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Cultură

El museo de minas antipersona de Kabul es el menos aburrido del mundo

¿Que no se te ocurre nada que hacer en un día tonto en Kabul? Ni te lo pienses: museo de minas y explosivos OMAR (esto no es un nombre sino las siglas de algo). El horario, si lo hay, es más bien raro, pero una vez dentro Ahmadin te guía por esta...

¿Que no se te ocurre nada que hacer en un día tonto en Kabul? Ni te lo pienses: museo de minas y explosivos OMAR (esto no es un nombre sino las siglas de algo). El horario, si lo hay, es más bien raro, pero una vez dentro Ahmadin te guía por esta curiosa exposición el tiempo que necesites. Y todo por los cinco dólares que te cuesta una lata de cerveza en Kabul.

No te engañes, puede que este chavalote pastún todavía conserve brazos, piernas y ojos, pero Ahmadin se pasó cuatro años desminando antes de ver pasar la vida plácidamente entre cientos de artefactos desactivados en vitrinas.

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Y es que lo único que abunda en Afganistán son las amapolas y los explosivos abandonados por todo el país en los últimos 30 años de guerra; un impresionante elenco en el que están representados casi todos los países del mundo libre y civilizado. Ya os imaginaréis que ninguno de los artefactos en la exposición es de factura local.

No sé si sabéis que las minas están pensadas para herir más que para matar. Un soldado muerto da muchos menos problemas que un herido con el que hay que cargar. Lo que pasa es que, como ocurre en las guerras “modernas”, el 90% (o más) de los que se las encuentran son civiles.

Las vitrinas del museo están repletas de minas de presión (las que pisas y se llevan tu pierna) chinas, rusas, italianas o iraníes copias de las anteriores. También están las de fragmentación, como la italiana Valmara 69. Este ingenio, que parece un Sputnik pequeño, salta medio metro sobre el suelo antes de explotar y soltar metralla en todas direcciones. Y esas que parecen fiambreras donde llevar filetes empanados son las minas anticarro.

Valmaras bajo el sol de Kabul.

Ahmadin se explaya sobre una colección de fiambreras anticarro.

Siempre había querido ver las VS50, también conocidas como “mariposas”. Hablamos de esas hijaputas de plástico con las que los rusos rociaban el país desde sus aviones durante los años 80.

“¿A que no adivinas por qué tienen colores diferentes?”, me lanza Ahmadin a modo de adivinanza. Ni idea.

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“Fácil: la verde es para la primavera, marrón para verano y otoño y la blanca para el invierno”.

Un color para cada estación (en Afganistán sobra una).

Lo que ocurre con las “mariposas” es que, cuando los colores no coinciden con las estación, muchos niños las recogen pensando que son juguetes. La explosión causa una herida muy característica: se pierden dos o tres dedos, o la mano entera, y muchas veces incluso los ojos.

Mariposa posando junto a su víctima.

La única pieza made in Afganistan del museo es un IED (Improvised Explosive Device), que no es más que una olla a presión cubierta de barro conectada a un detonador. Lo creáis o no, este artefacto tan rústico, tan improvisado, es el arma con la que los barbudos en sandalias han puesto en jaque al ejército más poderoso del mundo.

El arma letal de los talibán. Son acojonantes las alfombras con motivos de minas antipersona y UXOs (siglas para “artefactos explosivos sin reventar”, creo). Y están todas hechas a mano, por supuesto.

También hay una maqueta sobre la que Ahmadin te explica en qué consiste el que es, probablemente, el trabajo más jodido del mundo: detectores de metal como los de esos julais que rastrean la playa a las 7 de la mañana en busca del peluco que perdiste ayer; estacas blancas para las zonas “limpias” y rojas para las chungas, e interminables jornadas en la que cada paso que das puede ser el último.

“Cualquier esquirla, lata de Coca-Cola u objeto de metal dará una señal que nos obligará a arrodillarnos y empezar a cavar con unas palitas de jardín. Es una labor desesperante, pero no puedes saltarte el protocolo”, explica Ahmadin, con un brillo en los ojos a medio camino entre la nostalgia por el trabajo al aire libre entre colegas y la visión de alguno de ellos saltando por los aires.

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Siempre me ha fascinado el perfil de los desactivadores de minas; desde el kurdo local (como Haci) que no ha encontrado otra manera de alimentar a sus retoños, hasta el ex soldado anglo que limpia el campo (y su conciencia) pasando la resaca entre los artefactos que él, u otros como él, enterraron entre las cebollas de los lugareños. A ambos mi más sincera admiración y la mejor de las suertes.

También he conocido a muchas víctimas, muchos niños. Como el pequeño Abdulraziq, que ya no volverá a coger nada del suelo; al menos no con el brazo derecho. Sin embargo, nunca he podido hablar con ninguno de esos imaginativos ingenieros detrás de estos artilugios. Seguramente muchos de ellos tendrán hijos, e incluso un jardín con porterías, geranios y huerta. Es importante que los críos crezcan en contacto con la naturaleza.

Abdulraziq duerme en el hospital de Helmand pero lo suyo no es una pesadilla. El patio del museo tampoco tiene desperdicio. A simple vista, podría parecer un cementerio de viejos Tupolev que alguien ha pintado de colorines para organizar alguna rave (no sé por qué digo esto si nunca he estado en ninguna). Un antiguo aparato de pasajeros ruso es hoy una sala de proyecciones donde a los niños afganos se les enseña que no se puede jugar a fútbol en muchas zonas de Afganistán.

Esta es la sala de proyecciones para que los niños afganos aprendan a vivir con lo que tienen bajo sus sandalias.

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También está ese inconfundible Mi 8, el más producido el mundo (has visto ese helicóptero en Rambo III, o echando hormigón sobre Chernobyl)… ¡¡un Internet café!!

Internet-café petón donde los haya.

Para que veáis que lo del helicóptero-internet café no era coña. Detrás, el Tupolev-cine.

Lo dicho: si te pasas por Kabul, recuerda que, por lo que te cuesta una birra en compañía de una recua de matones tatuados de Kansas, puedes pasar una mañana la mar de interesante. Y a la tarde siempre podrás endrogarte tranquilamente en casa con ese costo que los locales mezclan con opio.