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Un lugar en donde caminar da miedo

Ahora que un segundo grupo de víctimas llega a La Habana, y que entre ellos se encuentra un afectado por minas antipersonal, aprovechamos para recordar la historia de uno de los municipios más afectados por estos artefactos.

Todas las fotos por la autora. Los testimonios de este reportaje fueron recogidos durante el rodaje de un documental para el Centro de Memoria Histórica, en conjunto con la Universidad Mariana de Pasto y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). El proyecto busca empoderar a las víctimas rescatando la memoria de sus historias.

Acá la vida se juega en un paso; una pisada en falso y explotas.

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De repente, en un punto de la carretera que conduce a la costa pacífica, la cordillera se abre formando dos montañas que rodean al pueblo. En una de ellas alcanzo a leer: “Bienvenidos a Samaniego”.

—Antes había una bandera de las FARC sobre las letras. Alrededor tenían todo minado para que nadie la bajara— me dice Marta Andrade, representante legal de la Asociación de Mujeres Forjadoras de Vida, y me señala la otra montaña—. De una a otra se daban plomo.

El sol baña el paisaje nariñense, las frutas cuelgan de las carpas rojas y la plaza empieza a llenarse de personas que se acercan a los puestos para pedir jugo fresco y empanada de añejo. “Qué calma”, pienso.

En un segundo, la tranquilidad se enturbia. Varios militares atraviesan el lugar, bloquean las calles que llegan al centro y se ubican en los puestos de control que están en las esquinas de la plaza.

La plaza de Samaniego, aún con puestos de control. 

Los tomates de árbol

En los caseríos de la montaña las paredes están rayadas con mensajes como  “ELN, la lucha continúa” y “Frente 29-FARC”. A lo largo de la carretera veo los rezagos de cultivos de coca, y uno que otro motociclista que, según me dicen algunos habitantes de la zona, son guerrilleros.

Vamos a visitar a María Estella Hernández, en Chuguldí. Para llegar a su casa hay que atravesar un sendero rodeado de cultivos de tomates de árbol. Las piernas me tiemblan.

—No te apoyes en los lados, no te acerques a los árboles frutales, no sigas los pasos de alguien porque la mina puede moverse, y no pises paquetes de papas, cables, o cualquier objeto que pueda estar cubriendo un explosivo—, me advierte Juliana Valencia, una de las investigadoras de la Universidad Mariana.

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Dar un paso por estos lugares es la cosa más aterradora. En cualquier momento se activa una mina… no hay garantía de no caer. Tengo la mirada fija en el piso y de vez en cuando me quedo estática para alzarla y ver el increíble paisaje. Pierdo el equilibrio con facilidad y me resbalo. "Aquí fue", pienso. Cada paso está acompañado de temor, porque con cualquiera llega el "aquí fue".

El conflicto venía recrudeciéndose desde 2000, con la llegada de los paramilitares a la zona. Pero, entre 2006 y 2009, los frentes guerrilleros Comuneros del Sur del ELN, 29 de las FARC (que dominaban la zona desde los 80s), el Bloque Central Bolívar y los Libertadores del Sur de las AUC, intensificaron los ataques por el control del territorio, debido a que la presencia del Ejército Nacional aumentó. Los campos fueron minados por los grupos subversivos con el fin, primordialmente, de evitar que los cultivos de coca fueran erradicados.

Según el Programa Presidencial para la Acción Integral contra Minas (Paicma), durante este periodo, 95 civiles y 28 miembros de la fuerza pública cayeron en minas antipersonales. Hasta el año pasado, según un informe de las Naciones Unidas, Colombia encabezaba la lista de países con mayor número de víctimas de estos artefactos.

Hoy, muchas siguen activas.

Los campesinos tienen miedo a pisar sus propios campos.  

—Hubo un tiempo en el que era una dicha andar por acá. Salíamos a la madrugada, los hombres sabían llevar guarapo (aguardiente de caña) y nosotras agua de panela—, recuerda María Estella, mientras señala los caminos que se marcan en la montaña. —Desde lo que pasó con mi hijo ya no se anda tranquilo.

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Hace cinco años, Francisco trabajaba con su amigo Christian en la vereda de Buena Vista. Ambos conocían las reglas del minado: de 6AM a 6PM los campos estaban libres para ser transitados; después de estas horas, los guerrilleros, decían, pasaban a activar las minas.

Pero, ¿cómo saber en dónde ponían cada mina?, ¿cómo cerciorarse de que estaban desactivadas si, en su mayoría, eran artesanales, hechas con jeringas de farmacias, restos de balones de básquet y tubos de plástico?

Eran las 8AM y cayeron en una mina.

—Verá, fue el 10 de febrero de 2009. Íbamos saliendo de una finca y nos agarró. Yo iba primero. Sentí cómo la explosión me jaló para atrás el pie—, recuerda Francisco.

—Él me gritaba que le amarrara el pie, pero yo no podía. Me tocaba la cara y trataba de abrirme mis vistas con las manos y no miraba nada—, dice Christian Melo, quien, desde ese día, es invidente.

—Christian quedó loco por el explosivo, las vistas llenas de tierra, y yo botaba sangre e intentaba amarrarme con la sudadera. No tuvimos de otra y nos pusimos a gritar.

—Yo estaba llenando un canastico de maíz y ya iba llegando a la casa cuando pum, una mina, oiga. Sentí los gritos y creí que era mi hijo. Corrí hacia ellos— comenta Gilberto Andrade, un campesino del Vergel, que salvó la vida de los dos niños— y grité para que vinieran a ayudarnos del otro lado del río. Usamos unas ramas para hacer las balsas.

—Nos tuvieron que llevar en un botecito de matas por el río, porque el monte estaba minado. Ya eran las seis de la tarde cuando conseguimos transporte a Samaniego. Ahí me pusieron suero porque ya no tenía valor y no recuerdo más. Ahora tengo una prótesis que me molesta mucho y ya no puedo trabajar.

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—Llegamos a las tres de la mañana a Pasto. Me dijeron que mi visión estaba perdida por completo. En ese momento yo no quería saber nada, pensaba que habría sido mejor que esa mina me hubiera quitado la vida. Pastoral Social y la OEA me ayudaron en la parte sicológica. Ya sé cómo manejar mi vida y tengo muchos ánimos y ganas de estudiar una carrera profesional—, comenta Christian.

Christian tomó una rehabilitación de seis meses en el Centro de Rehabilitación Visual Integral en Bogotá costeado por la OEA.

Como si el asunto no hubiera sido ya lo suficientemente cruel, los comandantes guerrilleros pasaron a cobrar la mina.

—Vinieron a decir que teníamos que pagar $1'500.000 (al rededor de diez mil pesos mexicanos). Yo les dije que les conseguía la plata si me dejaban el pie de mi hijo como estaba. Nunca pagué, ni lo haré. Ellos no tienen conciencia del pobre humano, las van poniendo no más, pero les ha de costar billete que después vienen y cobran.

Armar un mina de esas cuesta $20.000 o $30.000 (entre 130 y 200 pesos); desarmarla, millones (miles de pesos).

El sancocho de plátano

Es domingo en El Decio, una de las veredas más afectadas por el confinamiento. La comunidad se reúne en la iglesia. Los cantos religiosos de la procesión se mezclan con las carcajadas de unos tipos que están sentados en una tienda, echando cerveza, mientras vigilan la cancha, la iglesia y a mí, que ando por ahí tomando fotos del paisaje.

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Uno de ellos se me acerca.

—¿Qué está grabando? Déjeme ver.

—La niebla que viene de la montaña. ¿Ve? Nos está cubriendo y se ve bonito en la foto.

Menos mal que no lo había grabado. Muchos miembros de la guerrilla andan, por estos días, de civiles. Sin embargo, están atentos a todo lo que suceda por fuera de la rutina del pueblo.

Llego a la casa donde está reunida la comunidad. Ebitelia Cárdenas, habitante y víctima, pela los infaniles (un tipo de plátano) para el sancocho que repartirán en el pueblo.

La comunidad de El Decio estuvo confinada durante más de un año. Muchas veces les tocaba bajar por el monte para llegar a las casas de los vecinos. 

—Había días que explotaban hasta cinco minas, a 20 o 25 metros de la casa. Hubo noches amargas en las que estallaban tantas alrededor, que nos tocaba amanecer debajo de la cama—, dice, dándole vueltas al plátano sin poder pelarlo, absorta en su recuerdo.—Nosotros no vamos a poder olvidar esto nunca, pero los muchachos que las pusieron, muchos viven por aquí y nos toca convivir.

Cuando en 2004 el asunto empezaba a agravarse, las comunidades del municipio  propusieron el “Pacto Local de Paz”. Las AUC, las FARC y el ELN acordaron el cese al fuego y un primer desminado humanitario. Sin embargo, al siguiente año, el presidente Álvaro Uribe, a través de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz, prohibió cualquier tipo de acercamiento con los armados ilegales. Después de esto todo empeoró, hasta 2010.

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—Nosotros no nos vamos a quedar en el lamento, porque nos hemos dado cuenta de que la comunidad es más fuerte —dice María Dina Melo, líder de la comunidad de El Decio y concejal de Samaniego—: queremos que se haga el desminado humanitario porque acá se hizo un desminado militar, pero desminaron por donde ellos iban y todavía hay muchas minas activas cerca a la población civil. La prueba está en que, este año, ha habido tres víctimas civiles y un soldado.

El desminado humanitario es el proceso de desactivación de minas, pero no sólo en los sectores de combate, sino en las zonas por donde transita la población civil. Para esto, se necesita un diálogo entre víctimas y victimarios, en el que los bandos se comprometan a no involucrar a la población en medio del conflicto.

Empiezan a repartir el sancocho. Todos comemos mientras nos resguardamos de la lluvia. Las personas se acercan a preguntarnos si pueden irse con nosotros para Samaniego, pero ya somos demasiados en el carro.

Al Decio suben, aproximadamente¸ dos jeeps al día. No hay alcantarillado ni hospital. El lugar con mayor número de víctimas por minas está a dos horas de la zona urbana, la movilización es casi nula y las condiciones de vida no son las más favorables para poder salvar a alguien que caiga sobre uno de estos artefactos.

El Águila de la Sierra

El conflicto armado en Samaniego ha reunido todos los hechos victimizantes que se contemplan en la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (1448 de 2011); una población del sector montañoso que ha sido desplazada, confinada y extorsionada.

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—La comunidad se ve inmersa en la mitad del conflicto porque cuando entra el ejército, los grupos al margen de la ley atacan y la población queda en el medio. Cuando estás entre la guerra no te queda otro camino que salir a salvar tu vida y la de tu familia— dice Geovanny Cárdenas, coordinador de la Mesa Municipal de Víctimas, mientras nos enseña el barrio en el que viven él y cincuenta familias desplazadas.

La mayoría de familias que viven en este caserío son víctimas revictimizadas; en gran parte, desplazadas anteriormente del Putumayo. 

El lugar está montado con casas de madera sobre la punta de una montaña. Uno de los habitantes nos ofrece limonada y nos invita a conocer al Águila de la Sierra.

Milton Vallejo, compositor de música norteña, arranca a cantarnos una de sus canciones.

En un rincón de mi pueblo, allá en donde vivía, ahí me crecí muy solito porque padre no tenía, porque unos perros malditos le habían quitado la vida.

Y sigue la melodía contando cómo, el Águila de la Sierra, desde los 11 años, ha estado en medio de la violencia.

La música ha sido su voz de lucha contra la violencia.

—A mí me desplazaron en febrero de 2007 —narra Porfirio Andrade, presidente de la Asociación de Víctimas de Minas. —Yo vivía en el Madroño, a las afueras de Samaniego. Me fui a trabajar y me agarró ese presentimiento. Eché a correr y caí en una mina. Me quedé quitecito porque sabía que donde había una, sembraban más. Ahí bajaron unos armados a ayudarme y me dijeron que no volviera hasta nuevo aviso.

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Porfirio se fue con el cinturón que le había quedado puesto de la explosión, el ropaje destruido y un oído roto. No ha vuelto.

¿Y ahora, qué?

Actualmente ha cesado un poco la violencia en Samaniego. A las puertas de un posible acuerdo para la terminación del conflicto entre las FARC y el gobierno, las víctimas están trabajando en su reincorporación a una nueva vida…ahora tendrán que convivir con el enemigo y dejarlo de ver como tal.

—Yo creo que es por estos diálogos que se están llevando a cabo en La Habana que los niños están volviendo a salir a la calle. Si un exguerrillero atiende este puesto de juguitos, los huiquences lo acogemos. Nosotros no somos rencorosos. Es eso, o seguir como estamos —dice Marta, representante legal de la Asociación de Mujeres Forjadoras de Vida—. Ahora pienso que tenemos la esperanza de que se firmen estos diálogos para que Samaniego vuelva a la tranquilidad que tenía.

Cuando las guerrillas llegaron en los 80s, se paraban en esta plaza y repartían plata a los más pobres. Tal cual, como Robin Hood. 

Los diálogos de paz en La Habana, que están trayendo una paz aparente al municipio, empezaron a tratar el tema de víctimas a partir de esta semana y continuarán durante cuatro rondas más.

—Nosotros nacimos en este conflicto y deberíamos aportarle al máximo a la construcción y a la transformación de las realidades, pero desde una reparación integral, con las víctimas y victimarios— explica Geovanny.

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Los líderes y la comunidad están concentrados en una era de post-conflicto en donde lo fundamental es la reparación integral de las víctimas.

—Acá hablan de post-conflicto, como que ya ha pasado todo, pero en nuestro municipio no se han reparado a las víctimas; no les llegan las ayudas, no les han tomado el testimonio —dice María Dina—. Tenemos arraigo a nuestro territorio, no queremos que nos vuelvan a desplazar, no nos gusta vivir de las migajas que nos da el Estado.

La disposición de las víctimas está y, al parecer, los combatientes están mitigando sus ataques. El problema es que hace falta acompañamiento en la parte sicosocial, que no está bien contemplada dentro de la Ley de Víctimas. Muchas de ellas no han sido atendidas desde la parte de sus sentires, de cómo hacer los duelos o de su reincorporación a la vida cotidiana.

El pueblo huiquense

El Samaniego de hoy atraviesa una paz que se siente pasajera, como si pendiera de un hilo. Los chulos (cierto tipo de pájaros) sobrevuelan el lugar cerca de las cuatro de la tarde, cuando se acaba la jornada en el matadero, que queda en la montaña diagonal al pueblo (donde está el cementerio).

El narcotráfico todavía está latente. En un restaurante común se almuerza una bandeja completa (con postre y jugo) por cinco mil pesos (poco más de 30 pesos mexicanos). Pero, a la vuelta, hay una tienda que vende zapatos Adidas originales de 300 mil (dos mil pesos) y edificios de tres pisos y vidrios oscuros (completamente remodelados) con la música a todo volumen.

Aún así, hay calma.

Samaniego me despide mientras vuelve a perderse en esas montañas que han sido testigos de tanto dolor. El pueblo huiquense se queda aguardando por una paz que aún no llega.

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 @Natalia9177