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Cultură

Me gano la vida con inyecciones de radiación

Abandona tu asqueroso trabajo y aprende un poco de esta historia.

Creo que soy mejor que tú. Por cierto, no lo soy. Sin embargo, me gusta actuar como si así fuera. Creo que soy mejor que tú por una sola razón: no necesito conseguir trabajo. Uso cualquier excusa que tenga a la mano para justificar mi comportamiento: mi título de sociología de una universidad de segunda no sirve de nada, mis numerosas habilidades y mi agilidad mental no son bien valoradas en el mercado laboral y soy incapaz de entablar una conversación con Susana, la contadora. Cuando se trata de entrar en acción, todo me da güeva. Me da güeva levantarme a una hora decente para contestar los correos de la tal Susana (Dios, ¿por qué me jode tanto?) Soy demasiado floja para manejar hasta un lugar que no sea un restaurant de comida rápida. Soy güevona incluso para crear un perfil de LinkedIn. (Aunque, para ser honesta, ¿qué diría? Megan Beth Koester: Trabaja en Nada).

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Nunca he sido amante del trabajo duro, pues no creo que forje carácter. Tengo suficiente carácter como soy. Por esto, gran parte de mi breve edad adulta la he pasado evitando conseguir un empleo decente. Durante más de una década, he recurrido al fraude para pagar mis recibos, todo con tal de evitar ganarme la vida como una persona decente. Sin embargo, ese miedo constante a ser arrestada puso un ligero freno a mi “carrera”.

Actualmente, me gano la vida con actividades mucho más diversas (y, en general, infinitamente menos ilegal) que el simple fraude. Edito videos de “papacitos” gays (lo cual es tan desmoralizante como te imaginas), participo en grupos de enfoque, etiqueto sobres dirigidos a armenios que corren el riesgo de perder su hipoteca y escribo en un blog para niños que recompensan mis esfuerzos con amenazas violentas en la sección de comentarios.

Sin embargo, mi trabajo principal es como “conejillo de indias”, es decir, alguien que se degrada médicamente en nombre de la ciencia. No es una posición glamorosa, pero hace maravillas con mi falta de autoestima. Me han metido una cámara por el culo, he tomado vino blanco caliente que te haría vomitar en un sótano, mientras un grupo de estudiantes me miraba y se reía de mí, y demostré mis nulos conocimientos matemáticos a un hombre con tetas y chanclas; todo por el bien de la ciencia y un poco de dinero.

Pero la cosa más atroz que he hecho, y una que, a pesar de las súplicas de amigos y seres queridos, volvería hacer, involucró inyecciones de radiación para iluminar los receptores de nicotina en mi cerebro. Es algo que he hecho tres veces. Al parecer, tengo una necesidad de ser castigada.

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EXPERIMENTO UNO

Me senté en un auto destartalado con dos agujas intravenosas en mi cuerpo mientras un hombre de mediana edad fumaba como bestia, escuchaba KROQ y hablaba de lo “alivianado” que era Hawái porque era muy fácil producir mota. Después me inyectaron con trazadores radioactivos y me metieron a un escáner PET, donde permanecí acostada dos horas.

EXPERIMENTO DOS

Me paré en una plataforma de carga con dos intravenosas (¿notas algún patrón?), luchando por mantenerme consciente mientras fumaba como bestia y escuchaba “Hotel California” (que los trabajadores del muelle tuvieron la decencia de poner, probablemente su manera de decir que podía entrar a estar pesadilla cuando quisiera, pero jamás podría partir). Después me inyectaron trazadores radioactivos y me enviaron de nuevo a un escáner PET, donde permanecí acostada dos horas. Una enfermera bien intencionada, pero incapaz de comunicarse, debía tomar muestras de sangre cada 20 minutos; sin embargo, alrededor del minuto 40, mis venas de negaban a cooperar. Pero su espíritu indomable no le permitía darse por vencida, así que me picoteo el brazo durante una eternidad mientras yo permanecía inmóvil en el escáner (tenía la cabeza bien sujetada y mi cerebro estaba siendo fotografiado). Eventualmente lo logró. Salió sangre por todos lados y la manga de mi camisa se empapó. La enfermera me dijo que usara un poco de peróxido de hidrógeno cuando llegara a casa para la mancha. Hice lo que me dijo. La mancha desapareció sin dejar rastro.

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EXPERIMENTO TRES

El tercer experimento fue muy parecido al segundo, pero con la ventaja de que pude participar en una terapia para dejar de fumar con un colérico veterano de la Guerra de Corea llamado Charles. Charles no confiaba en internet porque era un lugar sin ley donde la gente te “estafaba con su spam”. Después de un par de semanas de terapia, me inyectaron trazadores radioactivos y me enviaron al escáner, donde permanecí dos horas. La enfermera, una vez más, me dejó toda ensangrentada. Por suerte, todavía tenía peróxido de hidrógeno.

En todos los escenarios, tuve que dejar de fumar algunas semanas antes de poder participar en el experimento. Ahora, todos saben que fumar es una de mis grandes pasiones. Lo único que me haría abandonar esa pasión sería un acto de Dios. Soy norteamericana, así que el dinero es mi Dios. El dinero puede, y siempre me hará hacer cualquier cosa por él. Ahora, sé lo que estás pensando. Si a esta perra le gusta tanto el dinero, ¿por qué no deja de tratar su cuerpo como una maldita planta nuclear y se consigue un trabajo? Buena pregunta. ¿Listo para la respuesta?

No lo sé. Esa es la respuesta. Quizá sea porque quiero tener buenas historias que contar en las fiestas. Quizá no valoro tanto mi salud. Quizá lo hago porque siento que merezco ser castigada. Quizá lo hago porque necesito verme ruda para que la gente me respete. No lo sé. En serio que no. Sin embargo, sé que no voy a dejar de hacerlo en el futuro cercano. Porque odio el trabajo tanto como a mí misma. Y acostarme en una máquina con el brazo ensangrentado es la antítesis del trabajo. Es algo, pero no es trabajo.

@bornferal