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Distrito Feral

Casi se me pudre la pierna en una isla de Indonesia por una infección tropical

Antes de viajar a parajes exóticos te preparas para lo peor: malaria, encefalitis japonesa, tifoidea... Pero nunca piensas que podrías agonizar en una isla remota.

Miras tu reloj con desgano. Su lectura resulta bastante estúpida. Llevas poco más de un día entero sentado con las rodillas entumecidas conforme los husos horarios se hacen añicos bajo el avión. Meditas sobre el jet lag involucrado en dar media vuelta al globo terráqueo. La serie de vuelos Madrid-Estambul, Estambul-Doha, Doha-Kuala Lumpur y de ahí a donde sea que te encuentres ahora, han ido incrementado exponencialmente tu grado de incomodidad. Sudas profusamente, múltiples comidas de catering aéreo te hinchan las tripas y la contractura que castiga tu cuello te hace comprender por un momento cómo se deben sentir los parapléjicos.

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La voz del piloto interrumpe tu estupor: "Señores pasajeros, nos encontramos próximos a aterrizar en Denpasar. La temperatura en tierra es de treinta y dos grados centígrados y se esperan fuertes lluvias. Les recordamos que en Bali, como en el resto de Indonesia, el consumo o posesión de drogas ilegales se castiga con pena de muerte. A nombre de toda la tripulación les agradecemos su preferencia y esperamos contar nuevamente con su distinguida presencia a bordo de Air Asia".

Te asomas por la ventana con ojos arenosos mientras absorbes la información. Analizas mentalmente la posibilidad de que una bacha se te haya forevereado en algún lugar del equipaje. Sería, con toda seguridad, la forma más pendeja de morir.

Estamos en noviembre. Lo que en el país con la mayor población musulmana del planeta significa tiempo de monzón. La decisión de viajar en tales fechas no es casualidad. El temporal tiene como consecuencia que la mayoría de visitantes extranjeros se abstengan de arruinar el paisaje. Y con el segundo día de tormenta sin interrupción en Bali, te queda completamente claro el porqué de la temporada baja.

Por suerte los planes sólo incluyen un par de noches en la famosa isla budista que hoy en día pareciera una desafortunada mezcla entre lo peor de Cancún y lo más esotérico de Tepoztlán. Playas de turismo masivo. Versiones grotescas del Sr. Frogs alternadas con tiendas de surf. Alcohol adulterado. Spring break perene. Party Animals ahogados desde las once de la mañana. En fin, todas las maravillas del desarrollo vacacional que satisface a europeos gordos, australianos recién graduados y gringos living la vida loca

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Claro que Bali también tiene su lado llamativo. Pueblos perdidos entre arrozales verde esmeralda, templos acuáticos, arquitectura evocativa devorada por vegetación desbordante, volcanes semiactivos y algunos buceos memorables. Pero la verdad es que todo eso se puede ver en unos cuantos días y uno no viajó hasta este rincón salvaje del mundo para quedarse varado en la más turística de las cerca de diecisiete mil islas que componen el archipiélago indonesio. No señores. Para ser testigo de una de las zonas más biodiversas del planeta hay que ir un poco más lejos. En este caso a tres horas en avioneta hacia el este. El lugar al que nos dirigimos se llama Sulawesi y figura como la onceaba isla más grande del mundo.

Si se observa sobre el mapa Sulawesi, o Célebes para los colonizadores holandeses, tiene la forma de una gran letra K: cuatro largas penínsulas selváticas que convergen en un escarpado núcleo montañoso. Si pusiste atención en tus clases de biología de la prepa quizás la conozcas como Wallacea; pues fue en este sitio que el gran Alfred Russel Wallace realizó buena parte de sus investigaciones.

¿Por qué venir? Bueno, para empezar porque, gracias a su formación geológica, la isla figura como la frontera biogeográfica entre Asia y Oceanía y presenta una de las biotas más extravagantes que se conozcan. Entre sus fieras más emblemáticas podemos encontrar al cangrejo del coco, el artrópodo terrestre más grande que existe, que con su cuerpo azul morado, como de langosta, con facilidad alcanza el tamaño de un perro salchicha. O la bizarra babirusa, cerdo de monte cuyos colmillos crecen sobresaliendo de la trompa y trazando un arco de ciento ochenta grados se incrustan sobre su frente. También hay tarsios, pequeños primates nocturnos que presentan ojos tan grandes que no pueden ser rotados; calaos, pájaros enormes con picos protuberantes que eclipsan incluso al del tucán; macacos negros, pitones reticulados, geckos azules, cobras y fósiles vivientes como el celacanto.

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Babirusa.

Por si esto no bastara, en la isla también pueden ser observados los rituales funerales más exagerados. En el área de Tana Toraja los cadáveres de los recién difuntos son conservados inyectándoles formaldehído hasta que toda la familia puede ser reunida. Siendo que los árboles genealógicos en ocasiones constan de más de mil integrantes, la espera puede prolongarse por varios meses. Fijada la fecha, los asistentes se entregan a siete días de sacrificios rituales. En los primeros días se matan cerdos; si el occiso era importante, se sacrifican hasta doscientos ejemplares. En los días subsecuentes toca el turno a los búfalos de agua, pudiendo sumar hasta trescientas cabezas de ganado. Se dice que hace tres siglos también se decapitaban humanos. Después los restos del muertito son colocados en el interior de una cueva panteón.

Y no hay que dejar de lado la inquietante gastronomía local, que opaca incluso a la de Juchitán. Entre los platillos más preciados se puede degustar murciélago a las brazas, caldo de pitón, brochetas de rata, anguila gigante de río y perro en Navidad.

Murciélagos.

Justificada la razón de la expedición ahora sí podemos volver a lo que nos atañe: el morbo de cómo casi pierdo la pierna por una infección bestial.

Antes de emprender el viaje te previenes para lo peor. Investigas los males que podrían dañar tu salud de manera irreparable. La encefalitis japonesa es algo con lo que definitivamente no querrías entrar en contacto. Aceptas la vacuna. Igual te refuerzas contra tifoidea y tétanos. Quizás incluso contra la influenza.

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La malaria también espanta, pero los efectos secundarios del fármaco son tan severos que decides jugártela; claro que tampoco eres completamente imbécil y cargas contigo un coctel molotov químico por si acaso un mosco hijo de puta llegara a contagiártela. Asimismo, en tu back pack se alberga un nutrido botiquín que te salvará de diarreas, alergias, deshidratación, migraña, asma y otros padecimientos menores. Obvio que como la vida es canija, en tu farmacia portátil hay de todo, menos lo que realmente necesitarás. Por ejemplo, no llevas nada para el estreñimiento y créeme que para el quinto día de coágulo intestinal realmente lo echarás en falta. Tampoco llevas gasas, antibióticos ni antiséptico.

El caso es que ya estás en Sulawesi. Aterrizaste junto con algunos amigos en Makasar, al sur de la isla, y tienes más o menos un mes para abrirte paso por tierra y mar hasta Manado en el extremo norte, de donde saldrá el vuelo de regreso.

Selva de helechos.

La primera semana transcurre sin incidentes. Estás ya tan encanchado en el viaje que hasta rentaste una moto. Es en las montañas centrales, precisamente en la zona de los funerales dementes, donde sucede el primer accidente. Son las seis de la tarde y vienes regresando de una excursión en la moto cuando aparece una tormenta sobre el horizonte. Es una nube monstruosa. En dos segundos la lluvia te envuelve por completo. Deciden parar para refugiar las cámaras del agua.

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Aparece una pequeña casucha de bambú a la orilla de la carretera. Al detener la moto te das cuenta de que la enramada tenía buen lejos, pero, ya de cerca, la verdad es que está bastante maltrecha. Y el hecho de que la plataforma de madera desvencijada se encuentre volada sobre un río crecido no ayuda en nada a inspirar confianza. No obstante, no hay ningún otro sitio donde guarecerse a la redonda y el agua cala peligrosamente los electrónicos.

"Arre pues, no sea puto", te dices a ti mismo y das una zancada decidida hacia el interior. En el momento justo en que tu pie hace contacto y tu peso completo se apoya sobre este, la madera cruje y el suelo se colapsa. Estruendo. Caos. Desconcierto. Tus amigos observan atónitos cómo en un segundo desapareces hacia el abismo. Pero la suerte quiso que hoy no fuera tu día y logras detener la caída sujetándote con las uñas. Quedas colgando. Tus compas entran en acción y te ayudan a salir del hueco. Abajo, a unos cinco metros, el río ruge con fuerza.

Milagrosamente no pasó nada. Bueno, casi nada. En tu espinilla se incrustó uno de los bambúes astillados. La sangre abunda. Pero parece no ser serio. Una raya más al tigre y la función debe continuar.

Cuidas la herida con esmero. Digamos que las condiciones climatológicas no son exactamente las más favorables para que sane. El calor y la humedad son, de hecho, los peores enemigos de la cicatrización. Una semana después la costra se ve bastante bien. Ahora estás en las islas Togean: pequeño archipiélago localizado dentro del golfo más grande de Sulawesi, justo sobre el ecuador, y uno de los parajes más recónditos del siglo 21.

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Togean.

Llegar hasta aquí requirió de tres días de desplazamiento continuo y un chingo de paciencia. La travesía inició con quince horas de camión para atravesar la sierra, las curvas eran tan pronunciadas que cuatro pasajeros vomitaron durante la mayoría del trayecto; después, un deslave de lodo tapó la carretera por buena parte de la noche y se precisó de la intervención de una retroexcavadora para que los vehículos en tránsito pudieran superar los dos kilómetros de fango; posteriormente, pasaste otro día completo dentro de una combi de los ochentas conducida por un viejo chino con cataratas y finalmente seis horas a bordo de un barco guajolotero. Pero el escenario que se presenta ante ti hace que el dolor de güevos haya valido la pena. Centenares de pequeñas islas selváticas descansan desperdigadas sobre un mar cuyos tonos hacen parecer al Caribe como un tímido primo lejano.

Lo malo es que sólo vives dos días de relajación, porque el tercero sales de nadar para descubrir que tres pequeños granos blancos adornan tu pierna. Los estudias un poco. Están a la orilla de tu herida y duelen bien cabrón. Resuelves que lo mejor será exprimirlos para que dejen de chingar. Al fin que el agua de mar cura.

Tarsio.

Pero te equivocas, pronto descubrirás que en este caso sucederá exactamente lo opuesto. Y no es que el mar aquí esté contaminado. Al contrario, está tan limpio que reboza de vida. Lo cual, en las aguas mansas y cálidas del tópico, significa explosión de microorganismos.

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Desde que saliste de la inmersión te pica el costado interno de la pantorrilla. Es una comezón intermitente bastante molesta. Supones que habrás rozado alguna anémona o coral. El área afectada se ve ligeramente roja. Consultas al dive master que te dice que no te preocupes. Engulles un antialérgico, untas un poco de crema humectante sobre la piel inflamada y te emborrachas hasta las chichis con arak.

El amanecer te recibe con una noticia horrenda. Sobre tu pantorrilla han aparecido decenas de granos blancos. Son pequeños y se concentran en un área de unos doce centímetros. La imagen perturba un poco, sin embargo, a pesar de que te duelen bastante, no cancelas los buceos programados para el día. ¿Cómo porqué deberías de perderte las maravillas subacuáticas de uno de los mejores destinos de buceo del mundo, solo por unos cuantos granitos? Chingue a su madre, piensas, y te subes a la lancha.

Para cuando cae la noche es obvio que lo que sucede en tu pierna no es pasajero. Los granos crecieron y se multiplicaron. Duelen de la verga. El dive master ya no está tan seguro de que no debas preocuparte. Pero no hay mucho que hacer. En la isla sólo existe el centro de buceo. Quizás lo mejor será dormir bien y esperar a ver qué depara la mañana. Engulles otro antihistamínico.

Al día siguiente el conjunto de granos tienen una apariencia francamente leprosa. Toda el área está inflamada y supura. Cuentas ochenta y siete pústulas. El dolor que experimentas al caminar es brutal. Cojeas hasta la cocina para preguntar al staff. Albergas la esperanza de que sea algo relativamente normal por estas tierras.

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El dive master observa tu pierna con expresión consternada, no tiene idea de qué pueda ser. Otros la miran con asco. El cocinero, haciendo mímica con el cuchillo que utiliza para filetear un pescado, bromea que te la tendrán que cortar. No te hace la menor gracia, pero te ríes para disipar la tensión. Al parecer hay un doctor en una isla cercana. El problema es que no habrá lancha hasta el día siguiente.

Tercer día de la infección.

Pasas un día miserable. Intentas mantener buen animo, sin embargo, en tu cabeza se alternan pensamientos funestos. Estás a quince horas en barco de la civilización y no es que Sulawesi se destaque precisamente por contar con hospitales modernos. Lo único bueno es que aún no tienes fiebre, pero no te preocupes que al atardecer tu frente hervirá. Esa noche es de las peores de tu vida: dolor insoportable y pesadillas donde te ves con un muñón en lugar de pierna.

Tienes que apoyarte en un palo para poder caminar. En momentos el dolor te dobla. Abordas la lancha como un zombi. El poblado al que llegas, y que funge como la capital de las islas Togean, es más rupestre que Chacahua. No hay clínica. Te sientan afuera del mercado y te dicen que el doctor pronto vendrá. A los quince minutos llega el médico a bordo de una moto que funge como su consultorio. Es simpático y habla un poco de inglés. Mira tus granos. Asiente y murmura para sí mismo. Toma tu temperatura. Te dice que parece una infección severa. No me diga. Abre el asiento de la moto y extrae varias cajas de medicamentos. Te entrega diez días de antibióticos poderosos, analgésicos como para caballos, desinflamantes y dos cremas distintas. Sin perder la sonrisa te dice que tu situación no es fatal pero sí bastante seria, tienes terminantemente prohibido mojar la pierna y, si al final del tratamiento los granos persisten, será imperante que vuelvas a casa.

La siguiente semana de viaje es bastante desgraciada. Tu pierna está hinchada al grado de la deformidad. Los locales con los que te encuentras te miran con lástima o repulsión. No son pocos los que con señas hacen como que se cortan la pierna. A qué indonesios más chistositos, piensas, fastidiado por el calor. Batallas por mantener a las moscas alejadas. Al menor descuido chupan el pus que emana de tus granos.

Poco a poco el antibiótico surge efecto. El dolor disminuye gradualmente y con ello tu preocupación. Los granos uno a uno se van reventando dejando tras de sí un líquido amarillento nauseabundo. A los nueve días de medicamento, tu pierna vuelve a sus dimensiones reales y tú a poder caminar sin bastón. Aunque aún serán necesarias varias semanas más para que los indicios de la alteración desaparezcan del todo.

Nunca sabrás bien a bien qué fue lo que te pasó. Ya de vuelta en Occidente consultas a un par de médicos al respecto. Unos proponen que se trató de celulitis. Otros, que quizás el culpable haya sido un parásito. Lo que es seguro es que las huellas de la infección tropical quedarán grabadas sobre tu piel. Más que una cicatriz pareciera que se trata de un tatuaje borroso en tinta gris casi transparente. ¿Cuánto tiempo perdurará? Es una pregunta que sólo el tiempo podrá contestar.

Para aquellos que lo precisen, aquí mi texto más clavado sobre la impresionante biología de esta isla.