Acolman, el pueblo de la piñata mexicana
Ana Lilia Ortiz. Fotos por Irving Cabello.

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Acolman, el pueblo de la piñata mexicana

La elaboración de una piñata es sencilla: primero se cubre un globo con capas de periódico y engrudo para formar la olla. El forrado de los conos toma media hora y el decorado de la panza unos 45 minutos.

Cuando el marido de Romana murió, la mujer pegó con una dura realidad: no solo había perdido al hombre que amaba, también al proveedor de su hogar. Debía hacer algo para mantener a sus cuatro hijos, que entonces eran niños. “Mi mamá tomó un curso de piñatas. Al año siguiente empezó con 50 a la venta. En ese mismo año capacitó a 53 mujeres. Empezó a producir más y llegamos a hacer entre 10 mil y 15 mil piezas en la temporada de navidad”, me cuenta Ana Lilia Ortiz Zacarías, una de las hijas de doña Romanita.

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Estatua de Fray Diego de Soria a la entrada de Acolman, a quien se le atribuye la invención de las posadas, rompiendo una piñata de siete picos, la tradicional, la que representa los siete pecados capitales. Fotos por Irving Cabello.

Para encontrar el origen de la piñata mexicana hay que viajar a Acolman, en el Estado de México. Como en todo pueblo pintoresco, la vida se mueve alrededor de su palacio municipal, tiene algunas calles empedradas y un monasterio colonial que habla de la Conquista española y la evangelización. Hay buena barbacoa, buenos mixiotes y buen pulque. Pero vive a la sombra de las pirámides de Teotihuacán, apenas a unos 12 kilómetros de distancia. Sólo una vez al año este poblado le gana algo de atención —no los turistas— a la antigua ciudad donde los hombres se convertían en dioses: durante la época decembrina. Y es que la tradición dice que en Acolman nació la piñata mexicana.

En cuanto uno entra al taller que fundó Romanita en su casa, frente al convento de San Agustín, el olfato percibe el aroma del papel entintado nuevo y el engrudo. La vista, en cambio, es invadida por colores vivos: rojos, amarillos, azules, morados; así como las texturas creadas en papel china y crepé. Un centenar de piñatas de varios tamaños, desde decorativas hasta un par de monumentales cuelgan del techo y las paredes; otras están acomodadas en el piso. Tiras de papel de colores que descienden de los picos de las que ya están terminadas acarician el rostro de cualquiera que camine por el taller. Una piñata de 2.20 metros de altura hace que uno cree una curva para pasar al fondo del lugar donde unas ocho personas, entre familia y empleados, trabajan en el último proceso de la piñata: la decoración. Por increíble que parezca esa no es la mas grande que producen; la mayor mide tres metros y medio.

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Doña Romanita creó un diseño que hasta hoy distingue sus piñatas. Con papel recortado en forma de hojas plasmó una nochebuena en el centro de la artesanía. Parece que la flor fuera a salir de la piñata. Y así se llama el diseño: Nochebuena. Ana también introdujo un modelo con papeles que dobla hasta que semejan conos a medio cerrar. Con ellos elabora una flor de colores. Coqueta, le llaman. Hay otras que llevan papel picado en la pancita y también algunas de figura que recuerdan a un perro.

Mientras platicamos, un niño de unos siete años, el sobrino de Ana, sale de una puerta con una piñata entre sus manos. No puede ocultar su satisfacción. Es una de las primeras que decora. Así comienzan los miembros de esta familia a introducirse en el oficio: a través del juego. Pasea con su artesanía por todo el taller, presume que tardó nueve minutos en decorarla, superando a una de las empleadas del lugar que hace el mismo trabajo en media hora. La chica ríe. El niño también.

La elaboración de una piñata es sencilla, pero requiere tiempo. Primero se cubre un globo con capas de periódico y engrudo para formar la olla. Tal vez esta sea la parte que más tarda en todo proceso pues el secado depende del clima. Según Ana, si hay sol y calor queda lista en un día; si está nublado puede tardar hasta una semana. El forrado de los conos toma media hora, en promedio, y el decorado de la panza unos 45 minutos.

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Me llama la atención que todas las ollas que veo son de periódico. La tradición dicta que debe ser de barro. “En su originalidad es una olla de barro con papel periódico, los conos son de cartón y papel china. En nuestro caso ya metemos papel metálico y crepé”, me aclara Ana. “Ya la mayoría es de cartón porque salen los niños descalabrados. Ya casi no la piden”.

“Creí que era porque hacerla de cartón es más barato”, le externo. “No. Al contrario, es más caro hacerlas de cartón por el globo. En cambio a la olla de barro se le pone una capa de periódico y eso es todo”.

Doña Romanita, Reina de las Piñatas de Acolman.

Ana me muestra un libro editado por el gobierno del Estado de México en 2010, donde se documenta en fotos y texto el impulso que dio su mamá a la elaboración de piñatas. En él se reconoce a la mujer como la Reina de las Piñatas de Acolman. En mayo de 2016 doña Romanita murió. La diabetes deterioró su cuerpo. Unos meses después, en agosto, la Secretaría de Turismo del estado le realizó un homenaje.

El nombre de Romana Zacarías Camacho ya forma parte de la riqueza cultural de aquella región. Al final, Acolman tiene que agradecerle a doña Romanita y a la familia Zacarías que el pueblo de las piñatas sí produzca la artesanía de la que presume ser progenitor.

Julián Meconetzin Rangel Sosa, creador del taller Pomposa.

Para llegar a Pomposa, el taller de Julián Meconetzin Rangel Sosa, hay que seguir las indicaciones de Google Maps. Nada en su calle indica que ahí está uno de los talleres de piñatas con mayor producción —entre 2500 y 3000 piezas en la temporada decembrina—. A pesar de encontrarse justo detrás del palacio municipal de Acolman, la casa de este emprendedor está escondida. Consciente de su desventaja al no contar con un local en otro sitio con mayor tránsito de personas, Julián ha encontrado en las redes sociales su mejor instrumento de venta. La mayoría de sus piezas van a la Ciudad de México.

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En cuanto piso el patio de su casa escucho un crujido proveniente de un montón de ollas de periódico y engrudo que se secan al sol. A un costado se encuentra una parte de su taller, donde arma el esqueleto de la piñata. Ahí están las estrellas de varios tamaños desnudas, aguardando el momento en que Julián, algún integrante de su familia o uno de sus seis ayudantes las lleven a una de las dos habitaciones interiores donde las decorarán con el papel de colores.

“Yo traje la tradición aquí a mi casa”, me cuenta con entusiasmo este chico que estudió contaduría en la UNAM y que trabajó varios años en un taller de la familia Zacarías. “Yo trabajaba en un taller local de aquí, en Acolman. Empecé cuando tenía 13 años; ahorita tengo 22, y desde hace tres años Pomposa es un taller como tal”.

Quiero saber cuál es su motivación para dedicarse a este oficio. Julián no es oriundo de Acolman. Llegó ahí con su familia hace 15 años buscando un lugar donde la vida no fuera tan ajetreada como en la Ciudad de México. La piñata lo atrapó, tanto que tiene tatuada una en el antebrazo derecho. “¿Por qué te gusta hacer piñatas?”. “Por el color”, responde. “Me gusta mucho que la gente vea el color, el trabajo que hacemos aquí. No es un trabajo sencillo, sino con diseño, muy colorido, artístico. Desde que empecé a trabajar la piñata, siempre fue un reflejo de mis emociones como artesano. Cómo ordenar los colores, cómo acomodarlos. Siento que sí refleja mucho de la persona en el momento. Por ejemplo, si ahorita Karlita, (una de sus ayudantes) está feliz, me va a hacer puras flores y si está enojada me va a hacer puras líneas”.

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Hace un par de años Julián decidió iniciar su propio taller, así que consiguió un subsidio del Instituto Nacional del Emprendedor, diseñó un logotipo y registró el nombre de Pomposa como marca. A diferencia de los otros artesanos, la mayoría del tiempo él usa una playera con el símbolo de su empresa. Además imparte talleres a primarias y a grupos de mujeres. Sin embargo, el inicio no fue tan fácil.

“Cuando empecé solo tuve una escuela de taller y si acaso vendí unas 20 piñatas. Eso fue el primer año. El año pasado ya tuvimos un pedido más grande. Hace un año fui maestro de 22 mujeres en un grupo y afortunadamente de esas, unas seis tienen sus talleres. Producen poquito, a veces más para la temporada de la Feria de la Piñata. Yo las apoyo, les pido piñatas y las vendo o les pido que me ayuden con algún pedido. No hay que ser egoísta con los alumnos. Un solo taller no tiene la capacidad para surtir tanta piñata. Es una piñata artesanal, lleva su tiempo, no es comercial como las de los mercados. Un taller de unas seis personas no puede con tantas”.

Karla y otro chico no dejan de adornar las estructuras de cartón y periódico. La primera vez que conocí Pomposa, en el piso había más de 400 piezas, de tamaño pequeño, ya terminadas para un hotel en Los Cabos. En mi segunda visita, Julián y sus ayudantes adornaban piñatas blancas. En el centro formaban con papel los pétalos de una flor que parecía crecer en la nieve, sin color, sobria, elegante. “Mis pedidos fuertes los agarro en junio y se surten en la primera semana de noviembre. Y el resto, de la tercer semana de noviembre para abajo, damos talleres didácticos. Llevamos ocho escuelas, hasta que salgan los niños de vacaciones”.

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El precio de las piñatas de Julián oscila entre los 23 pesos, para las decorativas, hasta los 3500, para la piñata más grande, que mide unos tres metros de altura. De hecho le solicitaron un pedido de piñatas de esa talla el año que arrancó Pomposa. Elaboró 10 piezas gigantes para un grupo de gasolineras de Villa del Carbón y Nicolás Romero, dos municipios cercanos a Acolman. Su casa, literalmente, se llenó de piñatas.

“El armado es rapidísimo. En un día se arma una piñata y se decora. En un día normal produzco entre seis y siete piñatas. Cada una tarda como una hora y media. Es un tamaño del número 14, para unos 15 kilos, aproximadamente, de fruta y golosina”.

Julián, además, está innovando el proceso de elaboración de la piñata. Ha sustituido las tijeras por una máquina que corta en barbas varios pliegos de papel, además diseñó un sencillo mástil donde coloca la piñata que esté decorando, lo que le permite aprovechar espacios pequeños para trabajar.

“¿Qué es lo más complicado de hacer una piñata?”, le preguntó. “He notado entre los trabajadores que me apoyan y entre nosotros como familia el gusto por la piñata. Si no hay gusto se te va a ser muy difícil hacerla. Si no hay gusto por los colores, por todo lo que implica, realmente no lo haces bien. Yo siento que una piñata tiene que ser el reflejo del artesano que la está haciendo”.

@MemoMan_

@CronicasAsfalto