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Cultură

Así se siente desarrollar esquizofrenia aguda

Esto es lo que te pasa cuando pierdes contacto con la realidad.

La corteza cerebral. (Foto vía Wellcome Images).

Durante el invierno de el año pasado dejé de reconocerme.

El sueño fue lo primero en cambiar. Poco a poco, durante dos semanas, comencé a tener problemas para dormir. Esto nunca había sido un problema para mí, puesto que soy un hombre de 24 años con una buena reserva de mariguana. Fue algo muy extraño. Así de la nada, me iba a la cama pero no podía apagar mi cerebro. Llegaban pensamientos sin parar, se encimaban y entrelazaban entre sí. Algunas noches cubría mi cabeza con el edredón, llevaba mis manos a mi cara y susurraba “Cállense”.

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Me quedaba dormido después de un rato pero cuando me levantaba por la mañana tenía una extraña sensación, como si se me hubiera olvidado hacer algo o decirle algo a alguien. Tampoco tenía el apetito siempre. Usualmente bajaba corriendo las escaleras para acabarme un enorme tazón de cereal en cuanto abría los ojos. En vez de eso, me despertaba todas las mañanas con una sensación muy rara en el estómago, como náuseas. Seguí con mi rutina normal y simplemente dejé de fumar mariguana un rato. Seguro era eso. No estaba asustado.

Como si nada, iba a mi trabajo (en una vinatería local) e intentaba olvidar lo que había ocurrido la noche anterior. Podía seguir con mi vida diaria sin ningún problema, si acaso tenía cara de sueño, aunque ahora que lo pienso me doy cuenta que ya tenía problemas para seguir conversaciones simples.

Si mi jefe me ordenaba que fuera a revisar una entrega, me tomaba unos segundos procesar lo que me acababa de decir, incluso me lo repetían otras dos o tres personas y aún así no podía entender la orden con claridad. Revisar los comprobantes de entrega y tratar de que tuvieran sentido dentro de mi cabeza era como tratar de ver un árbol entre la niebla, posible pero difícil.

Todo era confuso. Empecé a imaginar que las cosas estaban a punto de caerse todo el tiempo: veía una repisa con botellas y creía que una o dos estaban a punto de caerse, y cuando volvía a verlas, estaban bien. También creía escuchar que sonaban unos teléfonos, con tonos distintos, a pesar de que no había ningún teléfono en la tienda. Aún no estaba asustado. Si alguien preguntaba, sólo le decía que no podía dormir bien y que eso era todo. La falta de sueño produce efectos extraños en la gente. Un chico del trabajo me dio unas pastillas para dormir y funcionaron bien por un rato, aunque a la mañana siguiente sentía mi cabeza llena de algodón. Dejó de importarme ir a bares o a jugar futbol los fines de semana. Sólo quería dormir. Las conversaciones eran más de lo que podía soportar.

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Diría que me tomó casi dos meses, a partir de esa falta de sueño inicial, empezar a creer que me estaba pasando algo serio. Los pulpos del pensamientos (como terminé llamándoles) se volvían más raros cada noche. Cuando tenía prendida la televisión, me constaba mucho trabajo diferenciar el ruido que salía de la pantalla y mi propio ruido. Era aterrador. Una noche, mientras veía Homeland, tuve lo que entonces creí que era un ataque de pánico. Sabía lo que era un ataque de pánico porque una de las chicas con la que salía los tenía; una vez tuvo que acostarse en el cine y respirar hondo para dejar de tener arcadas. Era una escena espantosa. Esa noche, empecé a temblar como si hiciera mucho frío, aunque mi piel estaba ardiendo. Mis piernas temblaban entre las sábanas y había una cacofonía dentro de mi cabeza, como si una multitud platicara bajo mi almohada. Nada dramático, sólo un ruido constante y confuso. Empecé a volverme loco frente a la luz parpadeante de la televisión.

Esa noche no dormí para nada. Me sentía paralizado. La puerta de mi habitación se había convertido en el fin del mundo para mí. El ruido iba y venía en olas pero yo sentía como si algo o alguien hubiera reemplazado mi cuerpo y mi mente. No era yo el que tenía miedo de ir al baño a hacer pipí ni el que decidió hacerlo en un vasito y derramó todo en el piso. No era yo el que quitó todas las sábanas porque se sentía cómodo estando completamente desnudo sobre el colchón sin cubiertas. No era yo el que enterró la punta de un cuchillo Stanley en mi talón en un intento por dejar de sentir esta desesperación. Cuando salió el sol y sonó mi alarma para ir al trabajo, solo, en esa habitación, pensé: “Necesito a mi mamá”.

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Por suerte, ella estaba a unos metros, en el piso de arriba. Aún no había logrado salir de mi casa porque en realidad no me alcanzaba el dinero. Le hablé por teléfono porque creía que si salía de mi habitación se me iban a salir las entrañas. En serio creía que si cruzaba el umbral de mi habitación y caminaba hacia el pasillo, mi cráneo se haría trizas y mis intestinos saldrían de mi cuerpo. Ella respondió el teléfono y dijo: “Por Dios, Daniel deja de molestar”, o algo así. Empecé a llorar, al parecer estaba gritando como un niño chiquito, y a través del techo escuché cómo dejó caer su celular.

Cuando abrió la puerta de mi cuarto, estaba jadeando. No lo recuerdo, pero al parecer aparté mis controles de televisión (tenía como cuatro) y mi colchón estaba cubierto de circuitos impresos, pipí y sangre (de mi talón). Estaba sentado sobre mis pantalones, llorando, y le dije que se habían “apoderado” de mí. Ella llamó a una ambulancia.

Mis recuerdos son vagos, pero al parecer, cuando llegaron los camilleros, creí que me estaban tomando fotografías. Me enojé mucho y traté de golpearlos. Le grité a uno de ellos que era ilegal tomarme fotos y que tenía derechos. Hice todo esto sentado sobre unos boxers empapados y con la pierna llena de sangre.

Lo único que recuerdo del camino hacia el hospital es a mi mamá sujetando mis piernas para que no se despegaran de la cama, pero ella dice que yo estaba gritando que no quería que me llevaran por la autopista porque había personas en posición fetal dentro de las cámaras de velocidad. Mis recuerdos de la sala de emergencias son escenas inconexas en blanco y negro de jeringas, voces bajas y mis brazos atados.

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Imagen que muestra las áreas más activas del cerebro en pacientes sanos (izquierda) en comparación con pacientes con esquizofrenia (derecha) durante un ejercicio de memoria. (Foto vía)

Lo que describí antes es lo que se llama un episodio sicótico, y es clásico en la esquizofrenia aguda, la enfermedad que me diagnosticaron. La sicosis se define como la pérdida de contacto con la realidad. Puede pasar rápido o —como suele ocurrir con los que desarrollan esquizofrenia— puede llegar poco a poco sin avisos. Eso fue lo que me ocurrió. Me hospitalizaron por una semana y media. De inmediato me dieron un curso de medicación antisicótica. Tampoco me acuerdo de eso. Sólo recuerdo que me sentía muy mal y que no podía hablar con nadie. También recuerdo que el tipo de la habitación de junto se hacía popó en la cama a propósito a cada rato. El olor era como la muerte que sentía en mi cerebro.

Sí recuerdo el día en que empecé a retomar el contacto con la realidad, cuando los fármacos que tomaba comenzaron a hacer efecto, evitando que quisiera cubrirme la cabeza con una manta y dormir. Mi hermano y mi madre vinieron a visitarme (habían venido todos los días, pero como yo era incapaz de conversar, sólo hablaban con los médicos y las enfermeras) y vimos tres episodios seguidos de Breaking Bad en el iPad en la sala de visitas. Mi madre lo sostenía sobre las rodillas con una mano mientras con la otra me acariciaba la nuca de vez en cuando. Me reí de algo que dijo Saul y, en ese momento, tuve la sensación de que lo estaba logrando, de que las cortinas que habían estado ocultando la persona que una vez fui se desvanecían. Esa noche incluso me terminé la cena, aunque juro que nunca más volveré a comer puré de papa.

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El camino a la recuperación estaba lleno de obstáculos. Sufría agotadores ataques de pánico en los que revivía los acontecimientos de las semanas anteriores. Pero el equipo de salud mental del hospital en el que estaba ingresado hicieron un trabajo increíble, a excepción de un par de enfermeras que me trataban como a un bebé. Odiaba eso. Cuando me dieron el alta, una trabajadora social venía a verme a casa todas las semanas para controlar los medicamentos, tomar nota de mi rutina diaria y animarme a salir a dar paseos con mi madre y retomar el contacto con mis amigos. La verdad es que estaba tan avergonzado que no me atrevía a hacerlo, además, pensaba que no lo entenderían. O lo que era peor, temía que me tacharan de loco. No podía estar más equivocado.

Mi mejor amigo, Sam, me contó que estaba tan preocupado por mí que no lograba dormir por la noche. Poco a poco, todos empezaron a mandarme mensajes de nuevo —supongo que tenían miedo de decir algo inapropiado—, asegurándome que ya querían volver a jugar a futbol conmigo y que pronto estaría recuperado. Era increíble lo maduros que parecían todos.

El personal de la unidad de salud mental había organizado una terapia para pacientes externos a cargo de Gregg, un hombre que hablaba con extrema claridad. Durante un tiempo sufrí los efectos sedantes de los antipicóticos y a menudo tenía la sensación de estar moviéndome en un líquido espeso, aunque sentía una paz mental que hacía muchos meses que no experimentaba. Gregg fue de gran ayuda en el proceso de comprender qué me había pasado y me enseñó técnicas para cuando me asaltaran pensamientos como los de aquella noche (según él, no es bueno hablar de "perder" la cabeza, ya que la cabeza sigue ahí, sólo que enferma), y para superar el miedo a que se repita. También él me animó a ver a mis amigos y me aseguró que es posible recuperarse, que la medicación había funcionado y seguiría haciéndolo, pero que tenía que ser realista y asumir que tenía un trastorno. Sólo era cuestión de tiempo.

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Lo cierto es que la aceptación marcó la gran diferencia. Aprendí que la frustración lleva a la ansiedad. Los días en los que salía a pasear (mi madre me obligaba salir todas las tardes durante al menos una hora, me dejaba solo a medio camino y me hacía algún encargo, como comprar un litro de leche o mantequilla) y me ponía a pensar en todo aquello, un pensamiento siempre me rondaba la cabeza: 'Mierda, ¿por qué no puedes ser normal?' Entonces tenía que parar, tomar aire unas cuantas veces y decir en voz alta, 'Soy normal, sólo que tuve un trastorno y me estoy tomando un descanso'.

Unas seis semanas después de salir del hospital, empecé a visitar a mis amigos nuevamente. No podía evitar sentirme un poco incómodo cuando el volumen de la tele estaba demasiado alto o cuando todos hablaban a la vez, pero cuando pasaba, simplemente se los decía. Nadie hizo ninguna broma. Nadie sintió lástima por mí, tampoco, lo que era un gran alivio. A veces pensaba que, si a alguno de ellos le hubiera ocurrido lo mismo que a mí, yo me habría comportado como una madre sobreprotectora, preguntándole cada dos segundos si se encontraba bien.

Pocas semanas después volví al trabajo, pero sólo medio tiempo. Mi jefe no podía ser más comprensivo. Al parecer, cuando me internaron, llamó a mi madre para decirle que me guardarían el puesto hasta que me recuperara y que me lo tomara con calma. Al principio no me gustó, porque no quería volver al trabajo como si fuera una especie de inválido. Tenía 25 años, no sesenta, y quería que se me tratara como antes. Me llevó un tiempo aceptar la compasión y la preocupación de la gente por lo que realmente eran y no como un desprecio hacia mi persona.

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La vuelta al trabajo supuso una gran mejoría. Retomar la rutina, hablar con la gente y tener la mente ocupada con tareas fue la mejor de las terapias. Algunos días me levantaba asustado y me costaba un par de horas darme una ducha y salir de casa, pero nunca nadie me lo recriminó. En varias ocasiones llamé a Gregg desde el almacén —a veces me resultaba difícil estar en el mismo lugar en el que mi realidad se empezó a desdibujar— pero no siempre estaba disponible. En esos casos, me bastaba con dejarle un mensaje en el buzón de voz. Un día me comunicó que ya no era necesario que fuera a verlo, que confiaba en que sabría lidiar con mis pensamientos y utilizar las técnicas que había aprendido.

Ya pasó un año y no he sufrido ninguna recaída. Voy a tener que seguir con el tratamiento por mucho tiempo, pero no me importa. Mi deseo sexual ha disminuido mucho (aunque todavía se me para) y he engordado un poco, pero es el pequeño precio que debo pagar por tener la mente clara.

Quise contar esta historia porque, hasta que me disparó la esquizofrenia, mi concepto de ese trastorno era como una sentencia de muerte. Cuando oyes hablar de esquizofrénicos, los imaginas encerrados en habitaciones acolchonadas, meciéndose hacia delante y hacia atrás en un futuro bidimensional dominado por murmullos bajo los efectos de la medicación y almohadas empapadas de baba. Te imaginas el futuro oyendo voces y viendo fantasmas. Si el trastorno se trata adecuadamente, nada está más lejos de la realidad. Con el tratamiento apropiado y una detección temprana, es posible recuperarse muy bien de la esquizofrenia aguda y de otros trastornos mentales.

Soy realista con mi pronóstico: es posible que en algún momento sufra una recaída y pensar en ello a veces me deprime, pero también sé que puedo recuperarme y eso lo hace más llevadero. Volví al trabajo, recuperé mi vida social y ya juego futbol, como hace un año. Incluso me he ido de vacaciones. Aún no estoy del todo preparado para salirme de mi casa, pero quizá eso sea por flojera.

Mi mejor consejo para cualquiera que haya empezado a experimentar rasgos sicológicos inusuales es que se lo cuenten a alguien. A quien sea. Que hablen de ello en vez de cargar con eso sin ayuda. Un trastorno mental no es muy distinto a una enfermedad física, simplemente afecta a un órgano diferente, el cerebro. No teman dejar el trabajo por un tiempo o de hablar de ello con sus jefes, como yo hice. Ahora que lo pienso, el hecho de oír teléfonos cuando aún me aferraba a la realidad debió haber sido señal suficiente como para pedir ayuda. La vergüenza no tiene lugar cuando se trata de tu salud mental, y debemos prestar la misma atención a los síntomas sicológicos que a los físicos. Ser un maestro del disimulo, como yo en ese entonces, no es motivo de orgullo.

Si te sientes raro, habla con tu médico de cabecera. Aunque creas que parece una tontería, lo mejor que puedes hacer es hablar con alguien sobre lo que sientes. Callar no es una opción. Te darás cuenta de que la gente es mucho más comprensiva de lo que esperabas.

Estamos en 2014 y ya es hora de que las enfermedades mentales dejen de ser un tabú, una mancha indeleble sobre nosotros, y ese cambio sólo puede empezar por nosotros mismos.

*Todos los nombres reales de las personas que aparecen en este texto fueron cambiados.