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Así fue crecer en

Así fue crecer en: Tijuana

No sé cómo se ve Tijuana de fuera. Me consta que puede ser feo, peligroso y un lugar lleno de degenerados; no apto para criar a tus hijos. Supongo que mis padres pensaban lo contrario.

No sé cómo se ve Tijuana de fuera. Me consta que puede ser feo, peligroso y un lugar lleno de degenerados; no apto para criar a tus hijos. Supongo que mis padres pensaban lo contrario. Tijuana es una ciudad joven y podría decir que los 25 años que viví ahí fueron durante su pubertad incómoda.

Mi vecino era Jorge Hank Rhon. Había cientos de casas, entre ellas la mía, alrededor de su casino, su zoológico privado, su hipódromo, su hacienda y actualmente su estadio de fútbol y una plaza Galerías que está sospechosamente cerca de su terreno. Los osos y leones del magnate se escuchaban rugiendo todas las noches en la colonia, y cada par de años olía a perro quemado, supuestamente los galgos que envejecían. En este sentido, Springfield me recordaba a Tijuana, y el Sr. Burns a Hank.

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Hablando de Los Simpson, antes de que llegara la televisión por cable, contábamos con dos canales en español (adivinen cuáles) y diez en inglés que podíamos ver porque las repetidoras de San Diego estaban en la ciudad. Entonces, para mis amigos y yo Los Simpson siempre fueron The Simpsons y supimos mucho antes quién le disparó a Mr. Burns. Claro, veíamos El Chavo y esas cosas porque nuestros padres nos las presentaron, pero este acercamiento a la cultura norteamericana nos creaba ambiciones gringas desde muy jóvenes.

En el 93 hubo una tormenta que se llevó a media ciudad. Varias casas, incluyendo la mía, tuvieron que ser evacuadas y casi todas nuestras posesiones materiales se perdieron. También se perdieron muchos migrantes y vagabundos que vivían en el canal. Aún así, 22 años después, ahí siguen las nuevas generaciones de migrantes sin saber qué hacer. Hace mucho que acepté esta realidad: toda frontera tiene un lado más afectado que el otro. Por eso mis papás, religiosamente, nos llevaban tanto a San Diego.

Cruzar la frontera era una odisea de varias horas con dos objetivos: comprar y pasear. No había lugares en Tijuana para llevar a tus hijos, además de unos cuantos parques. Entonces, desde temprana edad, todos los niños clase-medieros aspirábamos al gringo. Red Lobster, Sea World, Toys R Us y todas esas mamadas nos encantaban.

Llegó el 94 y, además de la muerte de Colosio, la crisis le pegó duro a la frontera y la ciudad no estaba en desarrollo, ni siquiera empezando. Entonces cambiamos Red Lobster por FlautiPizza y Sea World por los toboganes rasposos de unas albercas en Tecate. Mis padres, como los de muchos otros, tardaron mucho en recuperar su estilo de vida. No era fácil mejorar tus oportunidades en una ciudad con tan mala imagen.

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Luego llegaron otros vecinos excéntricos. Los hermanos Arellano asistían a la misma escuela católica que yo. Claro, ellos salieron mucho antes y no nos tocó coexistir, pero el Instituto México trataba de enterrar el recuerdo de los narcojuniors que se habían creado en las mismas aulas en las que aprendí y desaprendí el catecismo.

En los alrededores de mi casa empezaron a ocurrir cateos militares, aparecían cuerpos en los parques y los niños dejaron de salir a jugar. Mis papás hicieron buena labor al tratar de blindarme de la situación. Fue años después que leí El Cartel de Jesús Brancornelas. Había unas cuantas copias del libro rolando por la escuela, y seguro decomisaron unas veinte donde los primeros capítulos mencionaban al instituto marista. Vivir en una colonia con el estigma de ser para fresas o narcos no ayudaba a la hora de tratar de convivir con otros niños.

Un día desperté con la voz diferente y pelos donde no había antes. Ser adolescente en Tijuana fue todo un trip. Empecé a conocer las partes icónicas de la ciudad hasta los 13 o 14 años. El centro era un panteón de curiosos que pocos gringos frecuentaban, dejándonos la ciudad sola para patinar y andar de vagos. Desde muy chavo te tocaba conocer dealers, prostitutas y vagabundos en tu día a día. Poco a poco fui olvidando el sueño americano y sintiendo más atracción hacia mi lugar de origen. Muchos de mis amigos se fueron a trabajar a tiendas de ropa en los malls de San Diego y luego a estudiar allá. Se regresaban todos los fines de semana cuando empezamos a salir a bares y fiestas, y eventualmente casi todos se regresaron por completo a empezar de cero. Hice una banda de post-punk con algunos de ellos y empezamos a organizar tocadas. Era divertido.

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Camino a un ensayo un día, escuché un tiro, y luego otro seguido de varios. Buscamos asilo en el techo de una taquería, donde esperamos casi una hora a que dejara de llover plomo. Fue un enfrentamiento entre militares y narcos al lado de una guardería. La guerra contra el narco de Calderón había llegado a Tijuana. Pero nunca dejamos que eso apagara las tocadas: había algo chido pasando con Unsexy Nerd Ponies (ahora María y José), Aeroplanos (ahora Glasmus) y mi banda Lux Post (de la cual se desprenden Los Macuanos y Vaya Futuro) compartiendo escenario cada mes, abriéndole a Pastilla, Quiero Club o Whitest Boy Alive. Se sentía como una escena genuina.

Siendo un morro cagapalos con complejo de rockstar, el día de nuestra última tocada le menté la madre a los organizadores por micrófono por habernos cortado el audio a media rola y me tiré a la alberca. Minutos después me acorralaron varios juniors afuera de la casa y me metieron la madriza de mi vida. Me amarraron un cinturón al cuello y me trataron de meter a una camioneta cuando llegó mi amigo DJ Wero y los calmó, no sin que antes me dieran un cachazo en el ojo con el mango de una pistola. Y de nuevo, la ciudad se convirtió en un cementerio del cual pude haber sido parte. El movimiento musical que habíamos generado murió precipitadamente gracias a la violencia de la ciudad, pero la esperanza resurgió en forma de beat.

Empezó a sonar la música electrónica, comenzaron las fiestas en casas y nació el Ruidosón como respuesta a la inseguridad y a la falta de tradiciones mexicanas en Tijuana. Traíamos nuestra propia fiesta constante, empezamos a ir a la Zona Norte y descubrimos la mala vida. Los bares de la ciudad eran famosos por ser hoyos funky donde todo se valía, y ahí aprendí mucho, sobre todo a dejar atrás prejuicios. Finalmente, los chavos se hartaron de la Zona y la Calle Sexta del centro se convirtió en un mini-strip de fiesta donde pasamos los mejores y peores momentos de nuestra recién entrada adultez.

Estos últimos años fueron los mejores. Regresé al ámbito musical como videógrafo tras conocer a Juan Cirerol y llevarlo a tocar a Tijuana, primero a taquerías y luego a tocadas. Fue un alivio que regresaran las tocadas. Me mudé más cerca del centro con varios amigos, y comenzó el renacimiento de la ciudad. A pocos metros de mi casa nacieron los Tacos Kokopelli y Das Cortez, dos negocios de chavos de mi edad que empezaron como changarros de esquina y ahora son de las franquicias locales más exitosas. Esto desató un fenómeno de iniciativa ciudadana que sigue vigente a la fecha.

Ahora vivo en la Ciudad de México. Dejé Tijuas por varias razones, la principal siendo que ya no tengo nada que hacer allá. Pero la dejé en su mejor momento, en el que la gente de Tijuana está sintiendo un orgullo desmedido por todo lo local, especialmente por los Xolos, que al ascender a primera división, dio pauta a los ciudadanos para vandalizar la ciudad… como buen episodio de The Simpsons.

No sé si Tijuana fue un buen lugar para crecer, pero bueno, lo bailado nadie me lo quita.