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Cultură

He visto un brazo

Un relato de Aixa de la Cruz.

Ilustración de Aritz Martinez

Es lo de siempre. Sale mal y hay que empezar de cero. Ahora doy un rodeo por el barrio de los gitanos para evitar pasar por su calle de camino al trabajo. Y estamos en Arrigorriaga porque es el único pueblo con fiestas regionales donde no nos encontraremos. Hace un calor asfixiante y juego con las gotitas que está sudando mi tercer medio litro de cerveza. Ainhoa me pregunta que cómo ha sido. Con la lengua dormida, incapaz de atinar con los puntos de articulación, le hablo de una noche como esta, igual de calurosa; de llegar a casa sin saber qué decirnos. La ventana está abierta y se oyen gritos en la calle; un hombre y una mujer; también se escuchan golpes y pienso que la están pegando. Él se incorpora de la cama, donde estaba recostado desde que llegamos jugando en silencio con la maqueta de un Tiranosaurio Rex, y se dirige a la ventana. Y la cierra. Porque le molesta el ruido. Y entonces decido que se ha acabado.

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Así le cuento la historia a Ainhoa, que en realidad no tiene ningún interés por conocerla ya que mi historia es una variante de su historia la primavera pasada, y de mil otras historias que nos rodean como nos rodea el sudor - que huele al de un rato, cuando comienzan a descomponerse las bacterias - de los dos camareros tras la barra, del calvo que hace sonar un cuerno vikingo para llamar nuestra atención y de la adolescente con gafas de pasta que sí se acerca interesada.  En la plaza está tocando un grupo local de tributo a Extremoduro y yo estoy llena de gas y líquido; el último trago de cerveza me ha revuelto el estómago y comienzo a estar mareada. Pruebo un truco que suele funcionar: me quito las gafas. Y al intentar enfocar en la neblina miope en la que buceo, creo ver un rostro conocido. Pero no; hay muchos hombres de pelo largo y rubio en Euskadi. Tengo que dejar de verle en todos ellos.

“Voy a mear,” digo y nadie me presta mucha atención porque mis amigos escuchan atónitos a un mesías que se ha subido al escenario y ha interrumpido el concierto para predicar sobre el futuro de una Euskadi socialista independiente mientras le cuelga un moco con restos de cocaína del orificio izquierdo de la nariz. Soy capaz de percibir este detalle porque me he recolocado las gafas y con ellas, ha vuelto el mareo. Me alejo tambaleante de las txoznas buscando algún arbusto mal iluminado donde pueda esconderme; me niego a utilizar los retretes móviles que instalan en las fiestas de los pueblos. Están situados junto al río y en el 2005 una panda de borrachos vándalos volcó uno y estaba ocupado y por consiguiente, alguien estuvo navegando por las aguas del Nervión, bañado en orines, hasta que lo rescataron los bomberos.

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Prefiero no tentar a la suerte. Prefiero bajarme las bragas en un parque y mear como lo hacen los perros. Pero las campas están infestadas de niños haciendo botellón. “Soy demasiado vieja para estar aquí; llevo tacones; hago el ridículo,” voy pensando. Y entre pensamiento y pensamiento se cuelan los gritos del predicador que ha boicoteado el concierto, y tiemblan mis sienes, como si se hubieran acoplado a los bafles de sonido, y todo se combina para hacerme sentir un agotamiento que invita a rendirse. Y rendirse aquí, sola, expuesta al escarnio de los quinceañeros, sería como rendirse a 100 metros de la meta tras un maratón y esta escena la he sacado de una película inglesa de los años 60, La soledad del corredor de fondo, y en ella rendirse es resistencia, dejar de correr es hacer política, pero en mi caso, solo supondría humillarse. Por ello persevero, me alejo del recinto festivo y me encuentro, de pronto, en la autopista.

El tramo está muy mal iluminado y apenas pasan coches por lo que decido aventurarme entre las zarzas que crecen en la cuneta. Estoy en cuclillas, remangándome la falda, cuando lo veo: un brazo. Se me quitan las ganas de mear; mi estómago deja de ser una lavadora centrifugando cerveza; me despejo de golpe, con todo y con gafas, y no oigo más ruido que el de mi corazón latiendo a mil por hora. Es un brazo de mujer; sin vello, con las uñas pintadas de un color claro. Saco el teléfono móvil y lo alumbro con la luz de la pantalla. El corte, limpísimo, está a cinco centímetros del hombro. El esmalte es de color naranja. Si forma parte del atrezo de la casa del terror que han instalado en la feria, - tal vez lo perdieron al tomar la curva, quién sabe -  es de un realismo inquietante. Me agacho; noto que las zarzas están arañándome los muslos pero no las siento. Necesito tocarlo y, por alguna razón, cierro los ojos antes de hacerlo. Doy un grito cuando compruebo que el material que rozo no es cera, ni látex, ni plastilina. Aunque podría equivocarme. Recuerdo un juego que nos gustaba de niños. El anfitrión nos tapaba los ojos y nos retaba a meter las manos en unos cuencos y a adivinar por el tacto lo que contenían. A oscuras, la textura de un bol lleno de pedazos de gelatina triturada nos hacía vomitar. Así que abro los ojos, pensando que igual todo se desmiente, pero el líquido oscuro que gotean las zarzas próximas no deja opción a duda. El brazo es, efectivamente, un brazo.

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No sé qué hacer. Ni siquiera estoy pensando. Esto es raro. Dicen que siempre pensamos; que cuando decimos tener la mente en blanco es cuando más locamente enlazamos ideas, porque hemos perdido el control sobre las mismas y vuelan, de un extremo a otro. De pasar revista a nuestros procesos fisiológicos - no, ya no me estoy meando - saltamos a realizar análisis más complejos, a descubrir, por ejemplo, que esta es la primera vez en semanas que respiro sin sentir ahogo. Así que estoy eufórica. Cada medio minuto juego a acercar las yemas de mis dedos al brazo muerto y se me acelera tanto el corazón que todo a mi alrededor retumba; me laten los ojos y los labios y las orejas. Laten las imágenes. Al cabo de un rato, me quedo embobada mirando la luz de una linterna que se acerca desde el otro extremo de la carretera. No reacciono hasta que escucho sus voces. Son policías municipales. Traen un perro. Y rompen el hechizo. Ha habido un accidente en el tramo de autopista que se eleva sobre nosotros. El conductor ha muerto. Su novia ha perdido un brazo. Me piden que me aleje, para no contaminarlo, pero me giro a tiempo para ver cómo lo rescatan de entre las zarzas y lo meten en una nevera muy parecida a la que llevo siempre en el coche para cuando vamos de camping.

Recorro el camino de vuelta con la sensación de estar en un sueño. Los colores están saturadísimos. Las voces se escuchan graves y lentas, como cuando seleccionas el modo de reproducción ralentizada en una grabadora. Los pendientes de Ainhoa son dos chapas de cerveza Coronita con un enganche. No me había fijado hasta ahora. Sonrío.

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-       Hemos visto a Mateo.

Me dice muy compungida.

-       Que le jodan. Yo he visto un brazo.

Le contesto. Doy un trago a su cerveza y me entra la risa tonta. Mis amigos me dan por borracha; me dan por imposible. Pero yo sigo habiendo visto un brazo y cada vez que pienso en ello, mi cerebro dispara señales nerviosas por mi pecho y por mis muslos. Y al fin respiro.