Y es aquí, en un minúsculo pueblo del octavo país más grande del planeta, donde conserva su forma más tradicional.

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Un niño baila malambo al atardecer durante el Festival Nacional de Malambo en Laborde, Córdoba, Argentina, lunes 7 de enero del 2019.

José Pepe Viani, agropecuario y terrateniente con una gran afinidad por las fiestas, volvía de un festival, a principios de los 60, del pueblo vecino de La Carlota, junto a un empleado, y pensó: “Tenemos que hacer nuestro propio festival, hay que hacer el festival del malambo”. Así lo cuenta, al menos, Daniel Pasetti, presidente desde el 2012 de la Comisión Directiva del festival, a un costado del escenario que lleva el nombre del mítico fundador. “El malambo es todo, si nombras Laborde la conocen por el festival, tiene tanta envergadura que nos enorgullece. Tengo 200 personas que colaboran gratis porque lo sienten propio”, dice, y remarca la característica que lo vuelve único entre todos los festivales de malambo del país: “cuidamos mucho del reglamento, nada que salga de lo tradicional puede subir a ese escenario, por eso todos los bailarines del país quieren bailar en este festival, el más tradicional de todos”.

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El reglamento, tallado a piedra, no admite ningún tipo de innovación y los jurados, conformado por anteriores campeones y especialistas en danzas, evalúan con precisión quirúrgica que nada salga de lo establecido: “Cada provincia, mediante un preselectivo, trae a su campeón a competir. Cada noche nosotros vamos definiendo quienes han hecho la mejor performance y el sábado al mediodía se enteran los delegados de las provincias quienes pasan a la final”, cuenta Omar Fiordelmondo, jurado hace 20 años de la categoría danza del festival.

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Un joven contempla los cuadros de los Campeones Nacionales de Malambo de la categoría malambo mayor en la Sala de Campeones, Laborde, Córdoba, Argentina, martes 8 de enero del 2019.

Laborde se encuentra al sudeste de la provincia de Córdoba y cuenta con casi 6,000 habitantes. Resiste con pasión a las nuevas épocas, y hasta Google lo olvidó de mapear para incluir en su base de datos mundial. Ubicada a 500 kilómetros de la Capital Federal, su gente vive de la soja que conforma mares verdes que rodean este pueblo. Lejos del interés por la cotización del dólar, aquí las pizarras electrónicas muestran el valor del trigo, maíz, soja y sorgo, mientras que las camionetas todo terreno son la constante en la puerta de los hogares, junto a las bicicletas sin atar. Las calles del lugar son una cuadrícula perfecta de doce cuadras de ancho por ocho de largo, cuyas tiendas cierran religiosamente desde pasado el mediodía hasta entrada las 5 pm. Nada sucede en Laborde entre esas horas. Antes y después se oye, en cada esquina, el sonar de un tambor, el rasgar de una guitarra y el repiqueteo de botas de malambo golpeando el suelo: nada escapa a la fiebre de la música folclórica, mucho menos en estas fechas donde se suman hasta 2 mil personas a la población estable para vibrar con el festival.

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Los días dentro del predio del malambo, cuyas entradas oscilan entre los 600 y 1.200 pesos, transcurren como un deja vú, y los cronogramas en las paredes van siendo tachados al finalizar cada actividad como para que nadie se confunda. La rutina se cumple a rajatablas: al atardecer es el turno del malambo infantil, cuando los camarines se inundan de padres y madres orgullosos de sus hijos que se ocupan de acomodar milimétricamente los sombreros y ajustar los cinturones de cara al momento de subir al escenario. Cuando llega la noche el malambo menor le deja su lugar al juvenil, mientras que conjuntos de música tradicional se hacen escuchar y las sillas vacías del predio comienzan, con pereza, a llenarse. Entrada la noche es el turno de las distintas delegaciones internacionales (Bolivia, Brasil, Chile, Uruguay y Paraguay), que compiten por dar lo mejor. Los camarines son un trajín descontrolado de gente, de vestuarios, de gestos, mientras el olor agrio de la crema desinflamatoria, para aliviar calambres y golpes, se instala. El público termina su noche en la fiesta de la peña del pueblo y cuando esta finaliza, la plaza principal es el lugar donde violines y bombos ponen ritmo a chacareras hasta el alba.

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Un niño grita al finalizar el baile de malambo sureño durante el Festival Nacional de Malambo, en Laborde, Córdoba, Argentina, viernes 11 de enero del 2019.

Existen distintas categorías dentro del festival. Los malambistas pueden competir en cuarteto, solos, y a su vez se dividen por edades. El malambo tiene dos escuelas: el sureño que viene de las provincias australes del país, que se caracteriza por los pies descalzados que realizan movimientos más suaves y es acompañado por una guitarra, y el norteño, de las provincias más cercanas al resto de Latinoamérica, acompañado por la guitarra y un bombo, es más explosivo, con movimientos más bruscos y con golpes directos de las botas de cuero de caña alta que hacen crujir las maderas a sus pies.

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Las jornadas maratónicas duran aproximadamente diez horas por día, pero existe una categoría que se roba todas las miradas, la joya de la corona del certamen: la solista de malambo mayor, cuyo ganador será consagrado Campeón Nacional de Malambo. Son 24 aspirantes —uno por cada provincia más el sub campeón anterior—, todos mayores de 21 años, que se presentan de hasta cuatro por día y alrededor de la una de la mañana bailan el estilo fuerte que caracteriza a sus provincias. Dos horas más tarde deben mostrar la misma destreza en el estilo contrario, en un máximo de tiempo de cinco minutos de zapateo insaciable, con movimientos deslumbrantes e inverosímiles de cada parte de sus pies que golpean y vuelven a golpear las tablas del escenario, combinando la gracilidad de una gacela y el zarpazo de un tigre herido que los hace levitar. Al finalizar, y luego de la ovación del público, cada extasiado aspirante desaparece en la profundidad de la noche más argentina de todas.

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Una fotografía aérea muestra el público de cara al escenario que aguarda para presenciar la final y conocer quién será el Campeón Nacional de Malambo, Laborde, Córdoba, Argentina, domingo 13 de enero del 2019.

"Dios debe de ser malambista, ya que nunca llueve para estas noches", solía repetir entre risas “Pepe” Viani, pero este año su predicción falló. Cuándo las botas del finalista de Santiago del Estero —en la categoría especial juvenil— rasgaron el escenario por última vez, un rayo iluminó el predio en medio de la ovación de la noche del sábado. En minutos la lluvia inundó el pueblo, y obligó al público a huir despavorido para guarecerse mientras los locutores insistían con continuar el cronograma, pero no hubo forma: “La final ha sido cancelada”, se rindió a los minutos el locutor. Cundió el desconcierto, muchas delegaciones comenzaron a irse y a la salida del predio convertido en lodazal la pregunta se repetía: “¿Saben cuándo se hace la final?”. En la madrugada del domingo nadie tenía, todavía, una respuesta.

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“Comienzan a transitar ese camino final que soñaron hace un año atrás y ahora está al alcance de sus manos, pero hay que entregarlo absolutamente todo”, retoma el locutor, bajo el cielo nublado del mediodía. “Es ahora” y el público enfervorecido responde: “o nunca”, “a todo”, él continúa, “o nada”, ellos responden. Entre esos gritos sale al escenario Ernesto Díaz, subcampeón de Córdoba, vestido íntegramente de rojo, ojos verdes, chaleco negro y pantalón de campo. La mirada de “Tito” es firme, casi con furia, y la mantiene fija en el frente, pero por dentro tiembla de temor y durante casi cinco minutos desahoga sus nervios contra la pista. A él le sigue Fabián Serna de Buenos Aires, qué también escoge el malambo sureño para la final, y Adrián Aciar, de Mendoza, el estilo norte.

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Fabian Serna, aspirante de Buenos Aires y finalista en la categoría malambo mayor, llora al recibir el premio de subcampeón, Laborde, Córdoba, Argentina, domingo 13 de enero del 2019.

Menos de una hora después Díaz terminará llorando detrás del escenario, con una imagen del cura Brochero en la mano, y sumergido en su sollozo interminable de felicidad caerá al piso, ya como campeón, y lo golpeará con fuerza, varias veces, como si temiera despertar del sueño que se acaba de cumplir. Sale al escenario y se abraza a Matías Giménez, el último campeón y encargado de entregar la copa, festeja, la apoya en el escenario al lado de la figura de Brochero y, otra vez, baila. Al finalizar todos se suben al escenario para tomarse una foto con él, mientras que a su lado el subcampeón, el nuevo favorito para el próximo año, se besa con su mujer, que entre lagrimas y risas le susurra al oído: “Tenemos que volver”.

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