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El Editorial VICE

Nuestro odio a los policías nos terminará estallando en la cara

EDITORIAL // Un petardo en Bogotá, un uniformado muerto, y un país dividido entre quienes condenan y quienes celebran el hecho.

La muerte del patrullero Albeiro Garibello Alvarado la semana pasada por cuenta de un petardo que estalló en el barrio La Macarena de Bogotá, aparte de ser una tragedia, es un diagnóstico. O lo es, por lo menos, la reacción dispar que ha habido frente al hecho.

De Garibello ya conocemos la historia: muerte cerebral primero, cuidados intensivos después y remate final en la madrugada del pasado miércoles 22 de febrero. Una vida menos en un país en donde nos matamos unos a otros a razón de 25,9 por cada 100.000 habitantes.

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Apenas la prensa registró el hecho vinieron las reacciones. De seguimiento a la noticia por parte de los medios, que no dudaron en exaltar las virtudes de la víctima: un joven ejemplar, decían, con 35 felicitaciones en su hoja de vida, proveniente de una familia humilde, cuya muerte despertó la indignación incluso del presidente Santos, quien emitió un grito de lamento a través de su cuenta en Twitter.

Pero también las hubo de regocijo por la muerte de un ser humano, provenientes de quienes odian a la Policía, que en este país suman miles: "Un tombo menos", "Se lo merecía el hijueputa", "No hay que llorar a un cerdo", "Los asesinos del Esmad llorando porque los matan a ellos", como se puede leer, en espacios mezclados entre Twitter, Facebook y comentarios de portales. En realidad, por todas partes.

El descontento sistemático contra la Fuerza Pública no debería ser lo esperado. Pero acá se entiende. Es entendible, de hecho, que muchos en Colombia la detesten. Y esa es una parte del diagnóstico. Para darse cuenta de ello no hace falta siquiera irse muy arriba en la cúpula de la institución y ahondar en escándalos recientes como la Comunidad del Anillo o las irregularidades en el programa de inteligencia Andrómeda.

El pueblo, buena parte de él, desprecia a la Policía por razones del día a día. Porque cuida a los ricos, como sucedió durante un mes en ese templo cercado en el que se convirtió el centro de Bogotá por las corridas de toros; por usar la fuerza de manera desmedida y repartir bolillo de forma gratuita a ciudadanos inocentes, como lo hizo un policía con un redactor de esta casa por el simple hecho de ir un domingo a almorzar en La Macarena; por venir el propio policía de entornos sociales de clase media o baja (la prensa siempre nos lo recuerda) y ascender aplicando a su antojo sus dosis de violencia: afronta con alevosía a un ciudadano tan corriente como el policía promedio, pero le teme al rico que le escupe dos frases en la cara para callarlo.

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Una investigación de Sebastián Lalinde, de Dejusticia, habla exclusivamente del acto de requisar. Como no hay regulación que lo trate, el vacío se llena a punta de arbitrariedades. "En Colombia –escribe Sebastián en un artículo de VICE de febrero de 2016– existe evidencia cuantitativa de que las posibilidades de ser interceptado por la Policía se duplican cuando las personas tienen tatuajes visibles, cicatrices en la cara, pinta de metalero, de rapero, de punkero".

Recordemos al joven grafitero Diego Felipe Becerra con la espalda abierta a tiros por rayar un muro en Pontevedra a mediados de 2011. Y el posterior y aberrante encubrimiento de los hechos, que tuvo a la familia de la víctima dando vueltas de un lado a otro durante cinco años. La infamia de que la Policía busque ocultar sus propios crímenes no es cosa de dos o tres manzanas podridas. En el caso de la Comunidad del Anillo nos dimos cuenta de que era sistemático, de que el asunto no está por ahí suelto en las manos de los bajos mandos.

El odio contra la Policía cabe en Colombia. No es que justifique la muerte de un ser humano, pero cabe. Y se entiende. Pero aunque quepa el odio también hay espacio para hacer preguntas que desde hace rato nos inquietan en la redacción de VICE: ¿Qué vía de diálogo tiene la ciudadanía con la Policía? ¿Qué hacen los gobernantes más allá de abusar de la legitimidad del Estado en su forma más brutal a través de un simple uniformado? ¿Por qué pensamos que los del Esmad son perros bravos que salen a pegarle a la gente como si fuera ese su plan de vida? ¿Qué hay de los jerarcas corruptos de la Policía, siempre intocables? ¿Qué injerencia tuvo la sociedad en decisiones erradas como la redacción del Código de Policía, que niega ciertos derechos?

Para estas preguntas todavía no hay respuestas. Nadie se las hace, nadie las contesta. Creemos necesario en este punto rechazar de plano la muerte del patrullero Garibello. Y rechazar la celebración que algunos hacen de ella. Aunque entendible el odio, este no puede tomar la forma de una nueva guerra en el corazón de la sociedad civil. Es necesaria una pausa para reflexionar y ver todas las alarmas que esta situación enciende.

No podemos seguir enfrascados en un debate entre ciegos. No pueden seguir sucediendo, tampoco, los atropellos que la Policía comete a diario contra una ciudadanía que la detesta. A la mecha le basta una chispa chiquitica para estallar.

* Este artículo se escribió y publicó antes de que el ELN se atribuyera el atentado en el barrio La Macarena.