Perfiles VICE: La modita retrechera
Los zapatos-taxi marca Escada de la Monita Retrechera, uno de los artículos más interesantes de la colección.

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Perfiles

Perfiles VICE: La modita retrechera

Un coleccionista de bienes de narcos subastados por el Estado y el vistoso ajuar de una mujer que escondía la clave de un inolvidable escándalo de corrupción en Colombia.

Sobre el corredor de mármol hay un reguero de zapatos. Tacones puntilla color rojo escarlata con terminaciones en cuero azul índigo y verde marino, diseñados por Bruno Magli en Italia. Otros de tela a rayas blancas y negras con tacón dorado, de la casa Escada de Múnich. Hay unos parisinos en textura de piel de culebra blanca de Charles Jourdain y unas sandalias altas, de borde plateado y cuero recogido a la altura de los dedos, de la casa Halston, de Nueva York. Plataformas, tacones abiertos y cerrados, con cordones y hebillas, botines dorados, modelos con pieles de cocodrilo, estampados de colores fuertes, motivos exagerados, diseños que traen a la mente otros tiempos. Son zapatos gastados por malos pasos, tapas perdidas, suelas dañadas y otras aún como nuevas.

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Tal vez los únicos zapatos que no están entre este reguero son los que llevaba puestos su antigua dueña, Elizabeth Montoya de Sarria, la tarde del primero de febrero de 1996 cuando la mataron disparándole una ráfaga de 14 balas de subametralladora en un apartamento al noroccidente de Bogotá.

Mientras termina de sacar de una tula los 250 pares de zapatos de Elizabeth Montoya de Sarria, ayudado por otra Elizabeth –su segunda esposa– y por Martha, su hermana, Ómar Peñaloza trata de explicarme por qué terminó siendo el dueño del calzado de una mujer asesinada. Girando los ojos hacia atrás, como buscando entre las gavetas de su archivo mental, me cuenta que su pasión por coleccionar objetos comenzó cuando era un niño. Luego limpia con un trapo húmedo el polvo asentado en la punta de un tacón fino talla 37, lo deja sobre el suelo y recuerda que la primera colección que tuvo en su vida fue una hilera de cajas de fósforos. Solía armarla sobre el borde de la ventana de su cuarto, en la casa donde vivió con su familia en el barrio Venecia –al sur de Bogotá– desde que nació, en 1965, hasta que tuvo 19 años.

La de la familia de Ómar era una casa modesta, de aspecto diferente al apartamento en el que nos hemos encontrado en esta noche lluviosa y gélida. Es el loft de su hermana en el barrio Chicó Navarra, al norte de Bogotá.

Instalado en el suelo, junto a los tacones que trata de organizar por pares, Ómar me habla sobre su vida. Yo me siento en el borde de una poltrona a escucharlo y él rememora en voz alta sobre la época en que estudiaba Psicología en la Universidad Nacional. "Mientras tomaba clases, conseguí un trabajo de medio tiempo en el banco Davivienda. Pero ya sospechaba que lo mío no iba a ser el diván ni las depresiones ajenas y mucho menos los bancos", me dice. No recuerda con precisión por qué motivo ese cargo lo obligaba a consultar a diario periódicos como La República y El Nuevo Siglo, pero sí se acuerda con certeza de cómo aprovechaba esa tarea para echarles ojo a las páginas que anunciaban los remates de los juzgados.

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Todas las fotos son de Camo.

Elizabeth Montoya de Sarria nació 16 años antes que Ómar Peñaloza, el 25 de mayo de 1949. Según lo cuenta la prensa nacional, vivió durante su infancia en El Paraíso, un barrio de clase media al suroccidente de Armenia. Menos afortunada que Ómar, creció en una familia de escasos recursos y, mientras estudiaba, tenía que trabajar atendiendo un puesto de comidas que administraba su mamá en la plaza de ferias de la ciudad.

En algunas páginas de periódico ya amarillentas y a punto de desintegrarse, está escrito que Eliza –como le decían de cariño sus familiares– estudió hasta cuarto de bachillerato y abandonó la vida escolar a los 14 años para irse a Estados Unidos a probar suerte. Indican que en 1963, sin saber hablar inglés y con escasos dólares entre la cartera, tomó un avión que la llevó hasta Miami. Entró legalmente a Norteamérica, pero con los años su vida allí se convirtió en una sucesión de engaños a la justicia y transacciones sospechosas. El estudio de este apartamento se ha convertido de repente en un museo repleto de trapos viejos: además de los 250 pares de zapatos, Ómar ha comenzado a desempacar una serie de camisones noventeros, suéteres de grandes tallas con hombreras desorbitadas, faldas, trajes de baño para señoras gordas, vestidos y hasta un disfraz de mariachi del tamaño de un niño de cinco años que también pertenecían a Elizabeth Montoya de Sarria.

"Yo veía esos avisos de remates en la prensa todos los días y desde un cierto momento sentí mucha curiosidad. El tema de las subastas comenzó a parecerme una buena opción de vida, porque detestaba esa rutina bancaria y en la Universidad Nacional tampoco me sentía contento estudiando", confiesa mientras organiza unas blusas de colores estridentes, rodeado por aquel desorden de prendas surreales.

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Un día decidió pedirle a su hermano abogado que le explicara cómo funcionaba el negocio de los remates. Escuchó con atención en qué consistía esa fórmula judicial casi mágica –calculada en saldos de hipotecas, condenatoria para los deudores morosos, pero magnífica para los oportunistas– que permitía comprar una casa y otro tipo de bienes casi al 10% de su precio real. "Después de escucharlo no lo pensé dos veces y, como no tenía tiempo de ir a los juzgados, le entregué mi sueldo de un mes para que lo hiciera rendir en alguna subasta", dice bajando los ojos y sonriéndose a él mismo. El poco dinero y la pericia de su enviado le alcanzó para hacerse a un equipo de sonido, un televisor, dos lámparas y una mesa. Ómar, que nunca había tenido tanto por tan poco, decidió dedicarse desde ese día a los remates.

Otras notas periodísticas cuentan que, luego de hacer prosperar una joyería y algunos negocios propios en Miami, Elizabeth Montoya se fue a vivir a Los Ángeles, donde puso a marchar empresas como agencias de viajes y otras dedicadas a la venta de telas. Se presume que la mayoría eran fachadas para negocios ilegales y que en 1981 se casó con Jesús Amado Sarria, alias Chucho o el Brujo de Antero, un exsuboficial de la policía colombiana que le puso el anillo durante una ceremonia en Las Vegas. Muchos creen que Sarria contaba con poderes sobrenaturales. Gracias a ellos, supuestamente, podía predecir cuándo era el momento correcto para enviar cocaína al exterior y cuándo no. Por los días en los que se casó con Eliza ya andaba gestionando, según archivos de prensa, el envío de enormes cargamentos de cocaína desde Colombia a Centroamérica.

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A pesar de que su nombre figuraba en los archivos del FBI desde 1980, por supuesta posesión de cocaína, y a pesar de haber sido arrestada en 1986 por la misma causa, Elizabeth Montoya fue liberada por colaborar con la justicia.

Para cuando ella y Chucho Sarria volvieron a pisar tierra colombiana a finales de los 80, los envíos de droga al exterior representaban entre el 10 y el 25% de las exportaciones totales del país y le significaban a los capos –organizados para ese entonces en poderosos carteles– ganancias entre 800 y 2.000 millones de dólares, según recoge Jorge Orlando Melo, historiador y periodista colombiano, en Narcotráfico y democracia: la experiencia colombiana. Con generosos sobornos en dinero y un largo repertorio de amenazas y hechos violentos, los nuevos reyes de la colina, como Pablo Escobar, Carlos Lehder y los hermanos Ochoa, doblaron la vara de lo correcto, pusieron a cientos de políticos de su lado, obtuvieron un poder irremediable y llegaron a ser parte cotidiana de todas las agendas nacionales.

Se calcula que a principios de los 90 la fortuna de Elizabeth y Chucho ya incluía, entre sus interminables arcas, criaderos de caballos en haciendas lujosas del Valle de Cauca y la Sabana de Bogotá.

No es difícil creer que, en medio de este panorama, a los esposos Sarria les resultara sencillo estrechar las relaciones que habían tejido con las mafias colombianas desde que vivían en los Estados Unidos y establecer amistades convenientes con algunos políticos.

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Se calcula que a principios de los 90 la fortuna de Elizabeth y Chucho ya incluía, entre sus interminables arcas, criaderos de caballos en haciendas lujosas del Valle del Cauca y la Sabana de Bogotá, extravagantes apartamentos en la capital y un hotel de cinco estrellas llamado Marazul en la isla de San Andrés.

Ómar se casó con su primera esposa en 1994 y ese mismo año votó por Ernesto Samper a la presidencia. El anillo que le puso a su mujer no lo compró en alguna subasta. Era nuevo, de verdad. Luego tuvo un hijo en 1996 y por aquellos años se volvió experto en la ciencia del remate. En esa época no se perdía ni medio. Iba a los que se organizaban en la Superintendencia de Sociedades, en los juzgados, en algunas empresas privadas y en el Fondo Rotatorio de la Policía. Asistía sagradamente a las subastas de la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales y a un remate que llamaban "Martillo" en el Banco Popular.

Por 500.000 pesos, Ómar Peñaloza se hizo a un remate de 700 piezas (entre zapatos y prendas de vestir) que recuerda los días en que la política se entrelazó con el narcotráfico.

"Aún me gusta correr el riesgo de comprar objetos sin antes haberlos visto", confiesa mientras se levanta del suelo del estudio y me invita a pasar a la sala para mostrarme algunos chécheres más.

De todas las cosas que compra en subastas, siempre conserva aquellas que le parecen irrepetibles. Elizabeth, su esposa, dice que tiene una fijación por los objetos únicos. "Todo en su vida gira alrededor de guardar cosas. Por ejemplo, le apasiona la música, entonces tiene una colección de discos láser que ya no sirven para nada pero le fascina quedarse con ellos. Y así es con todo. A veces hasta se le olvida qué es lo que tiene por ahí guardado", cuenta con un dejo de exasperación.

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"A mí me gusta tener cosas que hayan sido importantes para alguien en algún momento", me dice Ómar. Mientras recorremos la sala, señala el enorme jarrón turco que –según le dijo quien se lo vendió en una subasta en Cali– pertenecía a los hermanos Rodríguez Orejuela. Luego, saca de la biblioteca un libro aún sin refilar, una edición limitada de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, firmada del puño y letra del autor. "En una de esas subastas compré una vez una caja con desechos de papelería. Yo pensaba venderla por kilo, pero antes me dio por ponerme a mirar qué había adentro y encontré este libro", indica mientras señala la carátula con su dedo índice.

Son objetos por los que los narcos colombianos pagaron millones en los 90, pero que Ómar consiguió por 10.000 y 12.000 pesos en la Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE), entidad encargada de inventariar, almacenar y rematar los bienes confiscados a los patrones de la droga capturados por la ley.

A Ómar lo tienen sin cuidado los señalamientos y las malas caras que hace su esposa cuando llega a la casa con otro de sus corotos de fatídica procedencia. "Yo no soy supersticioso", asegura. Tal vez eso explica por qué anda mirando la hora en un fino reloj Citizen dorado, modelo ochentero, que perteneció a algún narco y que lleva colgado en la muñeca sin preocupación alguna.

"Este pantalón que tengo puesto es marca Levis y me costó un peso", cuenta mientras hace un gesto de orgullo y señala la marquilla trasera del bluejean. "Lo compré una vez que la DNE remató una bodega llena de bienes en Yumbo, Valle del Cauca. Era de un almacén que le fue confiscado a algún narcotraficante. Compré toda la caja de jeans y tuve tan buena suerte que todos resultaron ser de mi talla". Ómar termina de hablar, suelta una risotada burlona y explica cómo es eso de que una caja llena de jeans de marca pueda costar solo un peso. "La DNE los tuvo guardados por muchos años. Tal vez los consideraron basura ya difícil de rescatar y por eso los vendiéron así de baratos".

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Parado de nuevo frente a la colección de zapatos, Ómar recuerda que la primera vez que oyó nombrar a Elizabeth Montoya de Sarria fue el 8 de agosto de 1995. Ese día los medios de comunicación dieron a conocer la grabación de una conversación que ella había tenido en 1994 con Ernesto Samper Pizano, quien para ese año se encontraba en plena campaña política como aspirante a la Presidencia de la República. En la grabación quedaba claro que mantenían una amistad muy cercana. "Mona, pero cómo hago para volarme si tengo un programa de televisión. Acá le hice un campito a las 12:30. Venga, no sea así de retrechera", le reprochaba el candidato por teléfono.

Gracias a esa conversación, Elizabeth Montoya de Sarria se convirtió, para Ómar y para el resto del mundo, en la Monita Retrechera, la sospechosa y cariñosa conocida de Samper, responsable, según presumieron muchos, de haber recolectado recursos entre los narcos para financiar la campaña presidencial del líder político liberal. Un testigo oculto –llamado a declarar luego de que estallara el escándalo– dijo haberla conocido el día de la posesión de Samper Pizano, el 7 de agosto de 1994. "Recuerdo que perdimos contacto con la señora Elizabeth Montoya y nos tocó dedicarnos a buscarla para entregarle una cartera que había dejado olvidada y que, según Santiago Medina (tesorero de la campaña), valía 800.000 dólares porque tenía incrustaciones de piedras preciosas. Además, recuerdo la cantidad de joyas que exhibía y un abrigo de pieles que llevaba", aseguró bajo juramento.

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Mientras nos tomamos un agua aromática en el comedor, para espantar el frío, Ómar recuerda –entre sorbo y sorbo– haber visto aquella posesión por la televisión de su casa. Ese día no notó la pomposa presencia de Elizabeth Montoya de Sarria entre los asistentes.

La Monita Retrechera era ostentosa y estaba enferma por el lujo. Eso dicen los pocos reportajes que hablan sobre su vida. Se ha escrito que era mitómana, exagerada y que acompañaba los platos de longaniza con champaña Cristal. También que amaba con locura los diamantes, la ropa de marca y los zapatos, pero su pasión más grande eran los caballos. Gastaba millones comprando ejemplares de las razas más finas. También invertía mucho dinero en ritos de santería. Acudía a los babalaos para que ahuyentaran de su vida el infortunio. Se protegía cargando a toda hora una pistola Pietro Beretta y solía amenazar de muerte a quienes le faltaban al respeto. Es lo que cuentan los medios colombianos sobre ella: que antes de Chucho tuvo otro marido y que se hizo alrededor de 10 cirugías plásticas para verse mejor.

La Monita Retrechera siempre adquiría zapatos de lujo, de marcas como Bruno Magli, Charles Jourdain o Halston.

También está escrito, en los diarios nacionales que recogieron los hechos de su muerte, que muchos querían matarla. Pero, según el informe 21 que presentó en 1996 el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), hoy liquidado, había sido un solo hombre el que orquestó el crimen, el empresario Orlando Sánchez, quien había decidido desaparecerla, probablemente para robarla y librarse de una deuda de 11 millones de dólares contraída con Sarria cuando hicieron negocios con diamantes y caballos de paso fino. Sánchez, decía el informe, se alió con el expolicía Guillermo Pérez, con un par de altos funcionarios del Gobierno de turno y un empresario de renombre. Entre todos reunieron motivos para matarla y contrataron a 15 hombres para asegurarse de que así fuera: el primero de febrero de 1996 fue asesinada en la casa de sus amigos santeros donde, casualmente, le rezaba a Yemayá para que la protegiera.

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Por muchos años se creyó que todas las piezas cazaban en el rompecabezas del crimen de la Monita, y su rastro se fue enterrando cada vez más hondo en la volátil memoria del país. Sin embargo, su nombre volvió a salir a flote cinco años después, en diciembre de 2001, cuando un fallo del Juzgado Segundo del Circuito Penal de Bogotá reveló que el rompecabezas de su asesinato no era sino un montaje de piezas que no encajaban. Según una nota del diario El Tiempo, el informe 21 había sido elaborado por "los organismos de inteligencia del Estado… Desviando la investigación del sonado crimen en su afán por mostrar a la opinión pública pobres resultados que a la postre constituyen una burla". Según el mismo registro de prensa, Léster González, una jueza bogotana, dejó consignada en 57 folios una larga lista de inconsistencias que le permitieron absolver a Sánchez y Pérez, supuestos autores intelectuales y materiales del crimen. Con el nuevo fallo, reorientó todas las miradas hacia las disputas que la Monita llegó a tener con el Gobierno de aquella época para encontrar a sus verdaderos asesinos. Hasta el día de hoy nadie sabe quién mató a Elizabeth Montoya de Sarria.

Ómar hace sus cálculos: tenía 30 años el día que mataron a la Monita.

Ahí sentado bajo la luz cálida del apartamento de su hermana, mirando el reguero de tacones sobre el suelo de mármol, me habla del turbio aire que se respiraba en Colombia por esa época: una densa nube de corrientes contaminadas de corrupción. Recuerda haber visto en los periódicos la noticia sobre el confuso asesinato y escuchado sobre su muerte en los noticieros, que no paraban de mostrar una foto con su cara regordeta, nariz respingada y vistosos aretes de oro. Nunca imaginó Ómar, a sus 30 años, que esa misteriosa mujer, al otro lado del televisor, iba a terminar cruzándose en su vida.

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Como el resto de los colombianos, Ómar la olvidó rápidamente –y por muchos años–, hasta que en julio de 2012, en la subasta que hizo la DNE para vender una colección de ropa y otros trastos viejos, la recordó. Ahí estaba ella, bajo el calor de la luz pública otra vez, metida en cajas que olían a guardado, llenas de polvo, arrugadas y despertando de la sombra de tantos años de olvido. Ahí estaba, respirando por entre los colores chillones de sus zapatos y hablando a gritos desde los estampados estridentes de sus faldas y vestidos.

Ese día, cautivado por la excentricidad de la ropa y la patética historia escrita en sus etiquetas, Ómar ofreció el precio más alto por la colección. Aunque "más alto" es mucho decir: compró 700 prendas de la Monita y el valor de cada una nunca sobrepasó los 500 pesos (apenas unos centavos de dólar). En total, ese día pagó 500.000 pesos por el exclusivo ajuar que había sido calculado en miles de dólares por expertos en avalúos.

Desde ese día guarda la colección de prendas y zapatos en dos lugares: mantiene una buena parte doblada entre tulas y maletines en una oscura bodega en el barrio Alquería, al suroccidente de Bogotá, y otra parte, sobre todo los blazers y chaquetas más lujosas, colgadas aquí, en un armario del apartamento de su hermana. Su esposa no ha dejado que las guarde en su propia casa porque les tiene miedo a las energías con las que jugaba en vida la Monita Retrechera.

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"Estos son algo increíble", dice Ómar mientras separa del cerro de zapatos regados por el suelo un par de tacones Escada. Son sus preferidos, los más extravagantes. Justo donde entra el talón tienen bordadas las placas de un taxi europeo: MI 028 021952. El bordado se extiende a ambos lados de cada zapato formando la carrocería en amarillo y negro, delineando a una pasajera vestida de rojo, con sombrero de ala ancha, y al conductor, de uniforme azul y con las manos al volante. Son unos taxi-tacones –¿o unos tacones-taxi?– cerrados sobre el empeine y recubiertos por dentro con cuero dorado.

Ómar sigue sacando prendas y mostrándolas con la parsimonia y el cuidado de un guía de museo. "¿Qué opinan de este suéter?", pregunta, mientras desdobla con delicadeza un saco sport color amarillo crema, con una línea en forma de V que atraviesa el vientre y está llena de flecos dorados.

También tiene parches brillantes de colores plateado y cobre, y en el medio está bordada la vista frontal de un carro BMW en hilos brillantes.

"¿Y qué les parece este otro?", vuelve a decir al tiempo que saca del armario un blazer corto de satín en cuya espalda está bordada una imponente ancla dorada, enredada entre una cabuya azul índigo y coronada por un lazo rojo que rechina contra el blanco nácar del resto de la prenda. "Yo sé que este les va a fascinar", afirma de nuevo y entonces estira sobre el sofá una chaqueta bombacha. Es de un verde que no se puede ignorar. Un verde manzana cegador. Por dentro está forrada con una tela repleta de corazones de colores: amarillo escándalo, naranja alarido y fucsia mírame.

Casi todas las prendas de la colección tienen aquel poder de convocar, retener y hasta incomodar la mirada. Hay alrededor de 10 blusas de seda estampadas con distintos motivos equinos: caballos saltando en competencias, jinetes inclinados sobre sus lomos y cadenas doradas que flotan entre cascos de equitación y astromelias. También se repiten los estampados de piel animal en chompas de tallas grandes. Son chaquetas doble faz: por fuera exhiben la piel del puma y por dentro muestran al puma escondido entre arbustos color rosa fuerte y magenta.

Sentada cerca de Ómar, observando toda esa ropa, entiendo que es lo único que quedó de la Monita Retrechera. Todas sus haciendas fueron rematadas por la DNE, pero sus adorados caballos permanecen bordados en sus suéteres. Sus perfumes de miles de dólares se evaporaron y ahora su ropa solamente huele a un mal recuerdo guardado por años. Sus supuestas fechorías se pudrieron con ella, pero en la excentricidad de su ropa quedan grabados esos años en los que la línea entre política y narcotráfico se volvió demasiado delgada en este país. Tan delgada como para cortar cabezas. Tan invisible como para confundir el bien con el mal, la ley con el crimen y el poder con el abuso.

En cada prenda de la Monita Retrechera está bordada, en hilos de oro, la cartografía del dinero sucio. Los enormes sacos abarrotados de colgandejos finos dan leves pistas sobre quién era realmente esa mujer, pero, como los ojales de esas camisas estrafalarias y bajo el silencio helado de quienes sufren una muerte inconclusa, quedan abiertas muchas preguntas. ¿Cómo era en realidad Elizabeth Montoya de Sarria? ¿Cuáles de estos eran sus zapatos preferidos? ¿Cuántas veces tuvo que visitar Nueva York o Milán para haber comprado esta cantidad de ropa? ¿Qué tan grande era su armario? ¿Y qué había en su corazón? ¿A quién quería impresionar con estos suéteres? ¿Cuál fue su papel en la financiación de la campaña de Ernesto Samper? ¿Quién la mandó a matar?

La única certeza que me queda es que la ropa de La Monita es la conquista de Ómar Peñaloza, el coleccionista, y el alma de Elizabeth Montoya de Sarria es el fantasma, un retazo del enorme manto que cubre esta república de plátano y cocaína.

Vuelvo a mirar el reloj dorado de Ómar y pienso que las faldas de las cumbiamberas ya murieron, que el sombrero 'vueltiao' nunca fue más que un sueño y que, en realidad, la ropa de la Monita Retrechera es el traje típico de Colombia.

Vea la galería completa del ropero de la Monita Retrechera aquí