FYI.

This story is over 5 years old.

La pura puntita

Escritos para desocupados

‘Mate a su jefe: renuncie’ y otros maravillosos textos para el ocioso que quisieras ser.

Una de nuestras editoriales favoritas Sur+, acaba de publicar el libro de ensayos Escritos para desocupados, de Vivian Abenshushan. Este volumen se dirige a esos seres fabulosos que seguramente tú (estudiante, oficinista, o lo que rayos sea que hagas para ganarte la vida) matarías por ser: un ocioso de altura. Además el boletín que envió Sur+ dice cosas tan esperanzadoras de este libro que no pudimos evitar reproducir un fragmento: “Refractarios al evangelio universal de la productividad, estos textos rebeldes están dirigidos a todos los jefes de departamento, freidores de papitas, oficinistas de tribunal, cajeras y celadoras (pero también a los escritores y trabajadores del cognitariado) que deseen desertar del yugo de una vez por todas. ¡Un alegato contra el trabajo contemporáneo! ¡Una invitación a matar al jefe (simbólicamente hablando)! ¡Un llamado de atención sobre las nuevas condiciones de explotación a la que somos sujetos! Y también: un recuerdo sobre nuestro derecho inalienable al ocio auténtico, no secuestrado por el consumo”.

Publicidad

¿A poco no suena a miel? Acá les dejamos “Mate a su jefe: renuncie”, que abre el libro.

Vivian Abenshushan (Ciudad de México, 1972). Es ensayista, narradora y editora. En una arriesgada y entusiasta carrera hacia el No-Hacer (siempre en tensión con sus secretos impulsos de hiperactividad), renunció a los 25 años a la academia, a los 32 al trabajo forzado y a los 33 fundó la editorial independiente Tumbona Ediciones, bajo el lema lafarguiano: “El derecho universal a la pereza”. También es cuentista y está interesada en el intercambio con otras disciplinas, creó en 2001 el Laboratorio de Escritura Expandida, un taller itinerante y multidisciplinario que explora las correspondencias entre distintos lenguajes (poesía sonora, escritura en acción, escritura visual), descrito por ella misma como “una mezcla de exaltación, irreverencia y visiones súbitas”. Actualmente forma parte del Programa de Escritura Creativa de la Universidad del Claustro de Sor Juana.

Mate a su jefe: renuncie

La riqueza de la supervivencia im­plica la pauperización de la vida.

Raoul Vaneigem

I. ¡Pare de sufrir!

¿Siente usted que trabaja cada vez más y tiene cada vez menos (tiempo, dinero, deseo, ímpetu)? ¿Cree que sus vacaciones son demasiado cortas o demasiado caras o demasiado aburridas? ¿Ha sentido, al menos una vez en la vida, el deseo de llegar tarde al trabajo o de abandonarlo antes de hora? ¿Es usted un trabajador autónomo (un free lance) y cada mes su vida pende de un hilito? ¿Cuántas veces ha dejado de pagar impuestos por olvido, por fal­ta de tiempo, por insubordinación? ¿Ha pensado que las horas que tarda en desplazarse al trabajo y en regresar a su casa podría emplearlas en hacer el amor? ¿Desde qué edad es usted un mul­tiempleado? ¿Tiene seguridad social? ¿En qué piensa usted durante las horas muertas de la oficina? ¿Aborrece a su patrón? ¿Cuántas veces le ha ocurrido que, incluso estando fuera del trabajo, sólo puede pensar en el trabajo? ¿Sospecha usted que aun si trabajara los domingos nunca tendrá una vivienda propia? ¿Cuántas horas de su tiempo libre dedica a mirar la televisión? ¿A hojear catá­logos de mercancía? ¿A gastar su sueldo? ¿A leer? ¿A no hacer nada? ¿Cuántas veces ha deseado estampar en la cabeza de su jefe el recibo de su salario? ¿O acaso es usted un productor de bienes inmateriales (un trabajador creativo) sin jefe, sin contrato, sin sa­lario? ¿Le estremece pensar que lleva una eternidad sudando la gota gorda a cambio de un stereo all around que nunca usa, por­que no tiene tiempo para usarlo? ¿Realiza labores de tres o cuatro personas por el sueldo de una? ¿Desde cuándo padece usted la nueva precariedad del cognitariado? ¿Duerme bien? ¿Ha tenido la mala suerte de trabajar para alguien que nunca le pagó por sus servicios? ¿Desea abandonar su empleo pero teme dar un salto al vacío o quedarse sin jubilación? ¿Cuántos libros ha dejado de comprar en los últimos cinco años, porque si lo hace, no llegará a fin de mes? ¿Y aun así no llega a fin de mes? ¿Se pregunta si tiene remedio todo esto? ¿Qué puede hacer? ¡Pare de sufrir! mate a su jefe: renuncie…

Publicidad

II. Un esténcil me apunta con el dedo (crónica de buenos aires)

Fue a finales del 2004 cuando pasé una larga temporada en Bue­nos Aires, donde proliferaba el rotundo arte del esténcil: el mi­crocentro se desplomará / war disney / no al código hijos / el consumo nos consume / se cayó el sistema. Síntesis y humor negro y un efecto estético punzante, el temblor neuronal de un cambio de luces. Despertate, decía otro oráculo callejero bajo la alarma de un enorme reloj de cuerda, para advertir sobre el estado de embotamiento al que había llegado la sociedad post industrial. El 2000 había sido el año de la explosión estencilera en BsAs, como si las gotitas del aerosol —unas gotitas furiosas y casi siempre lúcidas— anunciaran la tremenda sacudida que se vendría. Y en efecto, el ramalazo financiero llegó pocos meses después de que la clase media urbana hubiera comenzado a es­tampar sobre los muros de la ciudad su total desconfianza hacia el sistema y sus precios dolarizados: su vida peligra, anunciaban unas figuras silueteadas en uno de los esténciles más ominosos y bellos de Palermo.

Viajé a Buenos Aires en busca de los libros que ya no encontra­ba en México, del cine que aquí nunca vería (el de Mariano Lli­nás, por ejemplo) y del talante ácido, inconforme, arriesgado del porteño post corralito. Estaba huyendo, en suma, de la frivolidad imperante de la literatura mexicana, en cuyos tentáculos comen­zaba a enredarme estúpidamente. Había caído en una trampa y lo sabía: después de varios años de escritura en la sombra y miseria funcional, me había llegado la hora de buscar un empleo y un sueldo fijo y lo hice incluso con entusiasmo. Pero el principio de realidad siempre es terrible. Muy pronto descubrí que el trabajo es un purgatorio inútil, sobre todo si se trata de venderle el alma a la industria cultural —una industria tan salvaje como cualquier otra— que en las últimas décadas ha adoptado un abominable esquema leonino: horarios del siglo xix, subsueldos, impuntua­lidad en los pagos, ningún contrato ni prestación social, ningu­na garantía; o cosas aún más graves, como toda esa mercadería desesperada y a menudo obscena a la que se ha entregado sin reserva, la promoción de una cultura homogénea en su nivel más bajo, el desprecio soterrado hacia el pensamiento y la escritura, el culto al pop más ramplón… Crucé la industria de un extremo a otro, desde festivales de libros (con cantautores que se hacían pasar por escritores), hasta revistas culturales (donde cualquier categoría estética era suplantada a diario por las categorías del departamento de ventas).

Publicidad

Sin ningún tipo de gratificación intelectual, todo aquel sacrificio me parecía una simple forma de explotación. No sólo eso, tra­bajaba de mala gana cerca de diez horas diarias en medio de un ambiente asfixiante y lleno de falsas pretensiones (con demasia­da frecuencia escuché esas dos perlas del idioma que definen la ideología de mi generación: “posicionamiento” y “aspiracional”), respondiendo a intereses que no sólo no eran los míos, sino que contradecían violentamente mi idea —una idea acaso demasiado  romántica— de la literatura. En medio del desánimo dejé de es­cribir y comencé a sentirme enferma. Los domingos sólo quería ver partidos de la liguilla y comer pollo rostizado frente al tele­visor. Me había convertido en el vivo retrato de lo que Adorno llamó “el monstruoso aparato de la distracción”: hordas de hom­bres acumulando jornadas de trabajo, para obtener su cuota de vacío en “el ínfimo paraíso de los fines de semana, donde la gente comulga en la fatiga y el embrutecimiento” (Vaneigem). El día que tuve que entrevistar a Juanes supe que estaba tocando fondo.

Tal vez por eso, en cuanto llegué a Buenos Aires hasta la basura que se acumulaba en sus calles (había una huelga municipal) me pareció atractiva. Ahí las cosas parecían ocurrir de un modo dis­tinto, con más librerías, mejor cine nacional, más literatura (pro­liferante, incisiva, vigorosa), menos glamour de por medio. Ahí la cultura no parecía un objeto de lujo en disputa ni una carrera burocrática ni un desierto mediatizado. Ahí la literatura te saltaba encima como las moscas, o sea, como algo natural y ligeramente incómodo y perturbador. Leí a Copi, descubrí a Cucurto, vi la versión cinematográfica de Pornografía de Gombrowicz, encon­tré cientos de libros que nunca llegarían a las cinco librerías que sobrevivían entonces en el DF. En uno de ellos, Aguafuertes por­teñas de Roberto Arlt, decía: “¡Digan ustedes si no es lindo vagar! Hay quienes sienten la vagancia, no como el no hacer, sino como un placer físico, una alegría profunda… Y es que en todo vago, aun el más atorrante, hay una naturaleza contemplativa”. Así comenzó a rodearme toda esa fiesta antilaboral, todas esas ediciones de La Marca Editora, como el libro de Hakim Bey, Zona Temporalmente Autónoma, un pasquín que devoré a la sombra de un árbol en Boedo, o la antología Con el sudor de tu frente: argumentos para la sociedad del ocio, con Séneca a la cabeza. Leía en los parques y en los cafés y en las librerías, compraba libros a montón, me de­dicaba a la vagancia. ¡Tenía tanto tiempo y tan poco dinero! Así debería ser la vida, pensé, simple, barata, ociosa, con tiempo para ser uno mismo.

Publicidad

Una tarde, mientras caminaba hacia San Telmo (era domingo y las calles estaban desiertas, sucias), encontré sobre un muro des­cascarado un esténcil que parecía apuntarme con el dedo: Mate a su jefe: renuncie. Se trataba del rostro de Mr. Burns, el ca­pitalista siniestro de Los Simpsons, asomando la nariz entre el cochambre de la ciudad. Me quedé helada, como si bruscamente todos mis sentimientos ocultos hubieran encontrado en él una expresión nítida: renunciar, eso debía hacer al volver a México. Tomé una foto de Mr. Burns (en realidad, tomaba fotos de todos los esténciles: me había convertido en turista de los muros) y me marché.

Como ocurre con todos los libros que han dejado una impre­sión turbulenta en nuestro ánimo, no he dejado de preguntarme desde entonces en dónde radicaba el poder de aquella frase. Tal vez, lo pienso ahora, en que proclamaba no sólo la revolución contra los checadores de tarjeta, sino el alzamiento contra la frus­tración autoimpuesta y el conformismo. Pero lo mejor de todo era que, en medio de una de las peores crisis de desempleo en Argentina, la pinta tenía la desfachatez de promover la renuncia en masa. No se trataba de ironía, sino de un revival del no tra­baje nunca, la proclama situacionista que apareció en los muros de París en 1953, lanzando una crítica radical hacia el carácter insaciable de la economía de mercado, donde la productividad es esclavitud bajo la apariencia de una dicha pasajera.

Publicidad

No es extraño que una pinta así apareciera en el “París de Amé­rica”. Durante la década de los noventa, Buenos Aires se ostentó como la capital latinoamericana del rat race, compitiendo absur­damente con Londres, Nueva York y Roma, las ciudades más ca­ras del mundo, donde es necesario trabajar quince horas diarias para pagar un cuarto-ratonera. La supervivencia había sustituido a la vida, pero de todos modos la juventud porteña, la burguesía ilustrada, los escritores, los amantes del shopping parecían felices entre tanto confort de ensueño. Quizá por eso, la debacle argenti­na encarnó tan plástica y trágicamente la corrosión del bienestar contemporáneo y la fragilidad de sus falsas aspiraciones.

III. Que trabajen los enfermos

Nunca antes como ahora se había vuelto tan necesaria la actua­lización del viejo proverbio chino: “Si el trabajo lo enferma, deje el trabajo”. Pues ¿qué otra cosa representa la productividad sino una degeneración del empleo, una compulsión malsana y auto­destructiva? Basta mirarse en ese espejo cotidiano multiplicado al infinito: miles de workaholics solitarios, de mujeres exhaustas que ya no hacen el amor, de jóvenes consumidos por el desencanto y cuya única esperanza se reduce a que llegue el día de la quince­na. La noción de futuro es una noción empobrecida, su vigencia es de una semana y aun así la gente se sacrifica diariamente por ella, por la jubilación o el crédito hipotecario o la cuota vencida del estercolero donde irán a parar sus restos cuando muera. El sistema de apartado en el cementerio es un fenómeno altamente revelador de esta época suicida, lo mismo que la reacción de an­siedad laboral con la que responden los asalariados ante las lla­madas insistentes de los empresarios de la muerte: “Sea previsor: no se convierta en un lastre para su familia”. Lejos de escandalizarse o sentir por lo menos escalofríos, los empleados de marras, los auxiliares administrativos, las recepcionistas, los agrimensores, los celadores, los freidores de papitas, los supervisores de sección, los oscuros ofi­cinistas de tribunal, los que persiguen todos los días la chuleta, se ponen a trabajar horas extra después de escuchar las palabras ominosas, como si de esa forma agregaran un poco de tiempo a su cuenta regresiva. Tanta gente sudando la gota gorda para pagar a plazos un departamento y un ataúd de las mismas dimensiones ¿no es acaso una imagen aterradora?

Trabajar y morir fueron los castigos divinos por probar el fru­to prohibido y los hombres hemos vivido siempre tratando de escapar de ellos. ¿Por qué ahora nos lanzamos histéricamente a los brazos de nuestros verdugos? Hemos visto en los últimos cien años una de las conversiones más embusteras de la historia, la transformación de la maldición bíblica (“Ganarás el pan con el sudor de tu frente”) en la búsqueda voluntaria de autoflagelación (“Trabajo, luego existo”). Quizá por eso, el día que mandé a mi jefe al matadero, todos los fieles del yugo me miraron con des­precio, casi incluso con horror. Y es que desde el siglo xix una nueva moralidad, la moralidad del dinero, proclamó el pecado de “perder el tiempo”. Se acabó la era contemplativa, sólo queda la televisión. Pero yo les digo a todos los que me miran con alarma que son ellos quienes me preocupan. O como sentencia aquel di­cho que escuché a un chileno: “Si el trabajo es salud, que trabajen los enfermos”.

Lee más adelantos en nuestra columna, La pura puntita.