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Lo que quería que Obama dijera en su último discurso

El Presidente Obama dijo lo contrario a lo que quería escuchar, y fue justo lo que necesitaba.
Photo by Nicholas Kamm/AFP/Getty Images

Quería que dijera Váyanse a la mierda.

Quería que no hubiera detenido a la audiencia de 20.000 personas abucheando cuando habló de la transferencia pacífica del poder que se llevará a cabo la próxima semana.

Quería que, por solo esta vez, se hubiera descontrolado con todos los que pasaron los últimos ocho años mintiendo sobre él y reforzando estereotipos sobre las personas de color; con los que esparcieron la intolerancia, y con los que no hicieron lo suficiente para detener esos comportamientos cuando ocurrían en sus familias, entre amigos o compañeros políticos.

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¡Váyanse a la mierda! Eso era lo que necesitaba que gritara desde ese auditorio en Chicago. Intentaron destruir este país y culparme por ello.

Quería que dijera que no tenía sentido decir que él era conflictivo con el tema racial al mencionar que si hubiera tenido un hijo, se habría parecido a Trayvon Martin, o que estaba en contra de los policías por estar en desacuerdo con la brutalidad policiaca. Quería que señalara la hipocresía de estas últimas semanas; las personas que hablaban de moralidad y principios ahora apoyan tal vez al hombre más inmoral que ha entrado a la Casa Blanca en décadas.

Quería que fuera tan radical como Fox News y los programas de derecha lo han acusado de ser.

Váyanse a la mierda.

Eso es lo que quería escuchar, lo que pensé que necesitaba escuchar.

Desafortunadamente, el Presidente Barack Obama hizo en su último discurso del pasado martes lo mismo que ha hecho en la mayor parte de su vida adulta: intentar conciliar a liberales y conservadores. Hizo esto al ser el primer editor negro del Harvard Law Review, y también cuando fue senador de Illinois y ayudó a que se aprobaran las leyes bipartidistas que luchaban contra la discriminación racial y que reformaron las reglas de financiación de campañas. Tal vez la ocasión más recordada fue cuando en su discurso de 2004, en la convención demócrata, llamó a todos a unirse en su campaña nacional con su lema de "red state, blue state" (estado rojo, estado azul).

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Cuando habló del amor y el orgullo que siente por la Primera Dama, Michelle Obama, y por sus dos hijas, me conmovió. Ese momento me recordó por qué decidí ir a visitar las antiguas plantaciones de esclavos en la noche de su primera elección: para sentarme con los espíritus de los esclavizados y contarles las buenas noticias, que sus vidas y la sangre que sacrificaron no habían sido en vano, que el país que fue construido con su sudor seguía perfeccionándose en su tercer siglo de existencia.

"De todo lo que he hecho en mi vida, lo que más me enorgullece es ser su padre", dijo de sus hijas después de limpiarse una lágrima y agradecer a su esposa.

Es esa imagen —la imagen de una hermosa familia negra, de un padre negro que ama públicamente y sin pena a su esposa e hijas negras— la que sobrevivirá al paso del tiempo y resonará por tres siglos más de formas que ni siquiera podemos imaginarnos hoy.

Habrá mucho tiempo para estudiar su legado en cuanto a salud, políticas de inmigración, la industria automotriz y los derechos para los gays y lesbianas. Estaremos debatiendo los próximos cuatro años la razón por la que un hombre como él fue seguido por uno como Donald Trump, así como de los prospectos del partido demócrata para retomar el poder en 2018 o 2020, y el rol que Obama tendrá en esa lucha.

Sin duda, discutiremos su uso frecuente de drones en las guerras, así como su decisión de no mandar a miles de tropas a invadir a Siria —incluso cuando hizo que el gobierno sirio declarara y renunciara a sus armas químicas— y por qué nunca pudo cerrar la infame cárcel de Guantánamo. ¿Acaso tuvo mucha fe en los blancos? ¿Muy poca? ¿Por qué ninguna de las figuras principales de Wall Street fue convocada para tomar las decisiones que resultaron en la crisis financiera más grande desde la Gran Depresión? ¿Por qué no hicimos más para ayudar a los dueños de las casas inundadas?

Esas preguntas, por lo menos por una noche, quedaron de lado. Su despedida me recordó que hablar de su larga lista de logros —o de críticas en su contra— no le harían justicia a lo que él significa para este país. Lo que los Obama representan será por siempre algo más grande que cualquier cifra, política o decisión.

No esperaba sentirme así, no esperaba sentir nada. Estaba muy ocupado descifrándome a mí mismo como para lidiar con la transferencia política del poder con un hombre que ha dicho y propuesto cosas despreciables; estaba escudándome del horror que presumo que veremos por montones los próximos años. La alegría que sentí hace ocho años se ha convertido en un cinismo profundo, uno que dice que intentar lograr la unidad de la que Obama sigue hablando —a pesar de toda la falta de respeto que ha recibido en sus dos términos— es inútil.

Y sin embargo, una última vez, con gran oratoria, el Presidente Obama me recordó que cuando unos van por abajo, él se mantiene por lo alto. En tiempos como el que vivimos, este puede ser su legado más importante y duradero.

Este artículo apareció originalmente en VICE US.