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Frontera cerrada

¿Está muerto el rock?

Ilustraciones de Laura Park Es extraño pensar en el Salvaje Oeste como en algo que pudiera cerrarse, como una caja de cartón o unos grandes almacenes con pérdidas económicas. Y, sin embargo, eso fue exactamente lo que hizo el censo de Estados Unidos con el audaz anuncio de que el gobierno dejaría de tabular la emigración hacia el oeste, puesto que las regiones fronterizas habían dejado de existir. De un plumazo, el Salvaje Oeste—sus cerros y sus praderas, sus pueblos de forajidos y sus prostíbulos pobremente iluminados—se convertía simplemente en el Oeste, otra zona de Estados Unidos. A lo largo de la última década del siglo XIX los académicos debatirían acerca del impacto psicológico de esta clausura en un país que, de repente, ya no tenía dónde ir. Trece años más tarde, una película de 13 minutos titulada Asalto y robo al tren inauguraría el género de las películas del Oeste. Es una peliculita sorprendentemente sucia, cruda y violenta. También el primer film en emplear cortes alternos, doble exposición y localizaciones externas. Para muchos americanos, Asalto y robo al tren fue la primera película. Y punto. Cuando el jefe de los forajidos miraba directamente a cámara y disparaba su pistola hacia el espectador, las reacciones del público eran de pánico. Si la absurda arbitrariedad de los responsables del censo no acabó con el Salvaje Oeste, Asalto y robo al tren ciertamente sí lo hizo. Las novelas populares, los espectáculos de variedades y las muestras itinerantes llevaban desde los tiempos de la Guerra Civil reempaquetando las leyendas de los cowboys, pero fue necesaria la llegada de un nuevo medio, el cine, para que el folklore cristalizara en genuina cultura de masas. En el plazo de una década, el “western” era una de las piedras angulares del cine mudo y actores como Tom Mix perfeccionaban la mecánica de ser una estrella de la pantalla. La coincidencia es asombrosa, pero se da la circunstancia de que la América moderna se encuentra en casi exactamente la misma posición que hace 100 años. El rock’n’roll es a la América del siglo XXI lo que el Salvaje Oeste a la del siglo XX: una frontera cerrada propicia a la mitología de masas. Puesto que la perspectiva de nuestra era empieza con una cultura pop que abunda ya en mitologías, ni podemos todavía imaginar el colosal impacto que la música rock, de Bill Haley al grunge, tendrá en el siglo que tenemos por delante. Este siglo incluso tiene una analogía directa con Asalto y robo al tren. En sólo cinco años, Guitar Hero se ha expandido hasta convertirse en una franquicia multimillonaria en la que no faltan clones, secuelas y competiciones. Los ídolos del rock clásico ponen sus talentos al servicio del software de manera parecida a la de Wyatt Earp cuando hizo de asesor de John Wayne y el director John Ford. El medio de Guitar Hero—la participación directa virtual—se encuentra todavía en su infancia, tanto como lo estaba la industria del cine en 1903. En décadas venideras, los programas multijugador basados en el rock, inmersivos y en tres dimensiones, abrirán a los futuros aficionados nuevos canales emocionales, caminos de autoexpresión que no tendrán relación alguna con la composición o interpretación de música tal como ahora las conocemos (y esto no incluye innovaciones todavía imprevisibles, al igual que la animación por ordenador era inimaginable para los cineastas de 1903). Si alguna vez has sentido un escalofrío de excitación oyendo al público rugir al salir tu representación virtual al escenario, imagina cómo será la experiencia en 3-D, gafas de alta definición, en estéreo panorámico, en una sala de conciertos de aspecto absolutamente realista y sin pantalla de televisión que te separe de ese público que te idolatra. No cuesta ver los maniquíes animados del juego como primitivos precursores de los fotorrealistas personajes que muy probablemente nos llegarán en pocos años. El mismo juego ofrece pistas sobre un futuro cercano de singularidad entre música y juego: en 2008, los fans de Metallica se intercambiaron las versiones Guitar Hero del nuevo disco del grupo, Death Magnetic, en protesta por la sobrecompresión de su versión en CD, y la controversia generada el año pasado en torno al maltratado avatar Guitar Hero de Kurt Cobain—una fantasmal marioneta condenada a un karaoke eterno—con toda seguridad augura muchos futuros conflictos entre espíritus de famosos y sus contrapartidas computerizadas. Guitar Hero debutó en 2005. Siguiendo la lógica de la analogía con Robo y asalto al tren, esto fecharía el fin del rock’n’roll hacia comienzos de 1990 (comentaristas más mordaces que yo apuntan que el género, si no toda la música popular, murió en 1994, el año en que falleció Cobain y nació Creed). Como conclusión es un poco chapucera, pero no del todo incorrecta: es cierto que desde el grunge no ha habido nuevas etiquetas tan atractivas para el consumo masivo como “grunge”. Lo que sí puede registrarse de forma precisa es la escasez en este siglo de nuevos compositores de canciones de éxito. Esta es la lista de Billboard de las giras más importantes entre 2000 y 2009:

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1. The Rolling Stones

2. U2

3. Madonna

4. Bruce Springsteen

5. Elton John

6. Celine Dion

7. Dave Matthews Band

8. Kenny Chesney

9. Bon Jovi

10. Billy Joel

11. The Police

12. The Eagles

13. Tim McGraw   14. Aerosmith

15. Neil Diamond

16. Cher

17. Paul McCartney

18. Rod Stewart

19. Metallica

20. Rascal Flatts

21. Britney Spears

22. Jimmy Buffett

23. Tina Turner

24. Toby Keith

25. Trans-Siberian Orchestra

A juzgar por esta lista, la pasada década, la década al completo, fue un gigantesco “viejunopalooza”: un carrusel de viejas glorias, artistas establecidos largo tiempo atrás embarcados en una constante serie de maratones sin fin. Menos de la cuarta parte de estos artistas surgieron en los años 90, y sólo a un grupo—Rascal Flatts, practicantes de un country estereotipado y soporífero—puede considerársele nuevo (y a duras penas, pues asomaron por primera vez en el mercado durante la primera mitad del año 2000).

Es significativo de lo fragmentada que se ha vuelto la música pop que ningún nuevo género, y aún menos nuevo grupo, haya sido capaz de capturar el corazón de este país en los últimos diez años. El hip hop, el pop punk, el emo y el “indie” pueden, cada uno por su lado, alardear de preservar parte de la energía del rock, pero todos perdieron tiempo atrás el derecho a presentarse como innovadores (hace 20 años, los críticos, sin asomo de ironía, comparaban a Jane’s Addiction con Led Zeppelin; no hay grupo en este siglo que suscite tales comparaciones). La música nueva y excitante prospera aún en el campo de los subgéneros, pero los músicos modernos toman su inspiración, más y más cada vez, de la tradición antes que de la originalidad. Mientras, los sexagenarios Rolling Stones dan varias victoriosas vueltas al mundo al estilo de un ya anciano Buffalo Bill, cuando entre los años 1880’s y 1890’s fue de gira por Estados Unidos en compañía de Toro Sentado y Annie Oakley con su espectáculo de lazos y jinetes del Salvaje Oeste. Incluso los más perturbados, depravados y chocantes intérpretes de 2010 tienen que maniobrar dentro de los precedentes que sentaran todos los intérpretes perturbados, depravados y chocantes existentes en un pasado reciente. Igual que pasó en 1890, en 2010 no queda terreno nuevo por explorar.

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A finales de los 1980’s, el negocio de la música estaba dominado por seis compañías (que desde entonces se han reducido a cuatro), y la consolidación de las grandes compañías sirvió de definitivo respaldo a los pecados capitales de la industria: la homogeneización, la censura encubierta, la rampante insipidez. Pero tras la consolidación de las grandes se escondía una situación potencialmente más siniestra: la explosión de sellos independientes. Al caer durante los años 90 las tarifas de grabación y fabricación, el mundo tuvo que enfrentarse a una avalancha de producción artística sin precedentes en la historia de la Humanidad.

  Un ejemplar de mayo de 2001 de

Billboard

subrayaba el problema con datos extraídos del sistema de cómputo de ventas SoundScan del año anterior. En el cambio de siglo, los sellos independientes eran responsables del 71% de los álbumes publicados: más de 200.000 títulos. Incluso con la más baja de las tiradas, mil copias, esto significaba la creación de más de 200 millones de nuevos objetos físicos en sólo un año y en una única categoría. Pero sólo el 17% del dinero correspondiente a las ventas de álbumes volvía a los sellos indie. Y la cifra media de ventas de cada álbum era de 635 unidades. El artículo concluía:

Estoy seguro de que a los distribuidores les gusta creer que están en el negocio de las ventas pero, si ha de decirse la verdad, en realidad están en el negocio de los envíos y las recepciones. Su juego, en esencia, consiste en enviar grandes cantidades de CD’s invendidos de un lado a otro, de un muelle de carga y descarga a otro.

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En cualquier esfera de actividad humana no lastrada por ínfulas creativas, esta práctica tiene un nombre: burbuja económica.

Las ventas de álbumes se han desplomado un 60% desde entonces. En sólo 20 años, los discos compactos han pasado de objeto de lujo a material sobrante (piensa en cuántos compraste el año pasado y de cuántos te has deshecho), y el clima fatalista ha ido, lenta pero inexorablemente, escalando puestos en la cadena alimenticia de la industria. En 2010, los sellos grandes, tambaleándose, se apoyan en cualquier estrella adolescente o show televisivo que les suponga un empujoncito de ventas, por modesto y efímero que sea. Aunque las economías de los sellos grandes y pequeños sean enormemente diferentes, ambos tienen aspecto, cada vez más evidente, de ser modelos de negocio insostenibles a los que de tanto en cuanto, esporádicamente, les sonríe la suerte.

La hiperabundancia de producción engendró hiperabundancia de grupos. Quedaron atrás los días de las estrellas del pop ubicuas, ocupando su lugar una confusa mezcolanza de subgéneros en constante fragmentación que el público aúpa o descarta de un día para otro gracias a la potencia de las líneas ADSL. Entre los subgéneros aplaudidos y descartados por el público durante la década pasada se cuentan el blog house, el dance-punk, el chillwave, el crunk, el electroclash, el freak folk, el glitch, el grime, los mash-ups y el neo-lo-fi, entre muchos, muchos otros clavos en el ataúd del revival del rock tradicional. Cada año más y más grupos compiten por un espacio cada vez más exiguo. Los grupos independientes y underground de 2010 están asfixiados por el éxito de los grupos independientes y underground de los 80 y 90.

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En ningún sitio se hace este estado de las cosas tan evidente como en los festivales de exhibición, los showcases. En ellos la diversión abunda para los representantes de la industria y para el público en general, pero para los grupos se han convertido en algo distinto: un escaparate de humillación artística disfrazado de oportunidad de avance en sus carreras y/o paréntesis en su rutina habitual en la carretera. Con una competencia más grande y feroz cada año, las oportunidades de los grupos de obtener contrato es cada vez más remota, como remota es la posibilidad de que ese contrato signifique algo. En el festival South by Southwest, docenas de grupos tienen que tocar en clubes vacíos a las 11 de la mañana. Hay, simplemente, demasiados grupos, demasiados cantautores, demasiados soñadores.

En octubre pasado, un artículo en el

Village Voice

titulado “¿Por qué existe el CMJ, exactamente?” calificaba el prestigioso CMJ Music Marathon de amañado y poco inspirador, y a sus conciertos “coronaciones, no presentaciones”. Decía el artículo:

Puede que el CMJ no esté en la actualidad destinado a nadie en concreto, a excepción de unos pocos europeos contentos de tener una cantidad decente de cosas distantes reunidas en un único lugar (lo mismo vale para los cazatalentos poco aficionados a salir de noche, que pueden ver unos cuantos grupos de un solo vistazo). Es un certamen que persiste por inercia.

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Queda una parcela de la industria que no ha perdido pujanza: la nostalgia. Los grupos de versiones, en su día una curiosidad engendrada por la Beatlemanía y el culto a Elvis, son ahora parte esencial del sotobosque nocturno de toda gran ciudad americana. Durante los últimos 30 años, el Hard Rock Café se ha expandido hasta tener franquicias en uno de cada cuatro países del planeta. Ni el colapso financiero global ha reducido la obsesión por la memorabilia. Dos meses después de declararse la Gran Recesión, la casa Christie’s organizó una subasta “Punk / Rock” en la que se vendieron cientos de piezas de material efímero bajo el calificativo de “artefactos raros”: un flyer fotocopiado de los Germs se vendió por 688 dólares, un póster promocional de los Sex Pistols por 6.250, y una foto autografiada de Debbie Harry, por 8.750. No deja de ser revelador que el material subastado abarcara 40 años, los que median entre Bill Haley y Nirvana, como si los subasteros estuvieran utilizando su prestigio para, de alguna manera, validar una sensación de punto final.

Luego está el Rock and Roll Hall of Fame and Museum, en Cleveland, donde por 22 dólares puedes ver el sombrero de copa de Slash expuesto con la misma seriedad que la (menos elegante) chistera de Abraham Lincoln en los Archivos Nacionales. Después de que los Sex Pistols rechazaran formar parte en 2006, John Lydon envió una nota al Museo calificándolo de “mancha de meado”. Si el Hall of Fame no expone un día reverencialmente esa nota en una urna transparente para que la vean los visitantes, lo más probable es que Christie’s se la venda a alguien que sí lo hará.

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La aceptación de raperos en el Hall ha provocado olas de consternación entre los puristas. En la página web del museo se asegura, con exageradas letras al estilo graffiti, que “el hip hop es rock and roll”. En una extensa defensa de estas inclusiones, la web asegura más tarde que “el hip hop no es sino la más reciente iteración en una conversación que América ha mantenido consigo misma durante los últimos 400 años”, siendo esta una de varias definiciones plausibles (otra sería que el hip hop forma parte de un monólogo, más corto pero a grito pelado, que América lleva soltándole al resto del planeta desde la 2º Guerra Mundial).

  Es una extraña cuestión.¿Dónde están las fronteras del rock’n’roll?

Guitar Hero

es diferente de

DJ Hero

en el sentido de que necesitas diferentes tipos de controladores. Pero sigue siendo el mismo juego. De igual manera, la mitología del rap se parece mucho a la mitología del rock: supera las adversidades, apunta a las estrellas, consíguelo todo. Es un molde tan perdurable que resulta difícil pensar en algún género popular (o subgénero, o sub-sub-subgénero) que se salga de esta mística fabricada por la generación del baby-boom. Hasta las más extrañas bandas electrónicas operan dentro de este marco, en cuyo centro está el escenario, la actuación en directo: si no obtienes el beneficio de la fama y el dinero, tu compensación, como mínimo, es la excitación y la visibilidad. Tocar en directo con un instrumento inventado en el siglo XX es prácticamente sinónimo de actuar dentro de la gran carpa del rock’n’roll.

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Es, de hecho, una carpa tan grande y antigua, que para muchos músicos es difícil imaginar un mundo que no obedezca las reglas de la mitología rock americana. Esta falta de contexto ha dado a luz una cepa mutante de derechos innatos. Algunos son meramente tecnológicos: para cualquier persona por debajo de los 30 años, un mundo de infinitas posibilidades de grabación casera, distribución a nivel global e ilimitada capacidad de almacenamiento (mientras escribo, cien dólares bastan para adquirir dos años de espacio MP3) no es un lujo, sino una prerrogativa adquirida al nacer.

Pero hay un derecho más arraigado y, por su ubicuidad, más insidioso: que toda música merece reconocimiento. La Coalición por el Futuro de la Música—una organización sin ánimo de lucro que aboga por los derechos de los músicos—expone en un conciso manifiesto que su misión es que a los artistas “se les compense de forma justa por su trabajo”. En 2010, es una noción plenamente aceptada que la de “músico” es una carrera como cualquier otra y que, al igual que los panaderos, banqueros, médicos o granjeros, se les debe pagar por hacer música. Un estudio publicado en junio por la Coalición reveló que la carencia de seguro médico de los músicos dobla prácticamente la media nacional (un 33% por un 17%). Es una triste estadística, pero ambigua. También podría señalarse que las personas que viven debajo de un puente superan en un 100% la media nacional de carencia de seguro. “Si eliminas los royalties por propiedad intelectual”, proclamó el activista anti-Napster Travis Hill allá hacia el año 2000, “no habrá razón por la que los músicos quieran crear”.

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Tampoco eso es del todo correcto. El ser humano hizo música durante miles de años antes de la invención de los royalties por propiedad intelectual. Los religiosos, los militares, los narradores de cuentos y los propagandistas inspiraron a los músicos a crear durante siglos y siglos. Los músicos que pugnan por descifrar su lugar en la América del siglo XXI tienen un precedente fácil, y ése es la América del siglo XIX.

El vodevil, muy en particular, observa pasmosos paralelismos con el actual circuito de giras de grupos pequeños e independientes. Hace más de un siglo existía ya una vasta red de teatros, salas y clubes nocturnos, frecuentados por públicos deseosos de entretenimiento y abiertos a nuevas ideas. Los artistas de vodevil se movían en ese circuito, yendo de un sitio a otro, y tenían que sobrellevar largos períodos de inactividad, igual que hacen los grupos de hoy. Pasando por alto los distintos medios de locomoción, al menos en lo referente a las giras ambas eras son terriblemente similares.

Había, eso sí, una gran diferencia. Los artistas de vodevil estaban muy al tanto de cuál era su mercado. Si tu número era un fracaso, lo rehacías. A medida que los blancos con el rostro pintado de negro se hicieron menos políticamente aceptables, este tipo de números se hicieron cada vez más escasos. Hasta los “números de majaras”—en los que el artista improvisaba un papel de chiflado y solía destrozar el mobiliario—respondían a las fuerzas del mercado (por ejemplo, que los dueños de las salas los vetaran por pasarse de rosca). Ni a un sólo artista de vodevil se le pasaba por la cabeza alienar al público del que dependía su pan y su mantequilla. En el vodevil no había equivalentes a los grupos noise. Por muy variados o salvajes que fuesen los artistas que viajaban por el país a finales de XIX—bailarines, magos, músicos, ventrílocuos—nadie exigía al público que acudiese a verles bajo condiciones impuestas por ellos. “Expresarse a uno mismo” era algo reservado a los pintores y los poetas, no a los intérpretes.

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El panorama mundial de hoy de grupos y grabaciones supone, de hecho, una anomalía en la larga historia de la Humanidad; una anomalía dependiente, además, de una serie de innovaciones tecnológicas dependientes a su vez unas de otras: sin una red energética a escala nacional (1890s-1930s), un sistema de carreteras y autopistas in-terestatales (1950s) o la posibilidad de comprar gasolina (1910s-90s), a los grupos les resultaría imposible documentar o promocionar su música. Internet se ha convertido rápidamente en una herramienta indispensable para cualquier músico. Y las libertades sociales post-hippismo están ahora tan arraigadas que es fácil olvidar que hace medio siglo te podían arrestar por decir “joder” en un escenario.

Cada uno de estos aspectos podría parecer una curiosidad de un pasado distante, pero, en realidad, son variables. Y las variables están sujetas a la posibilidad de cambios. El colapso del puente de Minneapolis en 2007 dejó a los americanos un regusto a inseguridad infraestructural. Si el colapso financiero de 2008 se hubiera desarrollado de forma diferente, muchos puentes y autopistas y pasos elevados habrían sido abandonados, expuestos al deterioro. Y un colapso económico total podría haber dejado a los músicos, al igual que al resto de viajeros, expuestos a los apagones intermitentes y al bandidaje en la carretera que acechan en los confines de cualquier civilización llevada al límite. Incluso hoy, la subida del precio del combustible ha hecho de las giras económicas una cosa del pasado.

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Ahí va una analogía un tanto extraña. En 2008, la web overthinkingit.com hizo un gráfico con la lista de

Las 500 mejores Canciones de Todos los Tiempos

según la revista Rolling Stone, sobre la que impuso un segundo gráfico trazando la producción estadounidense de petróleo en crudo. Los dos picos son prácticamente idénticos, con la leve diferencia de que

Rolling Stone

fechaba el punto álgido del rock’n’roll en 1965 y la producción petrolera estadounidense tocó techo en 1971. Con todo, lo más revelador del experimento era la comprobación de hasta qué punto pueden ser parciales los escritores de

Rolling Stone

. Esto, de por sí, es ya instructivo, puesto que

Rolling Stone

es poco menos que el portaestandarte de la generación del baby-boom, un sector demográfico con probados antecedentes de inculcar juicios de valor a generaciones posteriores. Si un número lo bastante alto de gente cree que algo ha terminado, ¿en qué punto llega ese

algo

realmente a su fin? El artículo incluye un sombrío análisis: “Parece que, como el petróleo, las reservas de grandes ideas musicales no son ilimitadas”.

Este comentario probablemente pretendía ser un chiste. Aun así, muchas personas de mediana edad, criadas con el rock y estupefactas por su declive, parecen haber llegado a tan bizarra conclusión por su cuenta y sin ironías. Es un caldo de cultivo idóneo para que quien lo desee ejerza de cascarrabias. En noviembre pasado, el compositor de vanguardia Glenn Branca provocó un pequeño revuelo firmando en el

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New York Times “The Score: The End of Music”

, una soflama de confusa redacción en torno a la asunción de una finalidad última de la música. “El cambio de paradigma tal vez no sea un cambio sino un punto final”, decía. Para el futuro, Branca no imaginaba nada más que muzak diseñado como cebo para incitar al consumo.

El artículo desencadenó cientos de desagradables comentarios online en apenas unas horas. Curiosamente, muchos partían de la base de que hay música buena y música mala, que la mala es mayoritaria y que Branca no se había molestado en investigar la buena. Humanos al fin y al cabo, los autores de estos comentarios en ningún momento llegaban a un consenso sobre qué música exactamente era la buena.

Tal vez la caída en picado de las ventas de discos no se deba simplemente al intercambio de archivos en internet o a las limitaciones del formato compact disc. Quizá el enorme atolladero en el que se encuentra la industria discográfica en 2010 sea indicador de que, para la generación que llega ahora a la mayoría de edad, la música no tiene ya tanta importancia. Los fans de Justin Bieber son consumidores leales, pero tienen más vías de escape para sus esperanzas y sueños prepubescentes que los fans de Leif Garrett hace 30 años.

Cada vez con mayor frecuencia, la música popular en el siglo XXI—en todos sus estratos y subsuelos—da impresión de seguir un vasto sistema piramidal. La primera ola de cada subgénero cosecha el prestigio, dejando a las futuras generaciones sumidas en la competición y con sus canales de expresión anegados de mediocridad. El Rock and Roll Hall of Fame and Museum, a la vez beneficiario e instigador de este esquema piramidal, defiende su propia existencia con una ñoña banalidad: “Si el rock and roll tiene un propósito, ése es el de llevar a la gente a la posición, ya sea intelectual o geográficamente, de comunicarse los unos con los otros”. Un argumento poco convincente que no menciona para nada la lógica empresarial.

Lo precedente tiene un peso tremendo. El artículo de overthinkingit.com lo clava:

Considerando que la definición de forma implica la asunción de unos límites, el volumen de innovación que puede darse dentro de los límites de esa forma es finito y en su mayor parte se dará en sus primeros compases y rápidamente para, alcanzada su cima, declinar de manera igualmente rápida.

Existe una razón por la cual los innovadores se llevan la mayor porción de tarta. Y una razón por la que los pintores cubistas modernos no son famosos. Es un triste fenómeno, uno que no se restringe a los músicos oscuros (sólo hay que fijarse en el nada disimulado afán de The Killers por encajar en el panteón del rock). En su mejor cara, la música ayuda al oyente a trascender la vida cotidiana. Ninguna innovación tecnológica cambiará eso. Pero, cada vez más, van a ser los grupos antiguos, las viejas canciones, las que inspiren a las masas.

El comentario 116 al artículo de Branca decía: “La música en directo sigue siendo una experiencia humana irreemplazable”. Esto no es del todo cierto. Las posibilidades son altas de que asistir en el futuro a un concierto virtual—un concierto mágico con unicornios y bulldozers cantarines haciendo coros mientras tú y un Jimi Hendrix desnudo y un Kurt Cobain desnudo entonáis una canción con realista sonido envolvente 3-D—sea mucho más excitante que la realidad de los conciertos de hoy. El rock’n’roll nunca morirá. Ni siquiera envejecerá. Simplemente evolucionará hacia otra cosa, algo distinto; un ámbito donde los fans podrán pavonearse sobre un sinfín de alucinados escenarios generados por ordenador celebrando glorias pasadas, las vidas de los mártires y parias del rock congeladas, mitos digitalizados para el resto de la eternidad. Como señalaba la reseña del Village Voice del álbum descargable

Guitar Hero III

de Metallica, “¿quién tiene tiempo de escuchar un disco cuando puede vivirlo?”